Los toros hay que defenderlos sobre todo si no te gustan. No es mi caso, porque a mí me gustan los toros, aunque entiendo de toros mucho menos de lo que me gustaría. Pero al menos sé que no sé de toros porque soy un ignorante, no porque una civilización superior me haya enviado desde el futuro a una España de carnívoros primarios para evangelizar a sus santas especies y salvar el condenado planeta.
Para empezar, al planeta le da exactamente lo mismo si sobre su superficie mugen poderosos victorinos recortando su cárdena estampa al sol de una dehesa o si toda la biodiversidad terrestre ha quedado reducida al gambeteo de las cucarachas bajo las piedras tiznadas por un holocausto nuclear. La bola cósmica donde azarosamente vivimos no tiene preferencias bioéticas ni sentimientos antropomorfos, y esta vieja evidencia debemos recordársela a todos los niños de 50 años de nuestros días: el planeta no necesita que lo salve ningún activista con los nervios destrozados por nueve décadas de animismo Disney. Los que necesitamos salvación, y de manera urgente, somos los homínidos de la especie sapiens sapiens. Y la mayor amenaza para nuestra supervivencia la representan otros sapiens sapiens que se han propuesto que este sea el siglo más gilipollas desde que bajamos de un árbol en África hace 300.000 años.
Defender los toros cuando te gustan tiene poco mérito. Si te conmueve el valor de un hombre enfrentado a un animal salvaje con un trapo rojo y un código estético bajo la mirada frecuentemente enfurecida de una plaza llena, entonces defenderás los toros como el hijo reivindica el carácter peculiar de su madre o el clérigo protege a su iglesia de ciertas desviaciones. Esa clase de defensa está bien, no deja de tener lógica que los taurinos defiendan los toros; pero no es lo ideal. Tampoco estoy sugiriendo que enviemos misioneros a tierras de animalistas: bastante tienen con no desatar un fratricidio cuando uno se entera de que otro miembro de la tribu ha cedido a unas aceitunas rellenas de anchoa, no digamos ya a un plato de jamón.
Lo que digo es que la tauromaquia solo puede perdurar mientras los indiferentes entiendan que en esa plaza a la que jamás acudirá se defiende la libertad del ser humano. No la del ser humano español, ni mucho menos la del ser humano español de derechas: en esa plaza aún se defiende la amenazada autonomía del hombre que es dueño de su rito, soberano de su criterio y heredero de su civilización. Y allí donde se defiende la libertad de unos, se defiende la de todos.
No es la conservación del toro de lidia, no es el calor patriotero de la fiesta nacional, no son ni siquiera los cuadros de Picasso ni los versos de Lorca. Ninguno de esos argumentos me convencen. Hay que tirar por elevación: los toros se defienden porque los hombres se respetan. Se respeta su amor al toro esmeradamente criado. Se respeta su dinero ganado y gastado en un abono. Se respeta su ilusión y su decepción, ambas invencibles en el buen aficionado. Se respeta la complejidad del pueblo genuinamente retratado en un tendido, tan lejos de la caricatura del placer sádico y tan cerca del ideal crítico -kantiano- que a la política hace mucho nadie le exige. Y se respeta, por supuesto, a San Isidro.
De modo que a los toros hay que ir como siempre se fue, sin rencor y sin petulancia, pero decididos a repasar aquel borroso trazo en la arena donde empezaba nuestra pasión de hombres libres.