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Importancia de Francisco Montes Paquiro en la historia del toreo

Rafael Cabrera Bonet, el gran investigador de la historia del toreo, en el prólogo a la biografía de Paquiro que tuve el honor de escribir, dice: 

«…Montes no hubo de esperar a hallarse en la gloria, para haberla alcanzado en vida. Su nombre se impulsó en apenas unos pocos años de ejercicio profesional, entre las más altas figuras de su tiempo, antecediendo en popularidad a la mayor parte de la clase política (alabado sea el cielo) y a cuantos pro-hombres de la economía, las letras o las ciencias pudieran pensarse entre los de aquel periodo romántico»

Paquiro fue desde su presentación en Madrid en 1831, la gran figura del romanticismo español y posiblemente europeo. Se convirtió en «ídolo romántico por excelencia» no solo a los ojos de los españoles sino también de los viajeros extranjeros, desde los que vinieron a las bodas de Isabel II con su primo y de su hermana María Luisa con el duque de Montpensier, hasta los que desde entonces no dejaron de llegar a España, algunos solo por conocer a nuestro personaje, como el príncipe ruso que viajó a San Sebastián para verle torear y pedirle que se dejara retratar para llevarse su imagen a Rusia y al que Paquiro regaló el traje de torear que había usado en las fiestas reales por la proclamación de Isabel como Princesa de Asturias.

Posiblemente hasta la desgraciada muerte de Manolete, ningún torero suscitó en el ámbito internacional el interés que provocó Paquiro, en una época además en la que la precariedad de los medios de comunicación hacía que el mundo pareciera mucho más grande.

Limitándonos a la historia del toreo, a fines del S.XVIII, se habían retirado del toreo Costillares, Pedro Romero y Juan Conde, que triunfó con ellos en las corridas de la proclamación de Carlos IV; y en 1801 el toro Barbudo de Peñaranda de Bracamonte le rompió, literalmente, el corazón a Pepe Hillo, el discípulo del gran Cándido.

Con la cogida y muerte de Pepe Hillo comienza la primera decadencia del toreo que duró hasta la prohibición total que decretó Godoy en 1805.

La reimplantación del toreo en el Madrid Bonapartista de la mano interesada del Rey José, y el levantamiento «de facto», para cubrir deudas, de la prohibición general realizado por las Cortes de Cádiz en 1812, trajo un conato de brillantez a la fiesta, con la competencia, desigual por la edad, entre dos figuras como Jerónimo José Cándido y Curro Guillén. Competencia sí la hubo, pero se rompería bruscamente por la muerte del sevillano en la plaza de toros de Ronda en 1820.

Fue tal la pobreza taurina de aquellos años que empezaron con el trienio liberal, a la que se sumó la desgraciada muerte de Manuel Parra en la plaza de Madrid, que el Conde de la Estrella convenció al rey felón, Fernando VII, para crear la escuela de Tauromaquia de Sevilla, dirigida primero por Jerónimo José y simultáneamente después por este como ayudante del gran Pedro Romero.

Montes debió formarse toreando en las pequeñas plazas de la provincia de Cádiz, aunque su nombre no ha aparecido ni en contratos ni en carteles. Irrumpe de pronto como sobresaliente de espada, en una corrida el 1 de junio de 1830 en el Puerto de Santa María, donde torean José García,el Platero y Francisco Ezpeleta, ambos de Cádiz y M. Montero, el Habanero, anunciado como de Sevilla, pero nacido en realidad en Rota. También de sobresaliente, pues figuran dos en el cartel, le acompaña Francisco Benítez el Panadero, nacido en el Puerto de Santa María.

En esta época los sobresalientes no eran sino banderilleros distinguidos, capaces de matar un toro yque tenían la obligación de matar los dos últimos de la corrida.

No es posible imaginar que sin ninguna experiencia pasara del matadero de Chiclana, donde aprendió de niño, a sobresaliente de espada en una plaza de la importancia de la del Puerto de Santa María, donde se daban diez corridas anuales desde 1769, cifra solo superada por Cádiz donde se llegaron a dar ventiséis por año y por Madrid donde se llegaba también a la veintena. Ni Sevilla, Córdoba, Granada o Málaga ni ninguna otra capital española tenían entonces el prestigio y la tradición del Puerto de Santa María. Solo Madrid y Cádiz le superaban en número de corridas. 

Necesariamente Montes tuvo que foguearse en festejos menores de los pueblos cercanos a Chiclana, o lo que es más probable, en la cuadrilla dirigida por el Platero, torero con el que precisamente torea en el Puerto y que actuaba con gran frecuencia en la Plaza gaditana del Balón, cuyos carteles están publicados en el Diario Mercantil de Cádiz, que cita siempre «…una lucida cuadrilla de banderilleros dirigida por José García el Platero».

El 6 de septiembre de 1830 Montes va a torear a las corridas de San Miguel sevillanas, también como media espada, en este caso tras los toreros Antonio Montaño y Luis Rodríguez. Nada nos cuenta el Marqués de Tablantes en sus Anales de esta corrida, que conocemos por un cartel y un «aviso» de la colección Ortiz de Cañabate. 

El cartel anunciaba que un americano llamado Ramón Llanos actuaría de telonero a plaza completa y luego se dividiría la plaza para que actuaran los otros toreros. Después de publicado el cartel, el empresario debió notar que el público se sorprendía de que Paquiro anunciara que «saltaría un toro de la cabeza a la cola» y decidió cambiar el orden del espectáculo, dejando torear a Paquiro a plaza entera con su famoso salto, que no se realizaba en Madrid desde los tiempos de Cándido e incluso no figuraba en la Tauromaquia de Pepe Hillo, y dejó a los toreros más antiguos que torearan con la plaza dividida, detrás del novel Montes.

Sabemos que Montes fue contratado por la empresa de Madrid como banderillero, y que desde allí volvió a Sevilla a la Escuela recién fundada, enviado por el mismísimo Conde de la Estrella junto a Juan Pastor, el Barbero y José Monge, el Negrito. Pedro Romero, director de la Escuela, reconoce que Montes fue enviado «para acabar de perfeccionar». La Escuela empezó a funcionar el 3 de enero de 1831 y en los primeros días de marzo estaba contratado Montes para torear en Madrid y Aranjuez, es decir, para iniciar una carrera meteórica, 

llegando a «la gloria» al finalizar esta su primera temporada. Nimbo que no le abandonaría ya ni siquiera tras su muerte en 1851.

La tauromaquia completa

El año 1836, año de fuerte presencia de Francisco Montes en Madrid, vio la luz en esta ciudad, salida de la imprenta de José María Repullés, esta obra anunciada como de el célebre lidiador Francisco Montes.

Este tratado sobre el toreo mejora indudablemente a su antecesor, La Tauromaquia de Pepe Hillo, editada en Cádiz en 1796, y también a su segunda edición, la de Madrid de 1801, ilustrada con una bonita colección de grabados y con discretas mejoras sobre la edición príncipe.

La obra va adornada con un magnífico retrato del diestro realizado por Palmaroli, al igual que la de Pepe Hillo llevaba el suyo realizado por Bosque. Le sigue un pequeño prólogo del editor, en el que este se confiesa autor de algunas de sus partes, pero reconoce la autoría artística del propio Paquiro.

«…la presente obrita, que tanto por el mérito de la parte puramente artística que es del tan célebre Francisco Montes, como por las curiosidades que en la histórica y apologética he podido reunir…» 

A continuación, se inserta un pequeño diccionario de términos taurinos y un discurso histórico apologético. 

La parte histórica de este discurso está inspirada en la célebre Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España (1777) de Nicolas Fernández de Moratín, y arrastra todos los errores contenidos en la misma.

Sorprende la inclusión del discurso apologético, pues pasada la época de la Ilustración en la que los antitaurinos veían la fiesta como un peligro para la agricultura y el desarrollo de la ganadería, no parecía necesaria la defensa de la fiesta. De hecho, el movimiento antitaurino no volvió a aparecer hasta que a finales del siglo XIX se crearan, al estilo norteamericano, las sociedades protectoras de animales y plantas y con ellas el célebre concurso antitaurino gaditano de la viuda de Delfus.

Este discurso es obra personal del autor-editor y se basa en razonamientos puramente personales, para rebatir los conocidos argumentos de sus antiguos detractores. Este dato será muy interesante pues en la Filosofía del toreo de Abenamar, periodista que ha pasado, (y sigue pasando para algunos) como autor del libro de Paquiro, el periodista copia entrecomillada, la conocida apología de «La tertulia o el pro y el contra de las fiestas de toros», obra anónima entonces y conocida hoy como de D. Luis María de Salazar.

Al discurso histórico-apologético escrito por el editor le sigue el verdadero texto del Arte de torearque divide en tres partes, la primera sobre el arte de torear a pie, la segunda sobre el arte de torear a caballo, que no se refiere, como podría pensarse, al rejoneo, sino a la suerte de picar, que tan importante era en esta época, y la tercera parte, sobre la reforma del espectáculo.

Pascual Millán piensa que: 

«Montes, cuando firmó el libro, no había tenido tiempo material de ver ni practicar una vez siquiera cada uno de los diferentes extremos por él citados que solo un ejercicio constante puede dar a conocer».

Craso error de este importante autor, pues Montes en sus cinco

años de triunfo constante en Madrid, con más de cien corridas toreadas solo en la capital, sin contar su aprendizaje con los antiguos toreros gaditanos testigos de las hazañas de Pedro Romero, Pepe Hillo, Cándido y tantos otros que les intentaron hacer la competencia, había practicado toda suerte de galleos y había toreado por verónicas, navarras, faroles, haciéndose respetar y aplaudir por todos los públicos. 

Lo mismo podríamos decir de las suertes con la muleta, entonces poco usada pero que en manos de Montes realizaba milagros; y no digamos nada de los saltos, pues los tres que describe, el del trascuerno, el del testuz y el de la garrocha, los había vuelto a poner en valor con tanta fuerza que muchos aficionados los creyeron de su invención.

Por otra parte, Montes destacó siempre en la ayuda a sus compañeros, en los quites a los picadores, entonces tan frecuentes, y en la dirección de la lidia, lo que acredita sus conocimientos sobre la clase de toros y sus terrenos. 

No creemos pues acertado, ni justo, el comentario de Pascual Millán, lo que no significa que creamos que él escribió la tauromaquia, por el contrario, pensamos que su autor, amigo personal del toreo y paisano como pronto veremos, llevó al libro lo que el gran maestro hacía en el ruedo. 

No comentaremos uno a uno los diecisiete capítulos del arte de torear a pie, ni los diez que dedica a la suerte de picar, bajo el título de torear a caballo, título justo por lo demás, pues en su época el caballo sin peto no era una fortaleza desde la que se castigaba al toro, sino un conjunto muy vivo, de picador y caballo, que debía picar al toro y sortearlo al mismo tiempo, con lo que la mano izquierda se convertía, toreando con el caballo, en un instrumento más importante si cabe que la derecha o mano de la vara.

Solo diremos unas palabras de la tercera parte, la que dedica a la reforma del espectáculo, pues de su exposición deducimos los males de la fiesta en su época.

 Indica que se construyan las plazas en las afueras de las poblaciones, y así se realizó en las docenas de plazas que su popularidad y el deseo de verle hicieron que se construyeran a lo largo y ancho de la geografía española, algunas tan importantes como Cádiz, Jerez, Málaga, San Sebastián, Pamplona… la lista es interminable. 

Da instrucciones para ordenar el callejón, numerar los asientos, regular la venta ambulante en los tendidos, crear un asesor del presidente, reconocer los toros antes de las corridas, presenciar la prueba de caballos, medir las puyas… tantas cosas de las que hoy disfrutamos y que fueron puestas en práctica desde su libro, pues estas ideas influyeron de forma decisiva en los reglamentos que empezaron a redactarse en la segunda mitad del siglo XIX, muy especialmente en el de Melchor Ordóñez.

Esta faceta de reformador del espectáculo taurino sorprendió a muchos coetáneos de Paquiro. El gaditano Guillermo Lobé, diplomático que volvió a Cádiz justo cuando se editó la Tauromaquia, se asombra tanto de estas medidas que copia esta parte del libro de Paquiro en el suyo propio.

La autoría de la tauromaquia

Tradicionalmente se ha tenido a Santos López Pelegrín, periodista alcarreño que escribía en varios periódicos del Madrid de la primera mitad del siglo XIX como El MundoEl PorvenirNosotros… y que firmaba sus crónicas, siempre satíricas, con el seudónimo de Abenamar, como el autor de la Tauromaquia de Paquiro.

Esta paternidad le fue conferida a dicho autor por Palau, el famoso bibliófilo, que valoró solamente la utilización del texto de Paquiro en un libro de López Pelegrín, quizás lo más ambicioso de todo lo que escribió, que tituló Filosofía de los toros. Palau convirtió así a Abenamar de simple copista en autor consagrado.

López Pelegrín tiene un estilo peculiar en su forma de escribir. Incluso en sus crónicas taurinas está presente la ironía y la sátira política, utilizando a muchos de sus personajes como contrapunto de lo escrito. En 1840 vio a la luz un tomo con artículos suyos y de Antonio María de Segovia el Estudiante, en los que hay permanentes alusiones a progresistas y moderados, constitucionales y absolutistas, blancos y negros, isabelinos y carlistas, y siempre con su lenguaje festivo, fácilmente identificable, totalmente opuesto al lenguaje de la Tauromaquia.

En 1842 publicó Filosofía de los toros, utilizando para ello no solo el texto de Montes, sino otra obra, entonces anónima, llamada la Tertulia o el pro y el contra de las fiestas de toros.

Ambas obras las convierte en un puzle con cuyas piezas forma la suya y aunque no nombra al autor de la Tertulia, entonces desconocido, si cita a Montes como autor de la Tauromaquia y además reconoce varias veces en el texto que las obras copiadas no son suyas y lo que es aún más importante, entrecomilla los textos usados tal y como hacemos en la actualidad.

En los escasos pasajes con los que une ambas obras entrecomilladas, se nota su estilo jocoso irónico y siempre peculiar, citando entre bromas al rey Alfonso X El Sabio y al propio Cid Campeador.

¿Cómo se puede afirmar ante estos datos que fue el autor de la Tauromaquia? De las 288 páginas de la Filosofía de los toros, solo 31, más cuarenta líneas, son de su cosecha irónica y festiva, el resto, debidamente entrecomillado, es el resultado de desmochar dos obras ya publicadas antes. Solo las comillas, le salvan del delito de plagio, convirtiéndole en un copista o divulgador.

Esta opinión ya la formuló Diego Ruiz Morales en 1992, añadiendo que en un catálogo de venta o subasta de libros antiguos celebrada posiblemente en la década de los 80 figuraba la siguiente ficha respecto a un lote de documentos:

«Documento de venta del original del libro Tauromaquia completa o sea el arte de torear en plaza tanto a pie como a caballo su autor Francisco Montes. Dos cartas sobre el mismo asunto y tres grabados muy antiguos de la suerte de banderillas y matar, en colores».

Y especifica Ruiz Morales, que el librero que vendía el lote y lo había examinado para describirlo en la ficha, añadía el siguiente comentario:

«Curiosos documentos por los que se demuestra que el verdadero autor no fue el torero Montes, tampoco López Pelegrín como dice Palau, sino que fue Manuel Rances Hidalgo».

Ruiz Morales encontraría más tarde y también publicaría lo que yo mismo encontré en la Biblioteca de Temas Gaditanos, el libro Mi segundo viaje a Europa del diplomático gaditano Guillermo Lobé que, publicado en 1841, cuando Francisco Montes aún vivía y un año antes de que Abenamarpublicara su Filosofía del Toreo, afirma con admiración que la Tauromaquia» está escrita por Manuel Rances Hidalgo, grande aficionado a los toros y amigo de Paquiro.

Manuel Rances era un médico militar, nacido en Cádiz que poco tiempo después de la publicación de su libro fue destinado a Filipinas,

donde encontraría la muerte a la temprana edad de 35 años. Se da 

la circunstancia de que, en 1835, un año antes de la publicación de la Tauromaquia, publicó la comedia Don Crisanto o la politicomanía que vio la luz precisamente en la misma imprenta madrileña, la de Repullés.

Por otra parte, la Tauromaquia de Montes, huérfana por la muerte de su autor en Filipinas, ha sido copiada despiadadamente no solo por López Pelegrín, sino también por José Santa Coloma en 1870 en «La Tauromaquia. Compendio de la historia del toreo» y posteriormente en 1876 Arte de torear a pie y a caballo, de Montes, refundido y aumentado por Pilatos.

¡Si Rances y Montes levantaran la cabeza!

Guillermo Boto

Ginecólogo e investigador sobre la historia del toreo y del flamenco 

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