Update cookies preferences
viernes, marzo 29, 2024

Un centro de pensamiento y reflexión de la

InicioPublicacionesCulturaArtistas de salón

Artistas de salón

Hacia el final del capítulo de la serie de TVE Imprescindibles dedicado al añorado Manolo Tena (emitido el 4-4-2016), el cantante rememora aquel día ya lejano de septiembre de 1993 en que llenó la Plaza de toros de Las Ventas dentro de su exitosa gira de conciertos Sangre española. Los productores del documental tienen el acierto de llevarle hasta el lugar de los hechos para recordar in situ el acontecimiento que supuso el culmen de su carrera artística. Apoyado en la contera del burladero del 7, mirando el ruedo luminoso y protegido por unas gafas de sol, Manolo Tena dice en un momento dado: «Esto da miedo incluso sin toro y sin público. Estoy aquí, en el 7. Por lo demás, a mí esto sí que me parece un foro democrático: que lo haces mal, a tu madre la tienes que mandar a que la laven; que lo haces bien, se ponen todos a llorar de rodillas, te sacan a hombros y lo que haga falta… Eso es decir lo que uno siente y piensa, no pensar en intereses de si ahora pacto con uno o ahora no pacto. No. Aquí o eres un mamón o eres Dios. Además, te estás jugando la vida de verdad. No tienes sobresueldos ni tarjetas black. Aquí lo único negro es el toro». O como decía el gran Juncal: «El de las patas negras».

Como ya advirtió en su día Ernest Hemingway, cuando alguien asiste por primera vez en su vida a una corrida de toros tiene básicamente dos opciones: o se identifica con el hombre vestido de luces o se identifica con el animal que salta al ruedo. Si se identifica con el toro, jamás llegará a entender —ni tampoco estará dispuesto a hacerlo— nada de lo que allí suceda. En la actualidad, estamos hace ya tiempo saturados de oír la opinión de quienes se identifican exclusivamente con el animal (opción muy respetable), pero, por el contrario, no estamos tan habituados a escuchar voces que señalen o justifiquen de forma igual de vehemente su decantación hacia la parte humana del rito en cuestión. ¿Acaso no es igualmente respetable la identificación por parte del espectador con el torero? En una entrevista publicada en La Vanguardia (21-12-2020), el director de cine Albert Serra, hablando sobre su próximo proyecto de película-documental sobre el mundo de los toros, decía: «Creo que incluso la gente contraria al toreo puede llegar a entender ese sufrimiento del torero. Una cosa no quita la otra. Aún aceptando que haya sufrimiento en el toro eso no lo hace incompatible con el sufrimiento del torero. La esencia es que lo que da legitimidad a la lidia y a matar al toro es que el torero pone en riesgo su vida. Es el garante noble del enfrentamiento. La posibilidad de morir, aunque sea aceptada, genera un sufrimiento en cualquier persona. La tauromaquia es uno de los últimos residuos de un misterio único en nuestra civilización». Pues bien, esta idea tan claramente expuesta y tan sencilla de entender, manifestada con meridiana claridad por parte de un cineasta que, aun sin ser aficionado a los toros parece no tener miedo al qué dirán, sigue siendo tabú en ciertos cenáculos culturales. No fue siempre así, y no hay que remontarse necesariamente a los Valle-Inclán, los Ortega y Gasset o los Pérez de Ayala para demostrarlo. La identificación de los artistas, creadores e intelectuales con la figura del torero (desde el poeta brasileño João Cabral de Melo Neto a Angelica Liddell o Israel Galván) tiene una larga tradición que viene de lejos.

No obstante, esta larga tradición ha encontrado también agudos críticos a los que el arte de tauromaquia les parece, simple y llanamente, una salvajada que debe ser erradicada más pronto que tarde. Sin ir más lejos, con motivo de la conmoción provocada por la vuelta de José Tomás a la Plaza de Madrid en junio del 2008 tras una larga ausencia sin pisar el ruedo venteño, el escritor y académico Antonio Muñoz Molina escribió un texto (El País, Babelia, 14-6-2008) en el que se podía leer: «Mentes selectas han decidido que las corridas de toros son alta cultura: no debemos extrañarnos que fuera de nuestro país mucha gente siga pensando que toda nuestra cultura son las corridas de toros. Si yo fuera pintor español, incluso si fuera pintor español aficionado a los toros, me causaría cierta desolación que el único artista español digno de la atención del crítico estrella del New York Times sea el torero José Tomás». Por algo será, don Antonio, por algo será…

Sobra decir que las corridas de toros no son «toda nuestra cultura»; nadie está defendiendo ni ha defendido nunca (que yo sepa) esta idea de exclusividad, pero a Muñoz Molina le viene bien la exageración caricaturesca para seguir manteniendo firmemente su legítima posición anti-taurina. En cualquier caso, lo que resulta innegable es que las corridas de toros son parte esencial de nuestra cultura, mal que les pese a algunos. Para personas que —como en este caso el crítico del New York Times—, no parten del prejuicio anti-taurino, considerar a José Tomás como un artista español digno de atención es algo completamente natural que no debería escandalizar a nadie, y menos que a nadie a un escritor y académico español. Es más, no solo se trata de que José Tomás pudiera ser considerado en un momento dado como un artista digno de atención por parte de la crítica de arte, sino que, quizá, habría que plantearse la posibilidad de que la figura del torero pudiera ser el paradigma de un cierto tipo de percepción, entendimiento y comprensión del arte mismo.

En el prólogo a La Renovación de la Estética por el Toreo (Lima, 1953), su autor, el peruano Óscar Miró Quesada, deja clara desde el principio la intención de su magnífico y original ensayo: «[…] apunta a demostrar que la lidia es arte, y de tal preeminencia, que obliga a completar las teorías estéticas reinantes, insertando en su seno el núcleo de lo real y de lo útil, desterrados, dogmáticamente, por los doctrinarios de la belleza». En estas mismas páginas, más adelante, el autor peruano expresa una petición: que en nombre de la belleza propia de las corridas de toros se inicie una «revisión de las teorías estéticas reinantes, modificándolas, rectificando sus conceptos y definiciones para dar cabida en ellos, a esos elementos fundamentales del arte taurino olvidados por los doctrinarios de las otras artes». Setenta años después, este trabajo de revisión sigue estando pendiente. Este momento de crisis y puesta permanente en cuestión de las corridas de toros sería un excelente momento para retomar la idea de Miró Quesada y abordar, en efecto, una renovación de la estética por el toreo. Es precisamente el componente estético el que dota a la tauromaquia de un valor artístico, una dimensión simbólica, un carácter ritual y sagrado que la mantiene inmune respecto de cualquier tipo de crítica ética o moralina por parte de los doctrinarios de la belleza y la moral.

Otro gran aficionado más o menos encubierto, el arquitecto Oscar Tusquets Blanca, ha publicado recientemente un libro en cuya portada aparece una fotografía de Juan Belmonte citando de frente a un toro. Se titula Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Editorial Anagrama, 2021). Escribe el autor: «En las plazas he vivido horas de aburrimiento, pero minutos de intensa y profunda emoción. La progresiva extinción del torero me parece inevitable, pero esto no me enorgullece ni me hace feliz, entre otros motivos porque es la única práctica artística donde el creador se juega la vida. Si el diestro es un incompetente o un farsante el toro no le perdonará; a Hirst, a Koons o a Murakami los empitonaría al primer pase». Voilà! He ahí el quid de la cuestión. En tauromaquia, al contrario que sucede en otras disciplinas artísticas, está el toro, la parte negra, la sombra del asunto cuando de cuestiones sobre estética se trata. En cualquier otra disciplina, el artista, escritor, bailarín, cantante… se puede equivocar y no pasa nada (menos aún si tiene al crítico o comisario de turno a sueldo, como suele suceder casi siempre); en cambio, en el ruedo, cualquier equivocación en la verificación de su arte por parte del «intérprete» le puede costar la vida. ¿Hay quién dé más?

Dentro de todo ese entramado de prácticas artísticas como la performance, el happening, el action art, el body art (y todas aquellas otras que implican más o menos la presencia del cuerpo por parte del artista), los toreros tienen en la actualidad más capacidad que nadie para entroncar la tradición con la vanguardia. Si la performance es la actividad contemporánea en la que el artista pone el cuerpo, sin duda el toreo es la performance trágica por antonomasia. Y la más compleja, puesto que en este caso son dos los sujetos que intervienen: toro y torero. Y no solo la más compleja, sino también la más radical y ambiciosa, ya que en el ruedo el artista expone su cuerpo al riesgo absoluto: la muerte.

El toreo, como bien han sabido ver bailaores y bailarines contemporáneos tan alejados en sus respectivos conceptos coreográficos como puedan ser Israel Galván y Cesc Gelabert (con sus respectivos espectáculos Arena y Belmonte), entronca directamente con lo más abstracto, vanguardista y radical de la danza contemporánea, donde el ritmo, la expresividad y el riesgo se suman a una técnica depuradísima para alcanzar la liberación del cuerpo. Eso sí, sin la presencia del toro, claro está. Aunque a veces pueda bastar con imaginárselo: «La noche anterior voy a pensar que me va a matar un toro», decía el bailaor Israel Galván en una entrevista que tuve ocasión de hacerle con motivo del reestreno de su espectáculo Arena en la Plaza de toros de la Maestranza en la inauguración de la Bienal de Flamenco de Sevilla 2018 (https://elpais.com/cultura/2018/09/05/babelia/1536145885_594424.html). De cualquier forma, aun si la presencia del toro, el artista ha de ponerse en semejante tesitura y meterse en la piel del torero a la hora de afrontar un reto semejante.

Como muy acertadamente ha señalado el filósofo Víctor Gómez Pin en su imprescindible La escuela más sobria de vida: Tauromaquia como exigencia ética (Espasa Calpe, 2002): «La tauromaquia no peca respecto al arte por defecto (de sutileza o de rigor), sino por exceso (de radicalidad y ambición)». Por lo tanto, no se trata de que el taurino deba incorporar el tipo de exigencia ética y estética que caracteriza al espectador habitual de obras de arte; este último debería más bien apropiarse de la disposición del primero. Más aún, lejos de que el torero deba aspirar a ser fundamentalmente artista, «más productivo sería para éste procurar reencontrarse a sí mismo (reencontrar la radicalidad de sus orígenes y de los orígenes de su propia práctica) tomando como modelo la siempre frágil figura del torero». Es precisamente en esta sugestiva identificación entre artista y torero donde el pintor Luis Gordillo ha llegado en los últimos años a una brillante conclusión: «Los pintores estamos, como los toreros, al borde de la extinción»(https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2019/05/13/5cd5679921efa0cc758b4615.html). Decadencia, crisis o extinción que en el caso de la pintura se puede rastrear ya desde los tiempos de Zeuxis y Apeles, y en el caso de la tauromaquia desde los mismísimos tiempos pretéritos de Pedro Romero y Pepe-Hillo. No debemos olvidar que, históricamente, todo arte que se precie (la pintura, el cine, el teatro, la ópera, los toros…) ha estado siempre en decadencia, salvo, quizá, en la edad de oro: un tiempo originario y remotísimo que seguramente nunca existió tal y como nos lo imaginamos. Si el cine entró en decadencia desde que se inventó el sonoro, de los toros podemos decir que «se acabaron» con la muerte de Joselito en Talavera (como quiso ver El Guerra). Y, sin embargo, aquí seguimos, hablando de si se cierran definitivamente las salas de cine o de si se acaban los toros. Vivimos en tiempos de cierres, prohibiciones, clausuras y acabamientos más o menos dirigidos desde esferas de poder que nos son completamente inaccesibles a nuestro entendimiento.

Pero volvamos a pisar tierra. La escritora, actriz y directora de escena Angélica Liddell ha publicado recientemente un libro singular y brillantísimo donde se aplica el cuento. En Solo te hace falta morir en la plaza (Ediciones La Uña Rota, 2021) podemos leer: «En el toreo la dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco, cede paso a un bello matrimonio entre el sentimiento y la forma. Se da una paradoja que se impone en el toreo más que en ninguna de las Bellas Artes. Apolíneo en su forma y dionisíaco en su esencia, en tanto que sacrificio. El toreo, con este mestizaje entre opuestos, convoca a las emociones a través de una sensibilidad extrema que no puede existir sin inteligencia. Para gozar de la sangre derramada se necesita a un intelectual, no a un carnicero, no se vende el arte a precio de carne». Si tuviéramos a día de hoy algún torero que pudiera (o quisiera) manifestarse públicamente en estos términos, otro gallo cantaría. Este magnífico librito debería ser de lectura obligatoria no solo en las escuelas de tauromaquia, sino entre las actuales figuras del toreo (si es que alguno de ellos quiere tener argumentos contundentes, brillantes y rabiosamente actuales para defender públicamente su propia práctica artística).

Entendidas como happening (es decir, como manifestación artística colectiva en la que participan de forma decisiva los espectadores involucrados), las corridas de toros son un acontecimiento popular y democrático, una representación ‘teatral’ sin trama ni argumento, pero sostenida por un suspense cuya resolución final puede llegar a ser catártica. ¿Por qué los toros son un espectáculo moral y al mismo tiempo subversivo? Porque nos muestran distintas formas de encarar la vida y la muerte y nos desvela de forma deslumbrante la principal soberanía del artista: ser capaz de jugarse la vida en la puesta en práctica de su disciplina. En relación a «la experiencia de la muerte», para terminar su introducción a L’art de jouir, el filósofo Michel Onfray escribe: «Morir era pues tan simple. Restaba […] hacer del cuerpo un compañero de la conciencia, reconciliar la carne y la inteligencia. Toda existencia se construye sobre la arena, la muerte es la única certeza que tenemos. Se trata menos de domesticarla que de despreciarla. El hedonismo es el arte de este desprecio». El hedonismo… y también, cabria añadir, el arte del toreo; un arte al que podemos considerar sin miedo a equivocarnos como el último acto plenamente nietzscheano que pervive en la contemporaneidad. El resto es ruido, banalidad, conformismo. Algunos diestros basan su tauromaquia en domesticar a la muerte; otros, sin embargo, simplemente la desprecian. Nietzsche apostilla en su Zaratustra: «Hay más razón en tu cuerpo que en la esencia misma de tu sabiduría». Por eso el artista, antes que ninguna otra cosa, debe poner primero su cuerpo.

«La actitud estética —decía el escritor e historiador del arte Carl Einstein— comporta un escamoteo de la muerte». En la actual coyuntura socio-cultural-anti-taurina, cabría reivindicar el arte de torear como uno de los pocos ámbitos (si no el último) en los cuales podemos seguir pensando en excepciones deslumbrantes, actos reveladores de estados extremos. Picasso, como tantos otros artistas, también hizo un esfuerzo por meterse en la piel del matador para pensar a fondo en su propia práctica: «Imagina un instante que tú estás en el centro de la plaza. Tienes el caballete y el lienzo en blanco; hay que pintar, y todo el mundo está allí, mirándote. Anda, ya está: hay que comenzar la tela, hay que hacerla. Imagina eso. No hay nada más espantoso: diez o quince mil personas están ahí acechándote. Al más ligero error eres muerto. ¡Y ni siquiera hay necesidad de toro!» (Picasso en el ruedo, Plaza & Janés, 1961). La imagen que plantea el pintor malagueño es ciertamente sugestiva, pero, cabe preguntarse: ¿de verdad que no es necesaria la presencia del toro? Otro «cubista», el genial bailaor vallisoletano Vicente Escudero, reconocía en su autobiografía Mi baile (Montaner y Simón, 1947) que «Toros y baile flamenco representan para mí dos manifestaciones de un mismo arte de raza. Y aunque personalmente prefiero el baile, a veces añoro el riesgo, y esta fue la razón de que abandonase mi interpretación coreográfica del toreo de salón: porque mi arte podrá ser más o menos perfecto, pero nunca podré conseguir el substituir el toro con él». Pues eso, sin riesgo no hay arte ni artista que valga. Que cada cual vea si es necesario el toro o no lo es a la hora de escamotearse frente a la muerte.


Artículo de Antonio J. Pradel, ensayista y director de ‘Minotauro. Periódico de toros y toreros’.

Más vistos