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Muerte o indulto del toro; entre tradición y dignidad

François Zumbiehl

Por su interés, y con el consentimiento de su autor, reproducimos este artículo del integrante de nuestro Consejo Editor François Zumbiehl, que ha sido publicado en el diario ABC el día 31 de octubre.

Me acuerdo del primer indulto presenciado en mi juventud. Fue el de un toro de Guardiola Domínguez, lidiado por Rafael de Paula, en una corrida concurso de 1972, en Jerez de la Frontera. En esa época los indultos, escasísimos, eran una exclusiva de este tipo de corridas. Me acuerdo de la emoción de Álvaro Domecq al detallarme el ritual que se había marcado en esta plaza para tal acontecimiento: el toro llamado desde la puerta de toriles o conducido por los cabestros regresaba a su dehesa mientras, el público puesto de pie, la banda de música hacía sonar el Himno al Toro. Yo sentí en el momento una gran felicidad, pero entendí más tarde que el indulto nos sitúa en el más allá del ritual de la corrida, nos da la ilusión de un paraíso, donde todo está reconciliado y donde ha sido vencida la muerte.  Es como una suspensión mística que, evidentemente, debe quedar como algo muy excepcional.

El indulto, por otra parte, no es gratuito y sólo se justifica por su finalidad explícita: la transmisión de la bravura y la conservación de la especie por el padreo. Pero, está claro que en nuestros días se ha producido una ruptura de esta excepcionalidad exigida por los reglamentos, y eso por dos circunstancias principales: la valoración del mérito ya no se centra en el toro como tal, sino en el conjunto de la lidia, por no decir del espectáculo, cuyo elemento más destacado es ahora la faena de muleta.

Que el toro reúna las mejores virtudes para prestarse a ella es lo que se valora hoy en día, lo cual significa que tiene que ostentar un compendio muy equilibrado de nobleza y bravura, algo que se da sólo si el torero ha sido capaz de hacer las cosas muy bien. De ahí que el indulto aparezca como una recompensa que reconoce los méritos conjuntos del toro, de su ganadero, por supuesto, y del matador, ¡que en esta ocasión deja de serlo! Para este último viene a ser la coronación suprema de su actuación, algo como un super rabo, lo que se refleja perfectamente en los titulares de las reseñas: “¡Fulano ha indultado un toro!” Por si fuera poco, eso le libra del riesgo y de la incertidumbre inherentes a la suerte suprema. Se entiende que el diestro haga todo lo que pueda, cuando se enfrenta a un animal de altísima calidad, que se presta a un toreo excelso, para que se llegue a tan ansiado desenlace. Alarga la faena más allá de las necesidades de la lidia; repite pases como regalando unos bises, ante un público enfervorizado que empieza a sacar los pañuelos; enseña la espada consultando al presidente, se perfila tomándose su tiempo y sin dejar de mirar una y otra vez a la autoridad, hasta haciéndole señas…

La segunda circunstancia, mucho más difusa, es la cancelación de la muerte en la sociedad actual, o por lo menos de su enfrentamiento con ella, y el buenismo animalista que infunde, en la conciencia de ciertos aficionados, un turbio e inconsciente malestar al ver morir el animal al término de la lidia. A lo mejor piensan que, si se le perdona la vida, no se va a morir de todas formas ―pronto o tarde― como nos vamos a morir todos nosotros.

Es la misma ilusión que hace creer a algunos espectadores ingenuos de una corrida portuguesa que el toro, al salir de la plaza, no va a ser rematado en la oscuridad de los bastidores. Razón por la cual el gran escultor y aficionado, Venancio Blanco, plasmó al toro indultado como un animal triste y desengañado por la muerte solitaria que le espera, en vez de esta otra en el ruedo, a plena luz, en su última embestida en el albero. Tal vez influencia también la imagen del imperio romano, muchas veces vehiculada por Hollywood, de los gladiadores mereciendo el indulto con el pulgar levantado de la muchedumbre y del propio emperador. Pero no confundamos. Aquello era un juego, ludus en latín, con su incertidumbre en el desenlace.

La corrida no es un juego ni un deporte, es una ceremonia comparable con la tragedia, un rito. Y ese rito exige que el toro muera en la plaza, desde que los hombres de a pie están autorizados a llevar espada, y desde que, al final del siglo XVIII y a principios del XIX, la corrida moderna fija sus reglas.  Pegando un salto vertiginoso en el tiempo, ella asume la reencarnación de los mitos mediterráneos del sacrificio del Toro por el Héroe, para hacer brotar, frente a lo ineludible de la muerte, una fuente de vida y de belleza. La corrida es precisamente eso, la liturgia del enfrentamiento entre la vida y la muerte, sello de nuestra condición de seres mortales y conscientes de serlo. Todo está, en ella, marcado por esa doble realidad: el toro que recorre en unos minutos todo su destino, el torero que a cada segundo puede morir, y el toreo, arte efímero, que, en cada uno de sus alardes, muere para siempre, y vuelve a cobrar vida en otros nuevos lances.

El toro debe morir en la plaza. Es una cuestión de dignidad para su bravura, para el torero que lo lidia, y para nosotros que asumimos el hecho de verlo. Los primeros que lo afirman, apoyándose en su experiencia propia, son los toreros. Todavía recuerdo al maestro Andrés Vázquez, hablando de su repugnancia al ver un animal bravo terminar en un matadero, y su horror si uno de los toros con los que pudo acoplarse hubiera tenido que emprender ese camino sórdido. También recuerdo al maestro Jaime Ostos exaltando la suerte suprema como el momento cumbre en el que toro y torero se funden y, en este acoplo erótico y mortal, intercambian su vida y su muerte.

Con la estocada culmina y termina la tauromaquia. Eso pensaba el maestro Antonio Ordóñez. Por mi parte, matizaría sugiriendo que la tauromaquia se verifica mientras el  toro sigue de pie en situación de lidia. A veces, apoyado en su bravura, se resiste a morir. Entiendo que, hoy en día, la prórroga de esta lucha terminal incomoda la sensibilidad de algunos, y lo respeto.

Otros admiran esta última contienda contra lo ineluctable, la toman como una lección que nos puede servir, a nosotros que vamos también a pasar por ese trance, y dedican el homenaje de sus aplausos a la agonía de un animal totémico, convertido a su vez en héroe. Pero, en el momento en que se echa, ya se convierte en víctima. La sensibilidad actual exige que reciba una muerte pronta y digna, sin sufrimiento innecesario.

La fase de la puntilla, que nadie se atreve a llamar suerte, tiene que ser reformada, para evitar el espectáculo bochornoso que procuran sus fallos, un espectáculo ahora tan repudiable como lo fue el de los caballos sin peto y destripados en los años 20 del siglo anterior. Se abren diferentes opciones que no supondrían una modificación de los reglamentos actualmente vigentes. Y que, por favor, no apelen a la tradición. La tradición no implica el inmovilismo. En su sentido etimológico es algo que se transmite, que recogen las generaciones siguientes, imprimiendo cada una su forma de sentir, sin alterar, desde luego, el núcleo, que, en este caso, lo repito, es la muerte del toro en el ruedo. La tradición tiene que ir siempre unida con la dignidad, la del toro bravo, del espectáculo, y de nosotros, los aficionados.   

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