Pasé el último sábado de enero en Segorbe, Castellón. Tenía que participar junto con Victorino Martín en una jornada de trabajo de la plataforma para la defensa del festejo popular, en representación de la Fundación Toro de Lidia. Estuve en el festejo nocturno del toro embolado. Observé con atención, vi muchas cosas, y otras muchas, no. Conduje de vuelta a Madrid pensando en todo ello. Este es el relato de lo que vi, de lo que no vi, de lo que sentí y de lo que pensé.
Reunidos en torno a la plaza para la fiesta del toro, de noche y cada uno en su lugar, se encontraban personas de todas las edades, jóvenes, los de mediana edad, mayores, hombres y mujeres. Es decir, todo el mundo. Y estaban, sin excepción, haciendo lo mismo: prestando atención al toro, como no puede ser de otra manera porque el animal se pasea por la plaza y por las calles, y él decide si puedes estar en ellas o debes refugiarte. En esta época en la que prima el individualismo o la pertenencia a un grupo frente a otros, lo mío frente a lo tuyo, qué raro es ver un momento como éste en el que hay una comunidad real entre todos, porque no solamente estamos físicamente en el mismo sitio, sino que estamos verdaderamente juntos, porque el toro nos ha juntado. Tras el burladero, pensé en esto, y me sentí bien.
“Victorino, es un honor que estés aquí con nosotros”, le decía un joven al mítico ganadero, mientras le pedía una foto con él, que por supuesto obtuvo. Para el chaval, uno de sus héroes es una persona que muchos días está a las ocho de la mañana a caballo entre vacas y toros. No me cabe duda de que el chico sabe perfectamente quiénes son Bizarrap o Ibai, que ha jugado al LOL o al Minecraft, que sube historias a su Instagram, y que muere por Benzema, Lewandowski o su futbolista local. Pero, además, se considera honrado porque participe en su comunidad (“con nosotros”) un hombre apegado al campo y que siempre dice que sus orígenes están en la calle; y se saca la foto con él para compartirla con los suyos. ¿Quién tiene más mundo, más profundidad, más raíces, este chico o la multitud de paletos urbanitas –incluidos muchos que supuestamente se dedican a informar- que no saben nada de estas cosas, cuyas fuentes de conocimiento son las redes sociales y que, como diría Machado, desprecian cuanto ignoran?
Lo que en esa noche no se veían eran los típicos grupos de chicos, aislados de lo que pasa alrededor, mirando sus respectivos móviles, compartiendo directos de Twitch o retos virales en Tik Tok, tan frecuentes un fin de semana en cualquier ciudad. Lógico. Estaban demasiado ocupados en vigilar al toro, y algunos de ellos en ponerse delante de él, esquivarle, correr, pasar apuros y reírse con sus amigos. Las aplicaciones de los móviles están diseñadas por los mejores matemáticos, sociólogos, psicólogos, ingenieros, para atraer permanentemente nuestra atención, una y otra vez, quieren destrozar nuestra capacidad de concentrarnos, porque son una máquina de interrumpir. Que su utilidad innegable no nos confunda: no buscan nuestro bienestar, sino nuestra dependencia. El toro, con su presencia y su peligro reales, detiene esa máquina, y durante un rato nos obliga a centrarnos en un acontecimiento que no solamente se puede ver y oír, sino también oler y tocar. Qué bueno.
Los chicos que se encaran al toro en cualquiera de las modalidades de festejo popular, están, en cierto modo y sin saberlo, celebrando un rito de paso hacia la madurez al mostrar a los demás su valentía y arrojo, algo, este tipo de ritos, que se pierde en la noche de los tiempos. Y también, sin duda, habrá algunos chavales que quieran mostrar su chulería ante la persona en la que piensan al despertar cada mañana. Lo que es tan ancestral como lo anterior.
El toro supone un reto, pero no un tipo de reto viral como el de las redes, casi siempre irrelevante y muchas veces absurdo o ridículo, como echarse encima un cubo de agua fría, tomarse pastillas y grabar la reacción que tiene tu cuerpo, o utilizar un filtro para ver si tu cara es simétrica. El reto de ponerse delante de un toro no es viral, sino radical, porque hunde sus raíces en el pasado de hace miles de años. En Creta o Babilonia. Tiene profundidad y conexión con nuestros antepasados, a diferencia del virus de las redes, que suele ser una nimiedad olvidada al poco tiempo y sustituida por la siguiente ocurrencia.
El toro en la calle es un festejo popular en un doble sentido: porque procede del pueblo y porque es muy estimado en muchas partes de España. Pero tiene enemigos poderosos. En primer lugar, un animalismo que es una ideología que ser autopercibe como depositaria de la verdad absoluta, que no admite opinión en contrario y con militantes que actúan como misioneros religiosos que nos tienen que convertir a su fanatismo, queramos o no. Y su paraíso soñado consiste en que todos estos festejos desaparezcan por completo y para siempre.
Pero lo que está detrás es una industria global, con un poder económico como no se ha visto jamás en la historia, y que lo que quiere es transformarnos a todos – y cuando digo todos, me refiero literalmente a todos los habitantes de la Tierra- en sus consumidores acríticos. Que un hombre de Segorbe piense, sienta, se divierta, y, sobre todo, consuma, igual que una mujer de Calcuta. Para ellos, todo lo que signifique cultura propia, popular, lo que tenga raíces, es un estorbo. Prefieren personas pegadas a la pantalla, debatiendo polémicas absurdas en Twitter que se olvidan al día siguiente o que luchen por obtener “likes” como meta en su vida. Personas debilitadas, en definitiva, a las que será más fácil convencer de que la felicidad se conseguirá si compran lo que ellos digan.
Esto, por supuesto, no se expone así, sino que viene envuelto en una preocupación respecto de personas y animales, en concreto en los festejos populares, que en algún caso puede ser sincera, pero que siempre es contradictoria. Se dice de los festejos que son peligrosos y que muere alguna persona. Cierto, pero en la montaña mueren la impactante cifra de más de 100 personas al año, y todos los años, muchos por no saber escalar o no llevar material adecuado ¿dónde está la extrema preocupación en estos casos? En cuanto a los animales, el toro y su bienestar, por qué no hay esa misma preocupación por ejemplo respecto de los cerdos en Olot, que mueren a razón de ¡10000! al día? ¿Y cuándo se hacen campañas contra las ratas o las palomas, por qué no hablan de genocidio? ¿Porque se enfrentarían a mucha gente?
Como cualquier otra actividad de la vida, es innegable que los festejos populares deben evolucionar al ritmo de los tiempos. Pero, desde luego, cómo haya de ser esa evolución en ningún caso puede quedar en manos de gente que basa su acción no en un supuesto amor a los animales, sino en un odio visceral al modo en el que millones de españoles entienden la vida y la celebran, así como a la cultura que representa todo ello.
Gente que además son los tontos y las tontas útiles del capitalismo más salvaje que haya visto la humanidad. Porque, si desaparecieran los festejos, las profesiones relacionadas con él, la forma de vivir de esos pueblos, serían sustituidos no por santuarios de animales ni talleres de resiliencia o infantilidades similares, sino por un individualismo feroz frente a la comunidad que ahora tienen; una mayor soledad frente a la cohesión del grupo y un profundo desarraigo cultural, fuente de infelicidad, dado que el ser humano necesita raíces. Y, por supuesto, por restaurantes para perros, psicólogos para gatos y parques de atracciones para animales veganos.
Luchar por el mantenimiento de este tipo de cultura popular es también luchar contra una globalización económica y cultural que nos perjudica gravemente a todos, incluidos aquellos iluminados que querrían verla desaparecer.
Todo esto lo pensaba mientras viajaba de vuelta a Madrid, y, casi llegando, llegué a una conclusión: me falta calle. Porque en la calle, en el festejo, te das a ti mismo la oportunidad de conocer gente de todas las edades, de trabajos muy variados, con raíces, a veces con mucha experiencia de la vida y de una vida muy diferente a la tuya propia, y, si estás receptivo a todo ello, sales mejor de lo que entras. Es una oferta irresistible, por lo que, y como cantó el poeta, yo pisaré las calles nuevamente.
Artículo de Fernando Gomá, presidente del Instituto Juan Belmonte y vicepresidente de la Fundación Toro de Lidia.
Buenas tardes!!
Quisiera comentar el artículo, ensayo o opinión reflejado a modo de disertación respecto a la «falta de calle».
Soy y seré un aficionado taurino. Apasionado de la calle como origen de una fiesta tristemente denostada en muchas poblaciones españolas. Y, digo esto como conocedor, des de que tengo uso de razón, de la fiesta del toro en la calle. De la misma manera, para que se entienda, que compiten dos coches uno de Fórmula 1 y otro de rallyes. Los dos igual de válidos, potentes, apasionantes y peligrosos para quien decide participar. Però con orígenes y finalidades diferentes. Así veo la lidia en la plaza y la lidia en las calles. Misma obra con diferentes actores.
Dicho esto, debería empezar por matizar que me baso en el respeto a todo lo que conozco y a lo que desconozco. Por que como deberíamos hacer todos, opinaré de lo que conozco y respetaré lo que desconozco.
En las calles se forja un vínculo con la fiesta que engloba, como se lee en el artículo en cuestión, pasión, amistad, fiesta, família, tradición, riesgo… Y un sinfín de valores que hacen de esta fiesta un hito singular.
Los detractores, vienen de diferentes frentes (extrapólese a la lidia). Los más preocupantes los que tenemos dentro de la propia fiesta. Egoístas, egocéntricos, interesados, hipòcritas y un sinfín de personajes que se hacen llamar aficionados. Pero que no priman el cuidado del animal y de la gente que se desvive por él dentro y fuera de la calle. Y, los más mediáticos, que actúan desde la ignorancia, desde la falta de respeto y desde el asco a lo diferente a lo que no es lo suyo. Planteemos cuales hacen más daño a la Fiesta…
A los segundos, basta con no hacerles caso, ignorar sus acciones, no darles mayor relevancia ni dedicarles el más mínimo esfuerzo. A los primeros… Poco se puede hacer… ¿O no?
Además de una pasión, tradición, festejo o forma de vida, la tauromaquia en todas sus formas, es una afición. Elegida voluntariamente por sus participantes. Asumiendo todas sus características. Y, como todas las aficiones, no tiene explicación racional.
Hay quien decide subir montañas, conducir a gran velocidad, bucear… En definitiva, asumir un riesgo que, para quien no comparta esa afición, es una barbaridad, una inconsciencia o una temeridad. Incluso, un crimen. Las aficiones se realizan por propia elección. Habrá quien dirá que en unas se pone en riesgo la vida de los demás, participantes o no. Y, habrá quien dirá que en su afición no se maltratan animales… Esas son cuestiones en las que podríamos debatir eternamente y no llegaríamos nunca a un consenso. Esto es debido a que todos no nos hemos criado, ni crecido en el mismo contexto. Se habla de urbanitas paletos o de gente con muchos conocimientos
de la naturaleza vivenciada. Ni unos ni otros.
En la calle o en la plaza. En el campo o en el matadero. Los toros sólo claman respeto. Respeto desde dentro y desde fuera de la fiesta.
Me dejo muchos matices en el tintero. Puntos y aspectos que ya se desarrollarán. Pero, lo que no quería era dejar pasar una oportunidad como esta. Poder opinar frente a un buen artículo, redactado con criterio y con conocimiento de causa.
Por último, expresar una grata sorpresa. Ver que, desde el mundo de la lidia, se comprenda, se entienda y se respete al toro el la calle. Que no se vea, como en tantas ocasiones he tenido la desgracia de vivir, como un mero acto de «segunda», un interés económico, un vertedero de reses que no valen para las plazas, como un cúmulo de comisiones y ayuntamientos ignorantes que pagan cifras desorbitadas por lo que, en circunstancias de lidia en la plaza no se pagaría ni por asomo….
Menos mal que no siempre es así. Menos mal que hay gente del mundo del toro, en general, que tienen respeto y que, aún no conociendo ni entendiendo lo que representa para el aficionado de la calle, apoya la fiesta con su silencio o sus alabanzas.
Atentamente, S.P.