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miércoles, abril 24, 2024

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La observación de los ritos

La corrida es lidia, obra de arte instantánea, y liturgia. Claro está, la mirada de los aficionados, como es lógico, se centra en primer lugar sobre el toreo que se desarrolla en el ruedo y sobre la técnica de la lidia que lo permite, facilitando el dominio por el hombre de un animal imprevisible e indómito, y luego, para la parte artística, su compenetración con este animal. Pero una corrida es un espectáculo total, en el que se pueden captar muchas más cosas que el núcleo de la tauromaquia. Ahí existe un amplísimo repertorio de gestos, actitudes y palabras o exclamaciones pronunciadas al momento, que estructuran el ritual de una tarde de toros y constituyen su expresión teatral. Algunos quedan insertados en la ejecución de las suertes, pero otros las enmarcan anunciándolas o rematándolas. Todos estos gestos y actitudes contribuyen a la representación del rito y subrayan su significado. Si les prestamos un poco más de atención – lo que ha sido el propósito específico de mi último libro[1] – nos enseñan que el espectáculo de la corrida es único, pues en él se conjugan y se apoyan mutuamente el teatro y la realidad. “Ahí se muere de verdad, y no de mentirijillas”, como dijo un torero del XIX a un actor que, desde lo alto de un tendido, le reprochaba su falta de valor. Pero al mismo tiempo se trata de un conjunto coreográfico que significa y nos dice mucho más que su evidencia física. Y con él tenemos una prueba más de que los toros son un hecho cultural. Al fin y al cabo, si bien el torero debe observar un silencio estricto frente todo lo que le dicen o gritan desde el tendido, no para de hablar con su cuerpo. Habla al toro, al público y, a veces, a sí mismo. Habla con los brindis, los cites, los adornos, los desplantes…

¿Qué revelaciones podemos sacar de este conjunto de gestos, ritos y protocolos muy diversos, desde la llegada a la plaza de los hombres vestidos de luces, hasta su salida por la puerta grande, en el mejor de los casos, o recogiendo un puñado de arena con la mano? En primer lugar, que se adecúa a la versatilidad extrema de los momentos y emociones vividos, durante una tarde, tanto por los aficionados como por los toreros. Éstos últimos, en la manera de llevar a cabo sus faenas, de brindarlas o de saludar, teniendo en cuenta las reacciones del respetable, deben hacer muestra de dos virtudes ligadas e imprescindibles: el sentido de la oportunidad y el sentido de la medida. Aquí nunca hay que pasarse, pues en este caso la sanción sería inmediata. Por eso el remate, en todas sus vertientes, es la clave del éxito o del fracaso.

Por otra parte, todas estas expresiones rituales reflejan con tremenda precisión los sentimientos encontrados, casi siempre bipolares, que despiertan inevitablemente las vicisitudes de cuanto acontece en el ruedo: la esperanza y la decepción, la alegría y el enfado, el triunfo de la vida sobre la muerte encarnada en el toro, pero también las marcas de respeto y admiración cuando un animal ha sido verdaderamente bravo hasta en el instante de su muerte, brindándonos de alguna manera una lección.

En último lugar la observación de este abanico de gestos y actitudes, marcadas por la tradición, hace todavía más evidente el hecho de que el público no es mero espectador sino parte integrante e imprescindible del ritual. Con toda la escala, también ritual, de sus reacciones – empezando por los diversos matices de su eco a la actuación del torero, y de sus oles – es como el coro de la tragedia griega o la orquesta sinfónica de una ópera; a ese público corresponde definir con el nivel de su emoción la dimensión de la obra que acaba de realizarse, y que sólo quedará en el recuerdo.

Los ritos se tienen que respetar, pues en ellos se basa la liturgia de la Fiesta con toda su carga de símbolos y significados, pero quedan sometidos a evolución como cualquier cosa humana. Hemos podido observarlo en la reciente Feria de San Isidro. Algunos de ellos se hacen más presentes: los selfis con el matador a su entrada al patio de cuadrillas para hacer una reliquia con su imagen, los brindis al compañero herido, dejando la montera en las tablas próximas a la enfermería, o levantándola al cielo como rezo y homenaje a un entrañable desaparecido. Otros reflejan cierto desconcierto: así fue con un toro, muerto de pie, que se resistía a echarse. Unos aplaudieron esta última lidia del animal contra la muerte, mientras otros protestaron contra un sufrimiento y una agonía inútilmente prolongados, y hasta crueles bajo su punto de vista. Desconcierto también con el saludo al tercio de Talavante, en su reaparición, cuando a quien reclamaba buena parte del público con sus aplausos era el modesto y heroico sobresaliente Álvaro de la Calle. Otros, por último, debido al olvido o a la ignorancia de nuevos aficionados, se tornan contra la tradición: una faena meritoria, dibujada y concluida bajo la lluvia, fue saludada, como expresión de júbilo, por unas cuantas almohadillas tiradas al ruedo, antaño culminación de una bronca.

Los tiempos cambian, y la sensibilidad de la gente también. Los ritos son como las luces o balizas, marcadas por cierta permanencia, que iluminan y orientan ese gran teatro del ruedo, marcado por la fugacidad. Si tienen que modificarse, que sea con todo el cuidado debido y a plena conciencia. Lo que importa es que se guarde siempre en la mente lo que significan y nos quieren decir.      


[1]  François Zumbiehl, Instantes de arena- gestos y palabras de una tarde de toros, Ed. Temple, Madrid 2022


François Zumbiehl es catedrático de letras clásicas y doctor en antropología. Forma parte del consejo editor del Instituto Juan Belmonte.

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