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jueves, abril 18, 2024

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Zambra del niño taurino

El niño nació con el toro en la frente. Padre del campo charro salmantino, madre de Pozoblanco, y un familiar que por tierras de Aragón tenía maneras de torero y que nos encontramos, hace poco, en una fotografía dentro de una caja de galletas danesas. El niño al que en esa época le daban entradas a la Malagueta (la única plaza donde se torean gaviotas según Alcántara) los sindicatos, no fue, en el principio de los tiempos*, un aficionado. Bastante tenía con las monjas y las raíces cuadradas. 

El niño, que es el que esto suscribe, recuerda las noches de ‘Juncal’, y que su padre, el salmantino, le arropaba con un «Búfalo, duerme con los angelitos». No sabía que en otras artes, yo sería, pasando el tiempo, José Álvarez Juncal. En las artes de la vida misma. La supervivencia, las mujeres y en ese plan.

Y pasó el tiempo, mucho tiempo, y pese a los pensares que existen en metafísicas que me pierden, siempre relacioné los toros con España. No a nivel de postal; no. A una escala más profunda, lorquiana, porque tenía quince años, el alma a medio escribir, y algo me decía, como Miguel Hernández, que como el toro había nacido para el luto. Domingos en casa del abuelo, cuando daban en abierto Sevilla y Madrid, Madrid y Sevilla. Y Espartaco era el símbolo de la elegancia, de dejar la pronunciación de pueblo, y aplaudimos el esfuerzo los niños del sur. Y todo eran preguntas al secretario judicial de Pozoblanco, mi abuelo, recuérdese. Paquirri fue, sin estar, una duda en la familia en esa carretera a Córdoba donde un ángel -creo que ya lo he escrito- se llevó una furia en el toro, un marinero de luces, antes, menos de un año antes, de que yo viniera al mundo: ya mi abuelo, que llevaba a la espaldas muchos certificados de defunción, lo había avisado a las autoridades pertinentes. «La carretera de Pozoblanco a Córdoba es una trampa».

Recuerdos, de infancia, a lo Machado, de mi abuelo casi inserto en el televisor en la Feria de Abril o en la de San Isidro, y un fino que se sacaba con un jamón de Los Pedroches mientras mi abuela, Lola, seguía con la perra de la carretera de Pozoblanco a Córdoba que se había ya mitificado en los cielos de las carreteras malas. En esas conversaciones familiares de quiniela y toros, mi padre me enseñó la quietud y el concepto de la tauromaquia como Arte: él, que ni siquiera era aficionado, pero sabía de Arte. De cómo echar los trastos, de la quietud, o de esos nazarenos de piedra que son las torres de la Catedral de Burgos.

Y luego el tío cura, que sí que venía a las corridas buenas. Sevilla, Madrid y Valencia. Sin alzacuellos, que el Concilio Vaticano II a él, antaño rompecorazones en la Córdoba de Manolete, se la traía al pairo. O lo entendía, el sacerdote, a su manera: «Niño, baja a la tienda del judío a por jamón». Y yo bajaba, sin problemas, y allí estaba viendo la corrida.

Mi infancias son recuerdos, pues, de una tauromaquia dispersa. Fui madurando, veía a Manzanares Padre sin saber yo de nada, pero notaba algo. Y un día, en el telediario, en esa misma televisión de la casa de los abuelos, dijeron que Camarón había muerto en Badalona. Y corrieron las lágrimas de Curro, y un vídeo donde a José Monge se le veía el arte delante de una vaquilla. Aún no leía a los Machado por edad, pero bien hubiera sido un buen epitafio al genio eso de «mi sueño primero hubiera sido ser banderillero». O novillero. El día de la muerte de Camarón ya algo se me movió en las tripas. Mi tío era fanático de Gabinete Caligari y el pasodoble, ya, entró -sigo con Lorca- en las habitaciones últimas del alma. De la casa. La historia, mi historia en la Escuela de Tauromaquia de Málaga, con Fernando Cámara al quite y Conde en la prosodia, ya lo contará la leyenda. Quise y quiero, por ir acabando, una ganadería de toros de ojos azules, como Villalón.

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