El mundo rural desaparece. La relación más directa del ser humano con la naturaleza se da en los espacios rurales. El diccionario de la RAE define lo rural como «Perteneciente o relativo a la vida del campo, a sus labores y a sus habitantes«. Hoy día llaman a eso «ruralidad», referida en efecto a los fenómenos y acontecimientos que se dan en las áreas de tareas agropecuarias. Tales acontecimientos, que son cotidianos porque conllevan las tareas agrarias y ganaderas de cada día, definen un vínculo entre una comunidad y el espacio rural. Y tal vínculo define un sentido social. Las personas urbanas carecemos de tal sentido, que éste sólo emerge cuando eres consciente de un patrimonio natural del que dependes. A lo sumo los urbanos tenemos una «relación» con lo rural si, por ejemplo, somos aficionados a la naturaleza; pero carecemos -creo yo- de tal vínculo y, por tanto, de tal sentido de cómo «usar» bien los espacios naturales. Cada vez somos más urbanos debido a la cuestión demográfica de la pérdida de poblaciones próximas a áreas naturales de interior a favor de las áreas próximas a costas o a grandes ciudades.
Tal pérdida, que posiblemente es del todo inevitable, conlleva múltiples derivadas más allá del puro efecto demográfico. Forma parte así de la homogeneización social del mundo moderno, donde las referencias culturales ancestrales, locales, se van reemplazando por referencias ubicuas, que podemos encontrar en todas partes. La extinción de las sociedades rurales lleva consigo también la pérdida de conocimientos ancestrales cuyo valor debemos apreciar en su debida dimensión. Por ejemplo, perdemos vocabulario y riqueza lingüística asociada a esas tareas agropecuarias que definen «lo rural». Pero, para mí, lo más grave es la pérdida de conocimiento de la naturaleza. Me refiero, por ejemplo, a la riqueza de conocimiento que apreciamos en las personas mayores que vivieron su vida en el ámbito rural: pastores, leñadores, corcheros, carboneros, cisqueros, guardas, colmeneros, etc. Yo creo que tal conocimiento es crucial para afrontar los retos de conservación de la naturaleza y de su biodiversidad a que nos enfrentamos actualmente. Es ese conocimiento, profundo, sentido, aprendido, robusto, preciso, que percibes cuando vas por el campo con un pastor ya de edad, o con un guarda. No sólo conocen el terreno como la palma de su mano, sino que tienen ese conocimiento que tenemos cualquiera cuando andamos en casa, ese saber «dónde están las cosas» y «para qué sirven las cosas». Pues bien, es todo esto lo que está en extinción.
Perdemos vocabulario, palabras, expresiones, por supuesto. Ya pocos saben cómo armar bien una samuga y sujetarla a la albarda, para llevar mejor una támara. No sabemos para qué sirve un retor, aunque quizás entendemos a quien nos dice de subir un repecho; pero nos despistamos cuando oímos que, pasándolo, encontraremos los murecos allí pastando. Por mi profesión he trabajado mucho, y trabajo, en el campo; y he conocido venerables personas con un conocimiento de «su sitio» que siempre me ha maravillado. Siempre llamó mi atención el conocimiento y el uso que estas personas hacían de los topónimos, y me maravillaba la seguridad que tal conocimiento transmitía acerca de la situación en plena naturaleza, en lugares en los que es muy fácil perder el norte. Tal seguridad se debía a la enorme precisión que transmitían al referirse al «sitio», incluso en lugares muy remotos. Es que, claro, un topónimo es (según la RAE), un «Nombre propio de lugar«. Y no hay forma más precisa de conocer que poner nombres propios a los sitios. Donde este conocimiento me pareció más espectacular es en las Marismas de Doñana: en los propios guardas, por ejemplo, compañeros míos en la Estación Biológica de Doñana. La marisma del Guadalquivir es una enorme área de una extensión aproximada de 2000 km². Su característica es la horizontalidad: carece de referencias visuales como promontorios, riscos, altos, arboleda, etc., y ello transmite una sensación de inmensidad y lejanía difíciles de encontrar y sentir en otros paisajes en los que he trabajado, de montaña en las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas (Jaén) o en la selva tropical de la Mata Atlántica (sureste de Brasil).
Así, el lector puede imaginar una inmensa llanura de extrema horizontalidad (la elevación media de 1,6 m y la pendiente media es de sólo 0,3º). La marisma, en palabras de G. K. Yeates en su libro de 1945, Bird life in two deltas, “desafía cualquier descripción”. A pesar de ello y de la ausencia casi total de referencias visuales tenemos registro de centenares de topónimos: donde el visitante no percibe nada, un antiguo guarda o un anciano pastor menciona decenas de «sitios». Los vernáculos y topónimos de las marismas del Guadalquivir han sido magistralmente reseñados en las excepcionales memorias de Jesús Vozmediano, gran conocedor y defensor del Parque Nacional de Doñana, donde enlista más de 400 vernáculos y centenares de topónimos marismeños, documentados también en detalle por Carmen Castrillo Díaz y por Javier Castroviejo, entre otros. Pocos conocen ya qué aves son palitroques, cagazos, chibebes o estaquillas, por mencionar sólo algunas. O los zacallones, ojos, caños, las madres, lucios, pozos, quebradas, regajos, canaliegas y demás referentes a las zonas con agua. O bien los referentes de otros «sitios»: vetas, paciles, vetones, y las naves, bajones, navazos, puntales, corrales, cuartones. Todos ellos son «accidentes» del terreno que no pasan desapercibidos a las personas del lugar, que pasaron allá toda su vida; tanto, que les dan nombres propios y constituyen nuestro acervo de topónimos: Corral Largo, Corral del Francés, Lucio de Mari López, Nave del Inglesillo, Mata del Rabicano, Tojal del Lobo, Cuartón del Bujeo, Puntales del Hornito. Y, en la marisma, son centenares de nombres que identifican variaciones del terreno que ocurren con sólo menos de medio metro de diferencia en elevación o que identifican cuerpos de agua que cambian de mes a mes en función de las lluvias: Lucio del Caballero, Pacil del Coto, Pacil del Cascajillo, Caño de Cardales, Ojo de Juncabalejo, Pacil del Mal Tiempo, Veta de la Liebre, Veta Zorrera y centenares de nombres más.
A pesar de su extrema horizontalidad, el paisaje de Doñana se torna heterogéneo y complejo y con una riqueza toponímica que iguala y nada tiene que envidiar a la de mi otro enclave en mi corazón: las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, en Jaén. Los antiguos guardas de Cazorla conocían cada centímetro de esa complejísima orografía de montaña: con nombres para cada tajo, cada puntal, cada puerto, cada navilla, lancha, o cada pasada en un lugar donde es muy fácil extraviarse. Queda muy bien narrado en los maravillosos relatos de Juan Luis González-Ripoll o de Luis Berenguer (éstos referidos a la Sierra de Cádiz). Tal conocimiento sólo se consigue con una integración completa con el paisaje donde vives, que se te define como tu identidad y tu patrimonio. Allí es donde encontré la máxima expresión de tal integración y respeto por el lugar: tienen nombre hasta los árboles singulares. Así, tenemos el Pino del Abuelo, el Pino Coronilla, la Cornita de La Rajona, el Pino de la Mala Mujer, etc.
Todo este patrimonio se pierde porque el mundo rural se extingue; nuestro referente ahora es el GPS y conocemos mucho menos el sitio que pisamos. Quizás sea que, simplemente, en estos tiempos andamos desnortados.
Profesor de Investigación en el CSIC y profesor asociado, Univ. Sevilla
Académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España