Existe varias definiciones de la palabra cultura – cuatro según el filósofo Javier Gomá. Por mi parte, me remito a la que escoge la UNESCO y que explicita en las Convenciones de 2003 y 2005: la cultura se refiere al conjunto de prácticas en las cuales una determinada comunidad humana proyecta sus valores, su sensibilidad y su identidad existencial. A los aficionados de los tres países europeos y de los cinco países iberoamericanos de tradición taurina esa definición les vale perfectamente, pues además la tauromaquia tiene esa particularidad de que cumple con los cinco criterios establecidos por la convención de la UNESCO para cualificar un patrimonio cultural inmaterial. Eso se ha demostrado fácilmente en la ficha rellenada en 2011 para la inscripción de la Fiesta de los toros en el inventario francés del PCI.
Sin embargo, una amplia ola de protestas indignadas en el mundo, y en los mismos países taurinos, se ha elevado para denegar a la tauromaquia esa calificación de cultura. Esas protestas tienen grados diferentes: van desde la preocupación por el bienestar animal, compartida por una gran mayoría de gente – pero es un concepto muy relativo, como se ha visto en otros foros de debate – hasta una ideología muy radical, el animalismo antiespecista. Pero en todos estos casos funciona la censura, en nombre de la ética y del progreso y, en su vertiente más radical, en nombre de la equivalencia, de hecho y de derecho, entre hombres y animales. Por cierto, esta equivalencia, afirmada por el antiespecismo sobre bases que pretenden ser ante todo científicas, encierra alguna contradicción. En efecto, en el discurso de los animalistas una responsabilidad eminente recae sobre los humanos para la preservación de la naturaleza y de todos los demás seres vivos. Los animales gozan de toda su libertad para seguir siendo depredadores, mientras este derecho o privilegio queda terminantemente prohibido a los hombres.
La tauromaquia está vista a menudo como el rastro bárbaro y desdeñable de una época estancada en el pasado. Los nuevos tiempos exigen que se elimine esta supuesta tradición. Los prohibicionistas recuerdan a sus anchas que una tradición, como tal, no se justifica por sí mismo; toman como ejemplo la excisión de las niñas, la lapidación de las mujeres adúlteras u muchos castigos de la ley sharía. Bien es verdad: una tradición no se justifica cuando contraviene a los principios de la Declaración Universal de los derechos humanos. La UNESCO lo recuerda en los preliminares de la Convención de 2003 sobre el Patrimonio Cultural Inmaterial. Pero en este mismo texto corrige el sentido equivocado que afecta a menudo el término de tradición. No se puede tratar de una costumbre fija y sin posibilidad de evolución. Es todo lo contrario; es, en el sentido etimológico, lo que se transmite, lo que implica pasar el testigo a la siguiente generación, y por lo tanto una renovación continua sin que esto desvirtúe el espíritu de dicha tradición (en la corrida, para mí, manteniendo en el ritual la muerte del toro en la plaza). La Convención de 2003 hace de esta transmisión y renovación por las comunidades implicadas una condición imprescindible para que cualquier patrimonio inmaterial siga vigente.
¿Quién puede dudar de que la tauromaquia sea una tradición, e incluso una herencia cultural que se remonta a tiempos prehistóricos? Los antitaurinos de Pamplona, quienes en víspera de San Fermín se disfrazaron de dinosauros para denunciar su carácter anticuado, le brindaron, sin darse cuenta, un homenaje cabal, pues dejaron a entender que logró seguir viva después de tantos siglos. Presente, de alguna manera, desde los tiempos más lejanos en la mitología, las artes, las celebraciones religiosas y festivas de las civilizaciones del Mediterráneo y del Medio Oriente, ella recrea el enfrentamiento primordial del hombre (o de la mujer – en Cnosos) con el toro, y todo su contenido simbólico. Pero no ha dejado de evolucionar desde la Edad media en cuanto a su desarrollo, su técnica y su estética, y su evolución ha sido acelerada en el siglo XX. Se han desarrollado además muchas variantes en diferentes regiones taurinas. En América, comunidades autóctonas la han reinterpretado. El ejemplo más notable está en el Yucatán, donde en unos 300 pueblos quedan organizadas cada año por descendientes de mayas más de 2000 fiestas taurinas de diferentes tipos. Todas ellas, sin embargo, tienen un carácter religioso, pues celebran los Santos Patrones, avatares católicos de deidades prehispánicas. El sincretismo ahí es evidente. Por ello no deja de ser extraño el planteamiento del actual presidente de México, el Señor López Obrador, que pretende acabar con la corrida, rastro según él de la colonización española, y que actúa a su vez como un colonizador, al estigmatizar – tal vez bajo la influencia del vecino estadounidense – esta cultura vigente, recuperada y revitalizada por los autóctonos mayas.
Todo hay que decirlo, los enemigos de la tauromaquia y los aficionados no juegan por partes iguales. Por un lado, hay la certidumbre y la buena conciencia – que les coloca por de pronto en el nivel superior -, y por el otro hay una afición no fácil de explicar por su complejidad y sus vicisitudes. Los antitaurinos se otorgan, claro está, el derecho de hablar por el toro, pero se niegan a escuchar a los aficionados. Su dogmatismo puede basarse en la empatía franciscana con todas las criaturas vivientes, pero, en su grado más elevado, en la ideología animalista antihumanista, y, en su punto más común, en la convivencia urbanita con las mascotas, las cuales, por cierto, abarcan todo el concepto de animalidad. Miramos a los animales como si todos fueran perros y gatos.
Este dogmatismo se nutre en gran parte de la ignorancia y del rechazo de opiniones diferentes – rasgo común a todas las empresas totalitarias y colonialistas. También lleva una carga emocional importante. Ésta desemboca en eslóganes y estereotipos consabidos: se rompen lanzas contra el sadismo de los aficionados que disfrutan de la sangre derramada y del sufrimiento animal, se grita que la tortura no es cultura…sin molestarse en examinar las verdaderas circunstancias de la tortura, ni en preguntarse si esta amalgama no supone un insulto para quienes la han sufrido. Recordemos tan sólo que el torero, al que llaman algunos verdugo y asesino, corre el riesgo en cada momento de convertirse en víctima. En cuanto al sufrimiento animal, las investigaciones de los profesores Carlos Illera y Julio Fernández demuestran que el toro bravo tiene la peculiaridad en situación de estrés de desarrollar una cantidad importante de betaendorfina y dopamina que, en un instante, disminuyen de forma muy notable la sensación de dolor. ¿cómo, si no, entender que vuelva a acometer al caballo después de haber recibido la primera puya, reacción muy rara tanto en los animales domésticos como en los salvajes, en caso de ser heridos. A pesar de ello, para librar a los toros cuatreños de la muerte al final de esa lidia, algunas almas puras prefieren mandar de una vez al matadero el conjunto del encaste bravo, eliminando esta rama bovina excepcional, refinada además por un trabajo cultural evidente, y con ella los amplísimos espacios naturales reservados a esta ganadería extensiva. El animalismo comete así un grave atentado contra la ecología.
Ya es tiempo de hablar de los valores que conllevan la afición y las prácticas taurinas. Se trata en primer lugar del orgullo de una minoría cultural y de su derecho a ser respetada. Se dice, en efecto, que los aficionados a los toros son una minoría y que esto justifica todas las medidas de prohibición que pudieran ser decretadas por la ley o un referéndum. Pero el caso es que no nos encontramos aquí en el campo de la política sino en el de la cultura, y en este campo todas las minorías deben ser protegidas mientras no atentan a los derechos humanos, como lo han estipulado la Convención de 2005 de la UNESCO sobre la diversidad cultural, y además los tratados europeos que han puesto la protección de los patrimonios regionales y de las tradiciones religiosas por encima de la legítima preocupación por el bienestar animal. Para zanjar este debate quiero referirme a Albert Camus, quien escribe a María Casares en 1950, al salir de una corrida de Nimes, “que tal vez ha encontrado su religión “en esta ceremonia “que le colmó de angustia y de grandeza.” El mismo Camus afirmará más adelante: “La democracia, no es la dominación de la mayoría, sino la protección de la minoría.”
El arte del toreo se basa en una proximidad excepcional – en el sentido físico, intelectual y afectivo – con un animal indómito. Se trata en primer lugar, para el hombre, de enfrentamiento y dominio, jugándose el tipo, pero todo esto no puede cuajar, y tampoco el arte puede nacer, si no se emprende con la bestia un diálogo, todo lo enigmático que se quiera; ese acoplo, que implica, por parte del torero, virtudes técnicas al mismo tiempo que estéticas. El toro representa, en este enfrentamiento, al animal salvaje y primordial. Digo representa, pues éste, en su realidad, se sitúa en la frontera entre lo salvaje y lo doméstico. Es una exaltación perfecta de la naturaleza primitiva por obra y gracia de su bravura, una bravura fomentada por la selección de los ganaderos, o sea por la cultura.
Todo, en el toreo, es a la vez realidad y representación. Por eso, precisamente, se trata de un arte. “Señor, aquí se muere de verdad”, respondió, en el siglo XIX, un torero a un actor célebre que le increpaba desde el tendido por su falta de valor. Sí, aquí todo lo que sucede es real, pero, por otro lado, todo alude a otra cosa que la realidad inmediata. Los pases dibujados en el ruedo cobran su pleno sabor por la reminiscencia de los pases anteriores. El conjunto de los gestos de los toreros, incluso los que son exteriores al toreo en sí, pertenece a un ritual y una simbólica que van dirigidos al público. La corrida es también un teatro del silencio, pero no se limita a ser un espectáculo, pues en los tendidos los aficionados no son espectadores. Son parte integrante de la ceremonia, o de la tragedia, en la cual ocupan el papel del coro. Lo que sucede en el ruedo sólo tiene resonancia, eco, y hasta significado, por la emoción reflejada por ellos.
El arte taurino es obviamente una recomposición de la realidad. Él hace que la violencia inicial del enfrentamiento entre el hombre y este animal temible se convierta en harmonía y en despaciosidad apaciguada. Nos fascina tal complicidad, porque para el tiempo, como suele decirse.
La muerte del toro consagra el triunfo del arte y de la vida, un triunfo desde luego frágil y efímero como todo lo que se edifica en la arena. Se trata incluso de un ilusionante espejismo debido a la incantación del toreo, pues, naturalmente, el tiempo no se para, y nuestra muerte tendrá la última palabra en este mundo.
Puede ser que la pertenencia evidente de la tauromaquia al patrimonio cultural inmaterial, siendo ella la última gran ceremonia mediterránea, sea finalmente denegada por el pensamiento políticamente correcto, acatado por las autoridades institucionales. Nos encontraremos, entonces, otra vez, con el sindroma de Galileo. Como el sabio florentino podremos repetir contra la censura, una y otra vez, e pur si muove; o sea que se trata de un patrimonio y de una cultura con los que nos identificamos, digan lo que digan. El problema es que esto sólo quedará en nuestro recuerdo, si la realidad de la corrida desaparece porque no habremos sabido afirmarnos y defenderla. Ya no será un patrimonio vigente.
François Zumbiehl es catedrático de letras clásicas y doctor en antropología. Forma parte del consejo editor del Instituto Juan Belmonte.