No es el título de una novela policiaca sino de algo que acaeció en la mismísima Universidad de la Sorbona, en 2019: unos colectivos – la Liga de Defensa Negro Africana (LDNA) y la Brigada Antinegrofobia -, apoyados por unos grupos de estudiantes afines, impidieron la entrada de los espectadores y secuestraron de forma agresiva a actores de la compañía de teatro clásico que iba a representar Las Suplicantes de Esquilo (¡qué honor y qué actualidad para el autor trágico, ser censurado 2.400 años más tarde!) ¿Cuál era el atropello cometido por tal proyecto? El coro de las Danaides, las hijas de Danaos, fugadas de Egipto para evitar un casamiento forzoso y pedir asilo en Argos, iban a llevar mascarillas (como era preceptivo en el teatro griego) y pinturas en los brazos oscuras. Por un salto vertiginoso en el tiempo esto fue asimilado por los grupos de vigilancia antirracistas a los degradantes blackfaces, maquillajes que se imponían en Estados Unidos, en el siglo XIX y principio del XX, a actores blancos para caracterizar, y más bien caricaturizar, a los negros.
Este acto callejero de prohibición, que ha afectado últimamente a otros eventos artísticos en varios países occidentales, tiene unos significados que interpelan nuestra sociedad. En primer lugar, se nutre de la ignorancia y del contrasentido. Las Danaides, quemadas al sol de África, son unas jóvenes refugiadas que claman su derecho a elegir, o no, casarse con hombres; la lucha feminista, núcleo de la tragedia, queda totalmente perdida de vista por los bien intencionados censores. En segundo lugar, se está perdiendo cada vez más, hoy en día, el legado fundamental de los griegos, y en particular de su teatro trágico: la conciencia de una comunidad humana unida por valores universales, más allá de los conflictos y de las diferencias que nos oponen los unos a los otros. Hoy, en el rumbo que toman nuestras sociedades, casi no existen humanos, sino colectivos, grupos sometidos a la dictadura de las identidades, como reza el título de un reciente ensayo. Se supone que los que no comparten totalmente esta identidad sacralizada son de alguna manera adversarios, y que no hay diálogo posible con ellos. Por ello, últimamente en Francia, un sindicato estudiantil organiza debates sobre el racismo del cual son excluidos los blancos, mientras que un movimiento “neofeminista” reserva a mujeres un coloquio sobre la discriminación sexual. “El infierno, son los otros”, proclamaba un personaje de la obra teatral de Sartre, A puerta cerrada. Esta frase se hace actual. En la mirada de los otros cada ser humano se reduce hoy a lo que implica su supuesta identidad; ya no se le otorga la capacidad y la libertad de superar dicho determinismo, de sobrepasar sus fronteras. Lo malo es que esta fragmentación del pensamiento se manifiesta a escala mundial.
“El teatro es el lugar de la metamorfosis, no el refugio de las identidades”, explicó para disculparse el director de la compañía que quería representar Las Suplicantes. Esto vale para toda obra literaria y artística. Se funda en la transgresión y en la alteridad, o sea en el deseo de acoger al otro, de convertirse en el otro. No se somete a ningún prejuicio, a ningún moralismo superpuesto y cerrado.
El hecho de que se cometa un acto de censura en una universidad es todavía más grave, pues se contradice la vocación y el lema de dicha institución docente; está dedicada a acoger la universalidad de los planteamientos científicos y culturales por poco que sean argumentados.
Censuras, inquisiciones y nuevos Guardias rojos, ¿Quién iba a decir que estos escollos de otros tiempos iban a remontar en el nuestro?