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domingo, mayo 19, 2024

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Luis Mazzantini «no era torero, pero sí excelente matador de toros»

Tiene el lector en sus manos la reedición de una de las más tempranas biografías de don Luis Mazzantini. Escrita para la Biblioteca Sol y Sombra, colección monográfica de la revista homónima, tuvo que ser el propio autor quien en un subterfugio incluido en el propio texto confesase que su pluma respondía a D. Hermógenes, ya que no aparece su nombre en portada. Este D. Hermógenes era en realidad el periodista Manuel Álamo Alonso, quien, como era tradicional en el siglo XIX, utilizó diversos pseudónimos, uno de ellos no poco curioso, Paco Pica Poco. Nacido en Sevilla en 1867, muere en Madrid en 1924, dos años antes que el biografiado Mazzantini. Ni siquiera Cossío menciona en la sucinta biografía de su magna obra que Álamo Alonso es D. Hermógenes, limitándose a referir su apodo aviar. D. Hermógenes fue seudónimo que debió utilizar a su llegada a Madrid, tras su etapa en Sevilla, en la que fundó los periódicos taurinos La MuletaEl Arte TaurinoEl Payaso El Toril. Ya en Madrid, realizaría semblanzas o siluetas taurinas, como esta de Mazzantini, para Sol y Sombra, breves biografías que se publicaban en tomos independientes de la revista amatriz. Viene a cuento detenerse en el autor de esta obra porque más allá de acercarnos a la vida de un Mazzantini recién retirado de los ruedos y que apenas ha iniciado su carrera política que le llevará a ser gobernador —aquí solo se llega a decir, por razones cronológicas obvias, que fue elegido concejal por el distrito de Chamberí, su primer acercamiento a la política—, Álamo Alonso se entretiene en la obra en dar su visión no solo de lo que es el toreo de Mazzantini, sino de lo que es o debía ser el toreo. Esta visión, curiosa, por radical y por reveladora en diversos aspectos, viene de quien Cossío dice que era «de carácter muy crítico y capaz de zaherir aquello que no aceptaba en el toreo con gran ingenio, apoyándose siempre en un tipo de gracia agresiva muy andaluza». Esta definición se queda corta para quien en una biografía escribe del biografiado que «Mazzantini jamás ha sido torero. En su manos, el capote y la muleta resultaban objeto de puro adorno, complemento de indumentaria y nada más»; aunque, por suerte, sí valora un aspecto muy importante aún en el cambio de siglo: «No era torero, pero sí excelente matador de toros». En cuanto a su visión de lo que debía ser torear, Álamo Alonso o D. Hermógenes nos deja una crítica que pone patas arriba toda la historia de la tauromaquia, porque donde la historiografía nos dice que Belmonte, con la ayuda de Joselito, para el toreo, que se detiene hasta donde era posible, a la espera de ulteriores evoluciones, él nos dice que «al toreo clásico, sobrio, adornado, quieto, de brazos y cintura, sucedió el toreo modernísimo de piernas, movido, agitado, bullicioso y efectista». Y esto lo dice para definir el cambio que se produce con la retirada de la generación de Mazzantini, con la de Lagartijo, Frascuelo y Guerrita, algo anteriores a la del torero vasco. Es decir, atribuye a la de Bombita y los próximos Joselito y Belmonte un toreo agitado y bullicioso frente a un toreo anterior sobrio y, sobre todo, quieto. Pero, dejemos, de momento, disquisiciones generales, para centrarnos en esta obrita y su protagonista, Luis Mazzantini y Eguía (Elgóibar, Guipúzcoa, 10 de octubre de 1856 – Madrid, 23 de abril de 1926).

Figura singular de la tauromaquia (¿alguien no lo ha sido?), debemos completar en este prólogo algunos aspectos de su persona que se quedan huérfanos en la biografía de Álamo Alonso. Mazzantini fue, básicamente, un elefante en una cacharrería. Fue un señor aficionado al bel canto, bachiller en artes, de ahí que fuese tratado como don por las gentes del toro, que renunció a vestir de corto y sombrero de ala ancha —como sí hacía Guerrita cuando caminaba fuera de la plaza— para colocarse un frac e irse a la ópera acompañado de su picador Badila. Que sus intereses vitales iban por derroteros distintos a los de sus compañeros de profesión pueden descifrarse sin demasiadas conjeturas en el óleo Las cuadrillas de Frascuelo, Lagartijo y Mazzantini, pintado por Daniel Vázquez Díaz en 1936-38, ya con todos los protagonistas fallecidos. Este aparatoso lienzo (244 x 235 cm), conservado en el Museo Reina Sofía madrileño nos muestra a los tres espadas rodeados de su cuadrilla. Vemos de pie a un Frascuelo agitanado, de tez oscura, adusto, con mirada de una España de ajuste de cuentas. A su izquierda, sentado, un Lagartijo de mirada orgullosa, recio, de rasgos esculturales. Ambos, detalle que supo captar Vázquez Díaz, llevan la montera puesta. Y a la derecha de Frascuelo, sentado, envuelto en su capote como si fuese una falda en su parte trasera, Mazzantini, el representante de una nueva estética, sin montera, brutal contraste con el resto de toreros y picadores que aparecen. La ausencia de montera permite ver los finos rasgos y pálida piel de cualquier cosa menos un torero; un político en ciernes, como fue, o un escritor que dicta el discurso de entronización de Amadeo de Saboya como rey de España, o tal vez un cantante de ópera en su momento álgido. Ese fue Mazzantini tanto en el óleo de Vázquez Díaz como en su vida, un señor vestido de modo elegante, a la última moda, con sombrero de copa, guantes blancos y bastón. Un señor que un día dijo en una reunión de gentes del toro que por ser torero no había que estar alejado de la cultura. Naturalmente que aquello le sentó como un tiro al resto, porque sus palabras venían a decir que los toros no eran cultura. Para no ofender a nadie, podríamos resumir que Mazzantini fue un «señorito loco», como fue llamado, un señorito cultivado que tenía un espíritu elevado.

Hijo del italiano Giuseppe Mazzantini Vangucci, quien residía en España por su cargo en las obras de los ferrocarriles vascos, y de la vizcaína Bonifacia de Eguía, Luis Mazzantini nunca conoció las penalidades que llevaron a tantos hombres del siglo XIX y XX a buscar una salida laboral en los toros. No obstante, y a pesar de ostentar el cargo de jefe de estación de ferrocarril de Malpartida y posteriormente de Santa Olalla (Badajoz), su llegada a los toros tuvo como finalidad aumentar sus ganancias para sacar adelante a su mujer y a sus hermanos. Claro que, en su caso, lo de más cornás da el hambre se filtró por su alma de señorito y pasó a ser, en frase que se le atribuye una boutade admirable: 

«En este país de prosaicos garbanzos no se puede ser más que dos cosas: o tenor del Teatro Real o matador de toros».

Ciertamente, Mazzantini se relacionó con el mundo bajo parámetros distintos de los Lagartijos, Frascuelos y Guerra. De hecho, antes de decidirse por la tauromaquia como destino para su gloria, lo había intentado con el teatro y la ópera. Decidido a buscar la gloria y el éxito que lo alejase de un futuro de ferroviario, estuvo encuadrado en una compañía teatral ambulante, donde, aún sin destacar, pareció desenvolverse mejor que como cantante de ópera. Se dijo que consultó sus dotes como tenor con el mismísimo Antonio Vico y Pintos, que, eso es lo raro del asunto, no era cantante de ópera. Bien es verdad que Vico era el actor más reputado de su época y, además, empresario del Teatro Real, lugar donde se escenificaban las óperas en Madrid. No debió de ser muy entusiasta la opinión de Vico sobre la voz de Mazzantini, y este, antes que ser banderillero operístico prefirió los adornos de oro como matador. Vico, por cierto, representó algunas obras del dramaturgo José Echegaray, posteriormente premio Nobel de Literatura, quien, curiosamente, era jefe supremo de ferrocarriles, y cansado de las continuas ausencias de su empleado en busca de capeas acabó por tenderle un puente de plata hacia el procelosos mundo de los cornúpetas. La relación entre Vico y Echegaray fue tan estrecha que es el Nobel quien le escribe el prólogo a las Mis memorias (cuarenta años de cómico) de Vico, editadas en 1902.

Un mundo en el que entraría ya con fama de distinto, pues no de otro modo puede referirse que nunca buscase su ascenso ejerciendo de banderillero de otro torero, como era costumbre en el XIX, sino en becerradas e incluso mojigangas, bien anunciado su nombre en los carteles. Bien puede ser aquí eufemismo o contribución a ese aire de señorito que él mismo publicitaba, como demuestra que en 1880 apareciese su nombre en el anuncio de una mojiganga en Madrid con el añadido de «joven de buena familia». Tan buena era su familia y sus estudios antes de dedicarse al toreo que fue uno de los hombres que acompañaron a Amadeo de Saboya a tomar posesión de la corona de España en 1871. Mazzantini era un simple secretario de un hombre de la corte que Amadeo I se trajo desde Italia para ejercer de monarca en nuestro país. Lo destacable es que el joven Mazzantini contaba con solo 14 años cuando estuvo al servicio de David Machino, Inspector General de las Caballerizas Reales de Amadeo de Saboya, y aunque algunas fuentes lo sitúan como mozo de escuadra de primera clase para el cuidado de caballos de tiro, él ya tenía en su bagaje cultural saber hablar español, italiano y francés. Dos años después, Amadeo se había hartado de los españoles y abdicó, dejándonos como regalo de despedida a Luis Mazzantini, quien posteriormente haría gala de su amistad con el Borbón Alfonso XII. Esta amistad quedaría sellada en un brindis que recoge Natalio Rivas, donde ya en el siglo XX, el torero brinda un toro a Alfonso XIII, el hijo de Alfonso XII, y lo hace extensivo a la reina, su madre, ausente ese día. Llamado al palco, Mazzantini le aclararía a Alfonso XIII que no le había brindado el toro a su madre por ser su madre, sino por ser la viuda de un hombre que le regaló su amistad y que él tanto apreció.

Naturalmente que ese señor que vestía de frac o levita no se limitaría una vez retirado de los toros a ver pasar a sus admiradores, como hizo su contemporáneo Rafael Guerra, entronizado en su club Guerrita con vistas a la cordobesa calle Gondomar. Mazzantini, como refiere brevemente su biógrafo Álamo Alonso, se decantaría por la política. No vale en este caso remitirse a la famosa anécdota de Juan Belmonte, quien preguntado sobre la extraña carrera de un banderillero suyo que acabó de gobernador civil, respondió que la causa se debía a que había ido degenerando. En el caso de Mazzantini, quien también acabaría como gobernador, aunque esto ocurre con posterioridad a la biografía de Álamo Alonso, parecía natural su futuro como representante público. Aquí se nos dice que en 1906 fue elegido concejal por el distrito de Chamberí. La historia es tan sabrosa que merece ampliarse. Aquellas elecciones se celebraron en realidad el 25 de noviembre de 1905, el año en que el torero se había cortado la coleta, destrozado por la muerte de su esposa. Mazzantini, presentándose por el partido liberal, ganó en su distrito con 1.202 votos. El segundo más votado, y también con derecho a representación, fue un hombre no menos histórico, Pablo Iglesias, el dirigente del PSOE, partido que llegaba así por primera vez a las instituciones. El cuarto de los elegidos por Chamberí fue otro miembro del PSOE, Francisco Largo Caballero, quien fuese después presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República, entre septiembre de 1936 y mayo de 1937, en plena guerra civil. La carrera política del torero no llegó a más hasta tres lustros después, cuando sería nombrado, durante el reinado de Alfonso XIII, quién sabe si recordando el brindis ya referenciado, gobernador civil de Guadalajara (1919) y posteriormente de Ávila (1919–20). Aquello ocurrió durante una etapa muy convulsa de la política española. Aunque fue nombrado por Antonio Maura y amparado por el conde de Romanones, en muy poco tiempo se sucedieron tres presidentes del consejo de ministros, todos conservadores —recordemos que Mazzantini fue concejal por los liberales—, lo que nos da una idea del don de gentes del torero.

Ese mundo distinto con el que se relacionaba Mazzantini se extendía incluso allí donde el rumor tal vez estaba simplemente creando unos acontecimientos que se non è vero, é ben trovato. Y así, mientras al resto de los toreros tenían romances y bodas con cupletistas y pronto con flamencas —denominación que comienza en la época de Mazzantini a ser de uso común gracias a la aparición de los cafés cantantes—, Mazzantini, más allá de su matrimonio, habría tenido un romance nada menos que con Sarah Bernhardt. La diva, que no se cansa de citar Marcel Proust en diferentes volúmenes de su obra magdaleniense en la busca del tiempo perdido, habría tenido un lío amoroso con Mazzantini en Cuba. Álamo Alonso, prudente, nada dice de ello, pero lo cierto es que la Bernhardt y Mazzantini coinciden en Cuba en enero de 1887 y que la prensa española de la época, recogiendo información de Le Figaro, informaba sobre una corrida a puerta cerrada organizada por el diestro en La Habana para la compañía de la actriz. Efectivamente, Bernhardt se encontraba en La Habana en enero de 1887 contratada para varias representaciones, y Mazzantini, acompañado de Cuatro-dedos como segundo espada, participó en dieciséis funciones taurinas en aquel invierno cubano de 1886/7. A buen seguro que un aficionado a la interpretación y el canto como Mazzantini no se perdió a la actriz francesa interpretando La dama de las camelias, Fedra, La extranjera y otras obras que interpretó en La Habana. El supuesto affaire causó cierto escándalo por un desdén de la actriz hacia las damas de alta alcurnia habanera, un asunto muy proustiano, se puede decir. Las damas del Círculo Habanero habían preparado un ágape a la Bernhardt, pero esta las dejó plantadas y se fue del brazo de don Luis Mazzantini hasta la plaza de toros, donde el diestro tenía que vérselas con unos cornúpetas. Aquel hecho hizo que se desatase alguna que otra lengua viperina, y Bernhardt contestó a las críticas a su comportamiento refiriéndose a los cubanos como «indios con levita», declaración que años después negaría en una entrevista con el dramaturgo Gustavo Robreño.

Sin embargo, aunque D. Hermógenes solo habla en esta biografía de la esposa del diestro, aparecen más mujeres en su vida, y en una de ellas nos encontramos con que ese señor tan especial también tenía su debilidad por el folclore patrio. Aún existe en el Puerto de Santa María una finca llamada Recreo de Mazzantini. Su historia nos dice que el torero, cautivado por El Puerto, compró unos terrenos y mandó construir una finca que llamó Villa Concepción, en honor a su mujer. Mazzantini se aficionó también al flamenco y su hermano Tomás tuvo un café cantante en El Puerto. Se ha especulado con que la cantaora flamenca Teresita Mazzantini, no poco conocida a principios del siglo XX, fuese hija natural del torero por sus amores con la bailaora flamenca Teresa Uceda. También entra dentro de lo posible que fuese su sobrina, aunque algún investigador rechaza categóricamente la relación de parentesco entre la cantaora y los Mazzantini y asegura que aquel nombre fue un apodo artístico para aprovechar la fama del torero. Si así fuese, entramos de lleno en la literatura, pues no poca generó el diestro ya en su época.

Dicha literatura quedó sobradamente plasmada en obras mayores que las de un apodo o las de los corbatas Mazzantini, pañuelos Mazzantini y bastones Mazzantini, incluso el verde Mazzantini, por el color de su traje de luces, que a todos estos artículos puso sin pretenderlo su rimbombante apellido, o pusieron los avispados comerciantes. Mucho antes de esta biografía de D. Hermógenes o Álamo Alonso —recordemos, 1907—, el escritor Eduardo López Bago escribiría una novela titulada Luis Martínez, el Espada (1887) que estaba inspirada en la vida y andanzas de Luis Mazzantini. Pero más sorprendente aún es que ya en 1884 el gran aficionado a la ópera que era el torero fuese el protagonista de la zarzuela Mazzantini, un «bosquejo cómico—lírico en un acto y cuatro cuadros, en verso», con libreto de Tomás Infante Palacios y música de Isidoro Hernández y que se estrenó en el Teatro de Recoletos. Tampoco sería descabellado pensar que el personaje protagonista de la obra teatral El señor vestido de violeta (estrenada en 1954), de Miguel Mihura, estuviese inspirado en Mazzantini: un torero que viste de modo elegante y se desvive por los cócteles, la vida burguesa y la cultura con mayúsculas, que prohibe a sus subalternos hablar en andaluz… aunque finalmente se descubra que él mismo lo es y solo disimula. Mazzantini alquiló un piso en Madrid, el nº 12 de la calle Carranza, con despacho, estanterías repletas de libros, esculturas y cuadros al óleo, donde reunía a artistas y literatos, y que contaba con un gabinete con piano de Pleyel, que a decir de López Bago en la obra ya citada, estaba «preciosamente amueblado con sillería a la emperatriz, de cretona rameada, armario de luna viselada y entredoses de marquetería». No está de más compararlo con la descripción que Miguel Mihura hace al inicio de su obra de teatro sobre el despacho de Roberto Zarzalejo, el torero señorito de El señor vestido de violeta: 

«Despacho–biblioteca en casa de Roberto Zarzalejo. Estanterías repletas de libros. Muebles del más severo estilo inglés. Tapicerías exquisitas. Alfombras riquísimas. Una gran mesa de trabajo, llena de papeles, de libros y teléfonos. Un gran sillón para trabajar, tapizado de carísima seda azul cobalto, con adornos de nácar «coulogne». Sobre el sillón, colgado en la pared, un gran retrato de don José Ortega y Gasset. En los huecos que dejan las estanterías, grabados belgas del primer tercio del siglo XVI. Porcelanas, miniaturas, pieles búcaros, etc. (…) En un piano distante se escucha una sonata de Beethoven».

Luis Mazzantini fue tal vez el primer torero que se resistió a ser considerado un torero, entendido el término como partícipe de un canon y de un determinado modo de vivir. Cossío, en un alarde de casticismo, explica esa diferencia con los demás como un producto de «su porte europeo y falta de marchoseríafuera de la plaza». Bleu lo definiría como «aquel empleado ferroviario con patillas de señorito a la moda», un evidente reproche a la contaminación de lo taurino —sea eso lo que sea— que Mazzantini representaba. No obstante, Bleu, al contrario que nuestro muy crítico D. Hermógenes, escribiría que fue un matador «rotundamente fenomenal, por más que a nadie se le ocurriese entonces a nadie de motejarle de fenómeno». Aquella consideración de Mazzantini como alguien ajeno a la tauromaquia y que representaba un nexo de unión, o al menos un contacto epidérmico con otros mundos, pero aceptado por la fuerza de sus volapiés, fue posible debido a unos factores sociales de los que participaba el mundo de la tauromaquia pero que iban más allá de ella. En lo político, en pocos años se había pasado de una monarquía isabelina a una revolución o sexenio democrático (1868–1874) que incluyó un gobierno provisional (1868–1871), un reinado efímero de una monarquía liberal (Amadeo I, 1871–1873), una Primera República Española (1873–74), que ha de subdividirse en una etapa federal (sin olvidar el fenómeno del cantonalismo) y otra unitaria con dictadura del general Serrano, y unos fuegos artificiales finales con el pronunciamiento del general Martínez Campos y el retorno de los Borbones con la figura de Alfonso XII en 1874. La vida taurina de Mazzantini se desarrolla, por tanto, dentro de la llamada Restauración. Pero aquellos convulsos años previos cambiaron muchas cosas y muchos comportamientos sociales. Un país que derribaba, aunque brevemente, una monarquía con medio milenio de vida era también capaz de poner en entredicho otras de sus sacrosantas instituciones como era el toreo. No hubo un movimiento antitaurino especialmente destacable, algo casi anecdótico hasta que Eugenio Noel supiese publicitarlo y publicitarse a sí mismo ya en el siglo XX, pero hubo una serie de espectáculos y movimientos que comenzaban a ser competencia directa del favor de los públicos. No hablamos aún de fútbol, aunque el Recreativo de Huelva se fundase en 1889. Pero hablamos de zarzuela, de cine, de espectáculos culturales. Hablamos de la llegada de la modernidad, simbolizada en el ferrocarril y el cinematógrafo. El cine no eran sino instantáneas detenidas, fotografías, proyectadas a endiablada velocidad. Podríamos hablar de una necesaria coincidencia que los hermanos Lumière enviasen a sus operarios a todo el mundo y en España se encontrasen con Mazzantini, cargasen con su cámaras al hombro y se fuesen a España para rodar lo que era España, y ese ser no era otra cosa para un francés que los toros. De este modo, por encargo de los hermanos que habían descubierto un mundo nuevo y acelerado, Alexandre Promio se desplaza a Madrid y el 14 de junio de 1896 rueda en los alrededores y la plaza de toros de la carretera de Aragón. El primer film taurino de la historia, 14 metros de celuloide, nos permite ver la llegada de Mazzantini y su cuadrilla en calesa a los aledaños de la plaza, ante la mirada atónita de público y guardias hacia el extraño aparato camarógrafo que nadie sabía aún para qué se había inventado. Mazzantini va acompañado de cuatro banderilleros, uno de ellos su hermano Tomás, a lo que hay que sumar el picador que llega cabalgando sobre su caballo. Para los interesados, ese día compartió cartel con Bombita, Juan Gómez de Lesaca y Nicanor Villa,Villita; los toros, de Ibarra. Y ahí tenemos que la unión entre algo tan ancestral como los toros y el último invento de la humanidad lo hacen por primera vez de la mano de Mazzantini. No quedó ahí la pasión del celuloide por el torero de Elgóibar: el 8 de mayo de julio de 1898, los Lumière ruedan en el anfiteatro de Nimes de nuevo a Mazzantini, acompañado de Reverte, haciendo el paseíllo con sus cuadrillas e imágenes de las diversas suertes.

Y qué decir de la definitiva eclosión del ferrocarril, ese asombroso caballo de hierro que se anticipaba a la llegada del automóvil, el rey definitivo de la vida moderna.

Si la Revolución Industrial nos trajo una nueva época, el ferrocarril y el cine nos trajeron otra, la de la adoración a la velocidad. Y el ferrocarril, su velocidad, permitía a las tropas prusianas desplazarse con rapidez para derrotar a franceses y austríacos y proclamar el nacimiento de la moderna Alemania en 1871 o a Guerrita sumar tres festejos en un día en tres ciudades distintas. El ferrocarril, qué ironía, que tan importante había sido en la vida del apellido Mazzantini. El ferrocarril veloz para el que trabajó Luis Mazzantini hasta que —¡oh ironía mayor!— se decantó por el toreo, el mayor enemigo de la velocidad, y que, en aquellos años de Lagartijo, Mazzantini y Guerrita, iba atemperando la celeridad de los toros para crear el temple y la lentitud que se convertiría en santo y seña del toreo del siglo XX. La tauromaquia, ante el envite de la modernidad, hubo de adaptarse, y Mazzantini fue, en esa adaptación, un pionero, o tal vez un adelantado. 

Si a alguien debe achacarse la rareza que se le atribuye a Mazzantini dentro de los toros es al propio gremio de los taurómacos. El sambenito que cargaba Mazzantini era el de ser un hombre culto. Con ello, se adscribía la tauromaquia, como siempre lo había estado, a lo popular, que, por contraste pasaba a ser lo in–culto. La llegada de Mazzantini a los toros no pudo ser más oportuna. En unos momentos en los que Giner de los Ríos y Joaquín Costa proclamaban el llamado regeneracionismo como salvación y europeización de España, la figura de Mazzantini mostraba que los protagonistas de la tauromaquia no eran necesariamente aquellos que, a decir de Costa, no les faltaban «los pulmones para apostrofar a los caballos ensangrentados con más calor, con más entusiasmo, con más crueldad, no digo que los romanos, sino que los antropófagos mismos alrededor de sus prisioneros atravesados en el asador». Frente a aquel espíritu que denunciaba que los males del país, o más bien de sus gentes, estaban encarnados en el espectador de toros, la tauromaquia necesitaba una respuesta o al menos una excusa. No debe olvidarse que tras el cambio del siglo XVIII del toreo caballeresco, protagonizado por aristócratas, al toreo a pie, con el torero del pueblo como adalid, los toros habían quedado definitivamente en lo popular. Aunque la asistencia a las corridas era masiva, lo culto tenía su público en la ópera a la que España era muy aficionada (más wagneriana en Barcelona y más italiana en Madrid) y el teatro. La zarzuela era también considerada un asunto popular y por tanto competencia directa de la corrida de toros. La tauromaquia, ninguneada en ocasiones como algo soez por ser popular, debía encontrar acomodo que la salvase de su mala fama, aunque ella misma no quisiese ser salvada. Casualmente, o no, en la época de Lagartijo, con el que Mazzantini aún alternaría, se empieza a hablar de sus protagonistas como «artistas». Y así, se comenzó a decir que por ver hacer el paseíllo a Lagartijo ya merecía la pena pagar la entrada, algo que un siglo después se diría de Curro Romero. Los revisteros taurinos comenzaron a halagar la gracia del torero, su figura decorosa, sus adornos y su estética, en lugar de centrase en su valentía, desdén por el peligro y rotundo estoconazo. Si bien Mazzantini nunca fue un torero de lo que hoy llamaríamos artista, el aura que le precedía contribuía no poco a sacar los toros de la endogamia de lo popular e in–culto. 

La llegada de Mazzantini a los toros resultaba importante porque proyectaba una imagen culta de la tauromaquia. Él mismo sentenció su presencia y su importancia fuera de los ruedos como embajador del toreo y cómo debía ser el futuro comportamiento de los toreros y afirmó que «el torero es un ciudadano digno, que no están reñidas la cultura y la buena educación con el arte del toreo». Aquella frase la pronunció en un discurso en otoño de 1887, justo antes de partir para La Habana, que un cronista de El Imparcial, bajo el seudónimo de Sentimientos, reprodujo parcialmente. Mayor interés aún produce que la revista La Lidia, no solo recogiese lo reflejado en El Imparcial sino que bajo el título de «Un revolucionario», tratase de desacreditar lo dicho por Mazzantini, aduciendo que lo que el diestro defendía era pura vacuidad. El texto, que aparecía, por cierto, en portada, nos señala con nitidez las luchas internas y externas de la tauromaquia por posicionarse en el ya cercano nuevo siglo. El lector podrá hacerse una cabal idea de la polémica con el largo texto aparecido en La Lidia, y donde deben en primer lugar destacarse ciertas frases que el torero pronunció en el banquete en la finca Los Leones y que ejemplifican su ideario. Los comentarios a las frases vertidas vendrían firmados en La Lidia por el reputado crítico Don Jerónimo, que no era otro que el musicólogo y escritor Antonio Peña y Goñi, a la sazón director de La Lidia, y a quien le harían poca gracia las afirmaciones en las que Mazzantini afirmaba haber iniciado «una revolución en las costumbres de los toreros, demostrando a los que ridiculizan y censuran la fiesta nacional y la manera de ser de los que a tal ejercicio de dedican, que el torero es un ciudadano digno, que no están reñidas la cultura y la buena educación con el arte del toreo, que así puede vestir el traje corto, como el frac o la levita». 

Don Jerónimo le respondía al pie en una larga diatriba castiza en la que, entre otras cosas, destacaba que:

«Un torero rodeado de todas las clases sociales; un torero comiendo trufas y bebiendo Champagne con el hombre de ciencia, con el literato, con el artista y con el jornalero, no podía mostrarse a la altura de la concurrencia, sino diciendo algo extraordinario, algo trascendental, que dejara con la boca abierta a todos los comensales.

Y así sucedió que D. Luis se remontó a las esferas en que solo se libran de la asfixia las águilas y los cóndores… (…)

Observen ustedes que el hombre no se para en barras. Los que ridiculizan y censuran la fiesta nacional han estimado, por lo visto, que el torero es un ciudadano indigno, un ser inculto y mal educado, porque viste chaqueta y lleva sombrero calañé o pavero de anchas alas.

Pero viene D. Luis, se pone la gabina, endosa un frac, preside funciones teatrales, habla italiano y francés, pronuncia discursos, se dedica, en una palabra, a fantasías de tocado, de idiomas y de oratoria, y ya tenemos al torero convertido en un ciudadano digno, en un petit Castelar, ente el cual la sociedad se inclina respetuosa, batiendo palmas, y elevándose a un nivel que no alcanzarán nunca Lagartijo ni Frascuelo. (…)

Sí, amigo Mazzantini, está usted en un error, en un crasísimo error, al hacerse ciertas ilusiones. Ha creído V. de buena fe que el hábito hace al monje; ha creído V. que la sociedad eleva el nivel del individuo, midiendo su valor por el del traje que viste, y es necesario que deseche V. esa creencia. (…)

Eso no es una revolución sino una extravagancia que no cundirá. El toreo es una diversión popular en la cual se admiran el valor, la temeridad, la agilidad y la ligereza del hombre.

Y el traje de los toreros, el pantalón ajustado, la airosa chaquetilla, el sombrero y la faja, son prendas de vestir que responden perfectamente a la profesión; son prendas que dan una idea anticipada del espectáculo, y revelan en los que las llevan las cualidades que los hacen dignos de admiración ante el público. (…)

Que pueda V. llegar a ser un gran señor, líbrenos Dios de ponerlo en duda; pero de ahí a convertir el asunto en regla general, hay una enorme diferencia. (…)»

Este asunto, tan revelador de esa lucha entre lo clásico y lo revolucionario, entre lo aceptado como canon y la transgresión de las normas no quedó ahí. Con fecha 10 de abril de 1887, es decir, cinco meses después, el asunto aún coleaba y en La Lidia se reprodujo de nuevo todo el texto de noviembre de Don Jerónimo porque había aparecido un panfleto exigiendo rectificar sus palabras contrarias a Mazzantini a Peña y Goñi. Hasta tal punto debió de crecer la polémica que en aquel mismo número, además de defender que no se había faltado el respeto a Mazzantini, se advertía en grandes caracteres lo siguiente:

«Última hora

No sabemos con qué objeto se propaló ayer por Madrid la noticia de que había un lance personal pendiente entre nuestro director D. Antonio Peña y Goñi y el Sr. D. Luis Mazzantini y Eguía. Desmentimos en absoluto este rumor del cual consideraciones de delicadeza nos impiden ocuparnos con más detalles.»

El duelo, a espada o pistola, nunca se llevó a cabo, aunque algún autor aporta incluso el nombre de los padrinos designados por Mazzantini. Lo cierto es que la personalidad y singularidad de Mazzantini le hizo no solo vestir como le placía, sino reivindicar lo que él creía justo y merecedor de cambio. Así, se vio envuelto en otra polémica que provocó no menos ríos de tinta que la anteriormente citada. Y aunque él fuese quien definitivamente reclamase el cese del sistema anquilosado del lugar en el que se habían de lidiar los toros, no fue ni suya la idea ni el primero que impuso el sorteo de las reses. Ya Cúchares había reivindicado que no fuese el ganadero el que designase el orden de los toros, ganadero que en busca del éxito propio siempre colocaba a los mejores toros en el lugar en que fuesen lidiados por el espada de mayores garantías. Posteriormente, en 1890, Federico Mínguez, periodista (El tío Capa) reclamó en la prensa el sorteo de las reses. La idea de este inquieto personaje, que apoderaría posteriormente a Mazzantini, fue recogida, con opiniones a favor o en contra, por otros periodistas. Y aunque ya Frascuelo había impuesto en alguna ocasión que se sorteasen los toros, fue Mazzantini quien lo exigió siempre, creyéndose perjudicado en sus duelos con el Guerra, el mandamás del toreo tras la etapa Lagartijo/Frascuelo. La exigencia provocó que Guerrita vetase al torero de Elgóibar (por ejemplo en 1899 en Madrid, a decir de Federico Mínguez en declaraciones al Heraldo de Madrid), si bien, para la historia ha quedado que Mazzantini impuso definitivamente el sorteo.

El torero que menos aires de torero se había dado en toda la historia de la tauromaquia, era un hombre inquieto con cierta vocación universal y social. Solo así se entiende su entrada en política, pero también sus aventuras como empresario de la plaza de toros madrileña, con resultados catastróficos en lo económico y mayores aún en su prestigio, porque aún estaba en activo en los ruedos, lo que se vio como una incongruencia y le deparó no pocas críticas. Tampoco se entendería sin ese espíritu tan poco sosegado la creación en 1912 de una revista de ferrocarriles, llamada Adelante, un modo de volver a sus orígenes y de ser pionero de un mundo que aún se encontraba en desarrollo. Que aquella revista incluyese artículos como «Los trenes en la China» daba una idea de la amplitud de miras de su propietario y director.

Resulta curioso que el período histórico en el que Mazzantini desarrolla plenamente su arte sea llamado el de la Restauración. Paradójico que una restauración conllevase un cambio y no un retroceso. Pero de la monarquía de Isabel II a la de su hijo Alfonso XII media un abismo. Si bien habían pasado solo seis años desde que Isabel II dejó de ser reina (1868) hasta que Alfonso XIII inicia su reinado (1874), debe tenerse en cuenta que Isabel II inició su reinado (bajo la tutela de la regencia de su madre) en un lejano 1833. Había pasado medio siglo y el país, aprovechando todas las graves y necesarias convulsiones políticas, se había transformado en otro. La España de la Restauración es desde la Constitución de Cánovas de 1876 un país con amplias libertades políticas, con derecho a la libertad de expresión y de reunión. Aquellas libertades, a pesar de sus limitaciones, harán creer a la sociedad española que vive una época de prosperidad y casi algarabía. Los toros, el festejo popular por excelencia y lugar en el que el noble y el banquero se dejan ver para mostrar sus alhajas y su poder, tienen una seria competencia. La ópera entre los estamentos más nobles, la zarzuela entre los más populares. Ese pueblo zarzuelero no es tampoco ajeno al teatro, donde triunfa Echegaray, quien fue jefe de Mazzantini en su etapa de ferroviario. Como se ha mencionado, el incipiente cine está a punto de robar horas a los amantes de nuevas sensaciones que no se conforman con los nuevos toreros. Frente a estas novedades, se asienta definitivamente un cante ancestral, el cante jondo, que aunque restringido a una parte de España, escapa del guetto para proyectarse a través de los cafés–cantantes a los más nobles estamentos. Casualmente, el principal causante del auge de los cafés–cantantes tiene apellido italiano: Franconetti. Silverio de nombre, es hijo de una sevillana y un italiano. No se quedan ahí los paralelismos porque, al igual que Mazzantini marchó pronto a torear a Uruguay, Franconetti viajó en 1856 al Uruguay donde ejerció de picador de toros, antes de abrir el café de Silverio en la calle del Rosario en Sevilla. La sangre italiana, por partida doble, reivindicaba los ancestros del pueblo hispano y los modernizaba. O, tal vez, si hacemos caso a Néstor Luján, «el cante flamenco y el baile van crispando una pincelada de flamenquería que liga con la Fiesta de los toros. Pero esta flamenquería es auténtica y así se mantiene durante la primera década del siglo XX, como algo exquisito y profundo —popular— del folclore andaluz. En lo que va de siglo, esta vena pura y estremecida se perderá y se convertirá en un espectáculo de teatro, como los toros se convierten asimismo en algo comercial».

Mazzantini, personaje incómodo para la mayoría del mundo taurómaco de la época, desde compañeros de profesión a críticos taurinos, solo era, en definitiva, un síntoma de una nueva era. El mundo se aceleraba y nuevas costumbres y tradiciones amenazaban la pervivencia de ciertos usos sociales. El desastre de 1898 suponía más que una pérdida de las últimas provincias españolas en ultramar, salvo las africanas, la constatación de que España no era ya nada ni a nivel político ni intelectual, y mucho menos científico. En la llamada corrida patriótica celebrada para ayudar a los soldados que regresaban de la derrota en Cuba, Mazzantini brindó por la destrucción de ese «país de aventureros». Aquellos aventureros representaban un nuevo mundo, una revolución, aunque ni siquiera Mazzantini, él, al que llamaban revolucionario, se diese cuenta. Sí lo hizo la llamada Generación del 98, los escritores que realizan una profunda reflexión sobre la situación del país. Su idea es la de regenerar el país, en otras palabras, vestir con levita, como en Europa, en lugar de hacerlo de flamenco. No son ellos solos los que harán avanzar el país, al menos en el deseo de avance, porque el periodismo vive un enorme desarrollo, un periodismo muy crítico, terriblemente sarcástico, como puede comprobarse de modo ejemplar en las revistas taurinas, que se multiplican como hongos y, como podemos comprobar en esta biografía de Álamo Alonso a Mazzantini, utilizan los toros para hablar de algo más. Es, con amplitud de miras, lo mismo que el señorito loco realizaba con su comportamiento, gustos y aficiones, tan ajenos a esa España cañí que representaba tan bien la tauromaquia. Llegaba un nuevo mundo y resulta revelador que la presente biografía esté escrita desde el mundo antiguo, con unas frases y definiciones tan castizas como aún lo era el toreo o lo era el Guerra, el máximo exponente del taurinismo castizo, casi amanerado. Y así, nos encontramos para definir la labor o carácter de Mazzantini con expresiones como «agradó a los inteligentes» o que poseía «viriles arrestos». Solo queda sumergirse en las páginas que siguen y recibir de primer mano el juicio sobre un personaje carismático de alguien que lo vio dar fulminantes volapiés y pasearse por la Gran Vía vestido de burgués con ínfulas. Como dice el autor de esta biografía, su juicio «tendrá por base la verdad de los hechos». Veamos esa verdad.

Fernando González Viñas

Doctor en historia, escritor y traductor

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