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martes, octubre 15, 2024

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El laberinto de las relaciones entre hombres y animales

I.- La relación de las sociedades humanas con los animales siempre ha sido muy compleja, como se corresponde con la propia complejidad de la condición animal y la dificultad para encajarla en los habituales dualismos dentro de los que nos movemos las personas en nuestras filosofías cotidianas. Enfrentados a la oposición entre personas y objetos —que se puede formular de forma más académica a través de oposiciones clásicas como cultura/naturaleza o libertad/determinismo—, los animales no encuentran fácil acomodo en ninguno de los dos lados de la oposición. El rechazo a la consideración de que los animales son meros objetos mecánicos ha llevado en ocasiones a la defensa de que los animales han de ser considerados personas a todos los efectos —legales, morales, psicológicos—. Por otro lado, el rechazo a este tratamiento de los animales asimilándolos a los seres humanos ha podido terminar dando la impresión de que los animales no son más que objetos ante los que no cabe mayor consideración que la que se tendría ante otros recursos naturales de tipo vegetal o hídrico. Como se verá, ambas posturas son inadecuadas.

No es éste el único problema al que nos enfrentamos cuando nos preguntamos por la consideración que los animales deben tener en las sociedades humanas. La propia acotación del conjunto de seres a los que nos referimos es paradójica: por un lado, parece obvio que han de ser criterios zoológicos los que definan la condición animal —movilidad, desarrollo embrionario, carácter heterótrofo y tisular…—, pero, por otro, nadie piensa en insectos o arácnidos, en poríferos o cnidarios, cuando se discute la relación que han de mantener personas y animales, a pesar de que tales “animales pequeños y sin cara” suponen una mayoría abrumadora, superior al 95%, de los animales existentes, y poseen sistemas sensitivos delicados, nocicepción y organizaciones sociales complejas. El activista animalista enarbola argumentos que pretenden ser zoológicos y objetivos, a pesar de que, en la práctica, sus propuestas afectan sólo al 1% de animales: aquéllos a los que, por estar dados a escala operativa humana, se les puede atribuir más fácilmente una naturaleza humana. Tan animal es el mosquito como la vaca, pero la muerte de ésta en un matadero es tratada como un asesinato, mientras que la muerte de un mosquito no altera ni al militante más extremo del PACMA.

Por último, las relaciones entre los seres humanos y los animales se complican más aún dado el carácter conflictivo e irresoluble de las prácticas que los unos realizan sobre los otros. Así, en ocasiones, los humanos realizan explotaciones ganaderas en donde los animales son tratados como meros recursos industriales alimenticios —sea, por ejemplo, ganado vacuno o avicultura o piscifactorías—, mientras que, en otras ocasiones, los animales son revestidos de un tratamiento totémico, mitológico, atribuyéndoseles una condición sobrenatural o, al menos, relacionada con la divinidad de una forma todavía más cercana a la que le es propia a los seres humanos.

II. A tenor de lo expuesto hasta aquí, cabe considerar que la propia existencia de los animales supone un problema filosófico de primera categoría, y es en las relaciones hombres-animales donde se ve que éstos no pueden ser entendidos ni como naturaleza ni como cultura, ni como objetos ni como personas. Por un lado, son seres propositivos, volitivos, que operan sobre el mundo y lo transforman intencionadamente, por lo que no pueden ser considerados meros trastos mecánicos, como pudieran ser los ríos o los aludes. Pero, por otro, carecen de dimensión histórico-política, no son seres morales en tanto no se encuentran expuestos a conflictos de normas sociales que resuenan en su escala personal; al carecer de la complejidad generativa y representativa del lenguaje humano no cabe ninguna estructura política ni el desarrollo histórico de ésta a lo largo de los siglos, por lo que no pueden ser considerados jurídicamente como personas, sujetas a deberes y derechos que quepa cumplir o no, de los que se hayan dotado a ellos mismos en función de su organización social. Los animales superiores pueden compartir algunas características con los estadios iniciales del desarrollo humano —lo que en buena medida explica la simpatía que sentimos por ellos—, pero tal parecido es meramente coyuntural, justamente porque tales estadios de la primera infancia sólo adquieren sentido en el conjunto global del desarrollo humano.

Si no son cosas ni personas, ¿cómo entendemos a los animales? Se propone aquí que, en tanto realidad no zoológica sino social y antropológica, los animales funcionan como númenes o seres numinosos, es decir, sujetos de voluntad e inteligencia capaces de mantener relaciones de muchos tipos con los hombres, por ejemplo, laborales —los perros de los pastores—, emocionales —relaciones de amor, odio, recelo, miedo, alegría…—, de ocio y entretenimiento —los caballos en la hípica—. Las relaciones numinosas tienen una naturaleza protorreligiosa, y se entretejen con la vida humana a la propia escala de tal vida, por lo que ya pueden considerarse abiertamente culturales. No hay mejor ejemplo del carácter numinoso de un animal que el toro de lidia. Es mediante esta condición numinosa por la que unos poquísimos animales —si los comparamos con el total de especímenes de todo el reino animal— pasan a ser “los animales” para el urbanita del siglo XXI en su representación de lo que es el reino perdido de la naturaleza.

Finalmente, el animalismo se desvela como un movimiento religioso, pero una religión cortada a la medida de una sociedad individualista, hipersentimentalizada e infantilizada como la actual. El animalismo es una religión light, pop, leve, cándida, la religión del centro comercial, del teléfono movil, el yogur helado y el poliamor. No piden la prohibición de los insecticidas porque los insectos no son númenes. No realizan acciones clandestinas para medicar con antibióticos a las ratas de las alcantarillas, sino para liberar a las ratas de los laboratorios, ya que éstas son númenes, pero aquéllas, no.

En la retórica del animalista aparece constantemente la palabra “naturaleza”, pero su idea de naturaleza es un producto cultural y urbano puramente mitológico, propio de ciudades en donde el mundo salvaje ha quedado completamente evacuado y se reinventa su representación como un paraíso perdido idílico. En la ciudad, una vez que hemos vencido a la naturaleza y la hemos expulsado fuera de las murallas, ahora que no morimos devorados por depredadores y tenemos calor en invierno y luz por la noche, la conmemoramos con los jardines y las mascotas. Se intenta volver a lo que nunca existió. Los bisontes o los leones de la pintura rupestre ahora son los perretes en instagram, pero su función numinosa sigue siendo la misma.

III. Como conclusión de estos breves apuntes iniciales, cabe entender que, efectivamente, algunas relaciones entre los seres humanos y los animales han dotado a un reducidísimo grupo de éstos de un carácter peculiarísimo, no reductible a otras categorías más obvias de la actividad humana cotidiana, ya muy alejado de su materialidad zoológica y entretejido con la cultura y la trascendencia humana. Nótese la radicalidad de la tesis que vamos a defender y lo opuesta que se encuentra a la ideología dominante: los perros, los caballos, —cómo no, el toro de lidia—, han de recibir un tratamiento especial y han de ser objeto de reflexión ética justamente por ser cultura, no por ser naturaleza. Eso es lo que explica que los bomberos acudan al rescate de un gato atrapado en las alturas, pero no al rescate de los topos que morirán de frío en un monte tras una fuerte nevada.

Ahora bien, el trato ético hacia estos seres numinosos no ha de recortarse por el patrón propio del trato ético hacia los seres humanos. Cada vez que alguien declara que su mascota es un miembro más de su familia a todos los efectos, es inevitable preguntarse si ante un incendio en donde sólo se puede rescatar a un hermano o a un hamster, alguien podría tener dudas sobre quién sería el elegido. Tal trato ético deberá ajustarse a cada particularidad y estará derivado de la función por la que ha emergido esa consideración totémica cultural del animal. El buen trato hacia un cuadro no es el mismo que el buen trato hacia una sinfonía. Y el buen trato hacia un perro pastor no puede ser igual que el que reciba un caballo de carreras o un toro de lidia. Sería muy arduo realizar aquí un listado completo de todos los factores que deberían ser tenidos en cuenta en cada caso.

A pesar de la brevedad de este texto, se han intentado presentar unas consideraciones acerca del complejo tema de las relaciones entre hombres y animales en donde se huya de los simplismos y sentimentalismos cursis habituales, y se ofrezcan unas líneas conceptuales para trabajar y detallar en el futuro. Es un tema que cruza y deja huella a su paso por la filosofía, el arte o la ética, y que, inevitablemente, es pasto de la ideología de cada momento. Más allá de ser un asunto menor encapsulado en una temática muy específica, es un magnífico termómetro de los problemas que nos afectan globalmente como sociedad al que debemos prestar particular atención.

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