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Caireles de oro «es un ejemplo de la literatura taurina de finales del siglo XIX»

Allegro y Varetazos

En el año de 1894 se estrenó en el Teatro Real de Madrid la que fue la última ópera de Verdi, Falstaff, que significó el canto del cisne de la prolífica trayectoria —no solo musical, también política y personal— del compositor italiano. El público asistió sorprendido a un Verdi despojado de su clásico bel-canto, y en su último adiós, Verdi ofreció una obra cargada de matices que hacían hincapié en la nueva modernidad a la que se abría la música; alumbró un sistema de orquestación inusual para él y definió una nueva relación del texto con la armonía, el ritmo y el timbre. Para muchos, Falstaff sería su obra maestra. Aquella misma tarde, Pascual Millán, como de costumbre, acudió al teatro enchisterado, luciendo su bigote finústico y corniveleto, y se empapó de aquella música para posteriormente alumbrar, pocos meses más tarde, uno de sus folletos más interesantes y mejor recibidos por el público, una crítica perspicaz y sesuda de dicha ópera titulada, como era previsible, Falstaff.

Y es que durante el último tercio del siglo XIX se produce en la prensa un interesante fenómeno; la crítica musical y taurina van a ir en muchos casos de la mano (tanto es así que a día de hoy cualquier investigador en materia de musicología que desee adentrarse en la recepción que se tuvo en España de las novedades musicales se va a topar con la necesidad de acudir a revistas de toros tales como el semanario taurino La Lidia). Por alguna razón, en aquel período apareció un contingente de autores que vagaban, como el perro Paco, entre el coso operístico de la plaza de Oriente y el taurino de la Carretera de Aragón. Junto al prolífico y deliciosamente satírico Peña y Goñi destacaron Luis Carmena y Millán y Pascual Millán. Los tres manifestaron una desatada pasión por Wagner —de hecho, a ellos le debemos parte de la buena difusión que tuvo su obra en España— y una devoción inflamada por el tenor aragonés Gayarre, a quien Pascual Millán le dedicará algunas páginas en el presente libro.

Sin duda alguna, el más destacable de los anteriormente mencionados fue Antonio Peña y Goñi, probablemente el más importante de los críticos musicales de la segunda mitad del siglo XIX y autor de ensayos tan imprescindibles como Contra la ópera española, Lagartijo, Frascuelo y su tiempo o La ópera española y la música dramática española en el siglo XIX. Fue Peña y Goñi quien de mejor manera había conseguido armonizar en sus escritos de manera entusiasta la devoción que sentía tanto por el tenor Gayarre como por Frascuelo: «¡Frascuelo y Gayarre! ¡Salvador y Julián! ¡Qué misteriosas afinidades se notan en la vida de estos dos grandes hombres de la España actual!»

Pero no fue el único. Luis Carmena y Millán, que firmó en varias ocasiones con los seudónimos de Andante o Minuto, desarrolló de manera desbordante esta doble faceta, que culminó con su publicación en el año de 1904 de su obra Cosas del pasado: música, literatura y tauromaquia. Si bien Pascual Millán no fue especialmente prolífico en monografías extensas relativas a este tema, sus aportaciones a la crítica musical en periódicos como El País, La Ilustración Española y Americana o La Correspondencia de España fueron especialmente relevantes, textos para los que utilizó el seudónimo de Allegro (para sus publicaciones taurómacas utilizará el seudónimo de «el tío Varetazos», que posteriormente derivó en «Varetazos» a secas). La razón por la cual se exponen estas idas y vueltas que tuvieron los toros y la música en la crítica periodística de la segunda mitad del siglo XIX tiene que ver más bien con la manera en la que ambas artes resultaron ser una proyección viva de las sociedades que las creaban.

En su ya conocido ensayo Los toros como acontecimiento nacional, Enrique Tierno Galván afirmó que los toros en España, al igual que la ópera en Italia, son el acontecimiento que más ha educado social, e incluso políticamente, al pueblo español. El paralelismo existe, y es curioso que toros y ópera parecen haberse desarrollado en paralelo, en España e Italia respectivamente, portando consigo el devenir de las convulsas transformaciones sociales y políticas producidas a lo largo del siglo XVIII; mientras que en España la nueva clase social burguesa, otrora plebeya, comenzó a demandar fiestas de toros con el empaque, la solemnidad y el tremendismo del toreo aristocrático, alumbrando así la figura del torero, más humano, más cercano, más emocionante y más verdadero, en Italia —especialmente en el ámbito napolitano— comenzaron a proliferar teatros dispuestos a satisfacer la demanda de una nueva ópera, el dramma giocoso per musica, de temas más campesinos, más reales, y otra vez, más humanos, cercanos, emocionantes y verdaderos para el nuevo público hijo del liberalismo clásico y la Ilustración.

Los toros en España, al igual que la ópera en Italia, fueron modelados como un reflejo abstracto de la sociedad portadora del cincel. Es por eso que Pascual Millán inicia el presente ensayo aludiendo a la música. Para él, cada compositor, cada período, cada obra en sí, va a ser producto de unos condicionantes sociales determinados e irrepetibles. Esta será la hipótesis de partida que ayudará a articular este estudio: Caireles de oro. Toros e historia, es una obra de carácter observacional. Millán, como mero espectador erudito, compartirá sus impresiones de cómo se desarrollan las fiestas de toros a lo largo de la geografía española, tomando las diferencias que hay entre cada una de ellas como hilo conector. Lo interesante es que su análisis consistirá, no solo en la liturgia taurina como productora de imaginario colectivo, sino también al revés: cómo cada sociedad, heredera de determinadas circunstancias históricas, políticas y sociales, a dado a luz a una celebración del rito taurino plagada de particularidades que solo son comprendidas cuando se colocan bajo la lupa del razonamiento antropológico. Todo esto será debidamente desarrollado en el segundo apartado de este prólogo; por ahora, sería de mayor interés conocer más de cerca a Allegro y Varetazos.

No está clara la fecha ni lugar de nacimiento de Pascual Millán, aunque todo apunta que nació en Sigüenza hacia 1845 y se trasladó de niño con su familia a Calatayud. Su posición social desahogada le permitió iniciarse en el mundo de las letras de manera temprana, y de él se decía que gozaba de una educación esmeradísima. Sin embargo, desde joven tuvo la epifanía quijotesca de mezclar las armas y las letras, y es por eso que ingresó en la Academia de Administración del Ejército en Ávila, donde llegó a ostentar el cargo de capitán en los mismos años en los que comenzó la crisis del moderantismo y el reinado de Isabel II apuntaba a su fin. Fue durante esos convulsos años —aunque resulte tautológico referirse así al siglo XIX español— cuando Pascual Millán, repugnado por el despotismo presente en la curia militar, decidió abandonar el ejército e iniciar su propio camino guiado por la vocación periodística, investigadora y política.

Pascual Millán colaboró incansablemente con los diarios y folletines que promulgaban la Libertad, Igualdad y Fraternidad como lema; sus fuertes convicciones liberales le llevaron a participar activamente en la Unión Republicana. Por aquel entonces, acostumbraba a arengar a los lectores desde El País, El Progreso o El Manifiesto, con discursos enérgicos y cargados de vigor. Esto le llevó a tener que vivir en el exilio en varias ocasiones, casi siempre acompañado por el diputado, ministro —durante el gobierno provisional de 1868— y Jefe de Gobierno —durante el reinado de Amadeo I de Saboya—, Manuel Ruiz Zorrilla, con quien mantuvo una estrecha amistad. Aquellos años de exilio nutrieron la personalidad de Millán de tal manera que en su literatura se percibe cierto cosmopolitismo extranjero, cierto aire parisién que emana del abundante uso de galicismos y anglicismos que aparecen en sus textos, muchas veces generando énfasis o dotando el texto de cierto carácter irónico. Él mismo relata haber viajado por Inglaterra, Francia, Italia o Suiza, pero también reconoce el error de abrirse al mundo fuera de España sin preocuparse por descubrir los lugares fantásticos que alberga su propio país. Y esto es, sin duda, un elemento clave a la hora de comprender Caireles de oro; este texto se percibe como su propio templo expiatorio, su manera de redimirse de lo que él mismo consideraba un pecado antipatriótico. En Caireles de oro hay una incansable voluntad de explicar España, de desentrañar el porqué de su razón, de su manera de existir, y cómo no, lo más atávico que posee: las fiestas de toros. Para ello, Millán no es descriptivo, sino comprensivo. Indaga en el pensamiento de los protagonistas. Se deja seducir —a veces en exceso— por los mitos que fundaron dichos pueblos. Todo esto es lo que hace que Caireles de oro guarde el interés que tiene; lo hermoso de esta obra es el retrato social que hace de la España del momento, los personajes que puedan ir surgiendo, las anécdotas, chascarrillos… ya que desde el punto de vista meramente científico tiene carencias que él mismo reconoce y por las que pide disculpas.

La trayectoria literaria de Pascual Millán se abrió camino de manera clamorosa cuando, en 1881, publicó su Iconografía calderoniana, su obra de mayor empeño, más altos vueltos y cuya monumental edición estuvo completamente agotada. Él mismo definió la literatura de Calderón de la Barca como una conciencia eterna para el ser humano, la descripción perfecta de las emociones en cada uno de sus matices:

«Calderón es para nosotros una de las grandes figuras que la historia de la literatura registra en sus páginas; desde niños, cuando la fría experiencia de los años no ha hecho aún al corazón esclavo de la cabeza, y ya hombres, en medio de las luchas de pasiones que nos vuelven más egoístas y menos impresionables, Calderón ha hablado siempre a nuestro sentimiento».

Es interesante señalar que a lo largo de dicha obra, Millán establecerá constantes analogías entre Calderón y grandes artistas de la historia universal, a decir, Goya, Meyerbeer o Michelangelo Buonarotti, de la misma manera que, como se ha explicado anteriormente, se nutrirá de la ópera para explicar el toreo en Caireles de oro. Pascual Millán fue prolífico en lo que géneros literarios se refiere. Más allá de su conocida faceta de periodista y crítico, se desarrolló en el ámbito de la novela con títulos como González Pérez y Compañía, Fuerza mayor, Menudencias o, la más aclamada de todas, Corazón y brazo, una novela de marcado acento político en laque Millán dirige fuertes ataques a las comunidades religiosas y deja patente su exacerbado anticlericalismo. Dentro de la narrativa, durante su exilio, escribió una suerte de novela de viajes —emparentada en ese sentido con Caireles de oro—: Biarritz y sus cercanías, siempre con ese acento observador y descriptivo que le caracteriza. Una de sus facetas más desconocidas e interesantes fue la de la dramaturgia. En el primer año del siglo XX estrenó en el Teatro Price —aquel que compitió junto al Teatro Lírico por la hegemonía teatral del Madrid de aquella época— Un drama en Roncesvalles, con textos de Pascual Millán y música de Joaquín Larregla, compositor con el que repetiría dos años más tarde, en 1902, con la presentación de otro drama lírico, Miguel Andrés, función que, de manera modesta pero nada desdeñable, se mantuvo en cartel durante diez días con una entrada… tremenda, terrorífica. Un lleno de Price completo sin una sola localidad vacía.

Ya orientados hacia los textos de naturaleza taurina, Pascual Millán participó en la redacción de La chaquetilla azul o un roto para un descosido, «novela de puntas». Se trata de una obra coral en la que quince autores distintos intervienen por separado, cada uno con un capítulo, en una novelilla cómica construida como un puzzle y publicada en El toreo cómico en 1890, para la que Pascual Millán tuvo la responsabilidad de escribir el epílogo que daría un sentido unitario a todo el remiendo de retales. Lo más interesante es que el prólogo contó con la pluma, nada más ni nada menos, que del padre del teatro musical español, Francisco Asenjo Barbieri, quien la describió así:

«Lo de las puntas, o sean cuernos sin embolar, es lo que me parece más propio para calificar la obra, porque esta puede considerarse como una gran corrida de toros, en la cual se lidian 15 de las acreditadas ganaderías literarias de Mínguez, Carmena, Cávia, los dos Neira, Vázquez, Taboada, Chaves, Reinante, Peña y Goñi, Palacio, Todo, Caamaño, Rebollo y Millán (sin Astray); ganaderías que nunca han ido a tientas, porque no es posible que produzcan toros mogones ni burriciegos, sino de excelente lámina, intachables y bravos en todos los tercios de la lidia».

Tendamos La chaquetilla azul como puente idóneo para entrar de lleno en la literatura estrictamente taurina de Pascual Millán. Podría decirse que el primer escrito de voluntad analítica sobre la Escuela de Tauromaquia de Sevilla —aquella que nació como iniciativa de un viejo aficionado cercano a la corte y que fue aprobada por el rey Fernando VII por intermediación del Conde de la Estrella—, pertenece a Pascual Millán. La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y el Toreo Moderno se publicó en 1888 y contó con dos prólogos, uno de Luis Carmena y otro del califa Lagartijo. Carmena describe dicho ensayo así:

«Millán no ha hecho un fatigoso índice de disposiciones, cartas, oficios, actas y solicitudes, que habría resultado por todo extremo indigesto y abstruso; se ha limitado a la transcripción o amplio extracto de los originales de verdadero interés, comentándolos con sagaces observaciones».

La Escuela de Tauromaquia de Sevilla podría ser una candidata perfecta para una futura edición comentada por su interés historiográfico y su claridad explicativa. Sería adecuado hacer un inciso, ya que esta obra es también un ejemplo perfecto de cómo el compromiso político del autor impregnaba su literatura. Y es que casi todas las alusiones a Fernando VII —quien aprobó la fundación de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla—, vienen acompañadas de improperios a la monarquía teniendo al Deseado como anatema mayor. Este aspecto se repite además en todas sus obras —de hecho percibirá el lector cómo florece de manera abundante en Caireles de oro—, y dicha actitud, en plena Restauración borbónica, es cuanto menos llamativa y dice mucho del compromiso político del autor. Eso explica, por ejemplo, que pasase los últimos años de su vida como Presidente del Centro Instructivo de obreros Republicanos del distrito de Palacio.

Entre La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y Caireles de oro habría que destacar dos obras de vocación historicista que alumbró Pascual Millán; Los toros en Madrid, estudio histórico y Los novillos, estudio histórico, publicadas en 1890 y 1892 respectivamente.

Los toros en Madrid, estudio histórico, es un ensayo que esquiva el enciclopedismo para convertirse en un compendio de relatos históricos, anécdotas, transposiciones —tan recurrentes en la literatura de Millán— que de alguna manera sientan las bases necesarias para un hipotético estudio pormenorizado, más extenso y completo. Como el propio autor afirma: mi obra será simplemente un boceto; que otros hagan el cuadro. Algo llamativo en este estudio—y es necesario destacar que será el precedente estructural y estilístico más cercano a Caireles de oro—, es que Millán elaborará sendas divagaciones relativas a la propia historia de la ciudad de Madrid, desde su fundación hasta el presente, con la última intención de encontrar respuesta en el porqué del carácter de aquellas gentes y el porqué de sus fiestas de toros —entendidas como el conjunto de su liturgia y el valor que ocupan dentro del conjunto social, que son y han sido siempre un espectáculo peculiar en España, pues aquí nacieron y aquí se desarrollaron—. En ese sentido, se ve de nuevo cómo Pascual Millán acontece al fenómeno como un mero observador descriptivo que tiene a su alcance los suficientes recursos y fuentes históricas para explicar el comportamiento social. Está claro que, bajo el rigor científico de la actualidad, difícilmente podría ajustarse dicho método a un análisis social riguroso, pero sí es importante destacar, como se explicará en el siguiente apartado de este prólogo, que el autor persigue un fin que culminará con el enfoque que harán de las corridas de toros los novecentistas, esto es, su actitud teórica y voluntad científica a la hora de entender al pueblo español a través de sus ritos sociales.

Los novillos es, sin duda, uno de los análisis más portentosos que se han podido hacer sobre el fenómeno de las novilladas —para San Juan de Piedras Albas más histórico y mejor planteado que el anterior—, que para Pascual Millán adquirirán un carácter propio y diferenciado de las corridas de toros con el advenimiento de la nueva tauromaquia dieciochesca. Podría resumirse su finalidad erudita en el siguiente párrafo:

«Gracias a los nuevos lidiadores que en medio de aquellas pantomimas chocarreras tan de gusto de la casa imperante, supieron mantener con actos de increíble arrojo el carácter privativo de las corridas de toros, éstas han llegado a nuestros días, con las modificaciones que el tiempo imprime siempre a todo espectáculo» […].

«Hasta allí está tan íntimamente ligada á la de los toros, que es casi imposible, si no imposible en absoluto, separarlas. Ahora la fiesta en cuestión, las novilladas, se emancipan, digámoslo así, constituyen un espectáculo original, característico, con vida propia, digno por más de un concepto de ser estudiado».

Otra obra reseñable, publicada en 1894, es Tipos que fueron. Consideraciones sobre la retirada de Guerrita —torero de quien Pascual Millán era partidario ferviente—. Como casi siempre, Millán se expresa extrapolando entre distintas artes, por eso hay una línea definida entre lo relativo al torero —y la propia metafísica de una retirada— y el Burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Ese nexo entre el torero y el Don Juan se manifiesta así:

«En aquellos espectáculos que fueron puramente españoles, cada torero era una personificación del Tenorio, y en el entusiasmo y la admiración del público se inclinaban siempre por aquel que más completas reunía las cualidades del D. Juan».

La retirada de Guerrita fue un simple pretexto para dejar volar la inspiración que a Millán le producía la verónica de perfil, el muletazo de profundidad, el exquisito dominio de la técnica, y en definitiva, la ruptura con la tradición que caracterizaban al diestro cordobés. Bien es cierto que en 1894, Guerrita solo había dejado caer la posibilidad de una retirada y que dada su ajustada posición económica no pudo efectuarse hasta cinco años más tarde.

El cambio de siglo trajo consigo la crisis moral fruto del Gran Desastre. El ocaso del Imperio español generó un fuerte pesimismo que influyó notablemente en el nuevo rumbo de la nación. La pérdida de las últimas colonias coincidió con la muerte de Salvador Sánchez Povedano, Frascuelo, que para Millán murió viendo la tauromaquia convertida simplemente en un oficio. Parecían clausurarse las grandes rivalidades entre toreros que entusiasmaban a la afición y despertaban riñas cuando se convirtieron en metáfora viva de las pugnas políticas del país. Solo Guerrita y El Espartero fueron herederos de esas circunstancias, y su dualidad mantuvo a flote el interés del público —durante los pocos años que duró por las trágicas circunstancias que acaecieron con el segundo en la plaza de toros de Madrid cuando se encontró con el pitón del toro Perdigón—. Todas las esperanzas estaban puestas en el nuevo siglo que estaba por venir, y así como eclosionaron en el ámbito de las artes plásticas las vanguardias históricas, fruto de una elevación máxima de lo imaginativo, de un deseo de ruptura total con el canon, estaban engendrándose las figuras que transformaron el devenir de la tauromaquia, que se encontraba, sin saberlo, a las puertas de su edad dorada. Pero aquello era imposible de predecir, es por eso que en Caireles de oro, una obra plenamente finisecular, parece impregnarse intermitentemente de cierto pesimismo noventayochista que será desarrollado en el siguiente apartado.

Pese a todo lo anterior, la figura de Pascual Millán, más allá de su producción ensayística, dramatúrgica o narrativa, está indisolublemente ligada al ámbito de la crítica y la prensa taurina, y fue este ámbito el que forjó su reputación erudita. Si bien en el siglo XVIII la prensa española se trataba de un fenómeno eminentemente madrileño, andaluz, murciano, valenciano y zaragozano, el resto de provincias —curiosamente Cataluña y el País Vasco entre ellas— apenas podrían considerarse en una nota a pie de página, todo ello sumado a la prohibición de todos los periódicos no oficiales en 1791 tras la Real Resolución firmada por Floridablanca. Aquella prensa era eminentemente didáctica, utilitaria y costumbrista, y no comenzará a adquirir tintes políticos hasta entrado el siglo XIX con la Guerra de la Independencia. Fue en este momento en el que la prensa despegó vertiginosamente con el cometido de trasladar a la sociedad española las ideas liberales que se fraguaron en el contexto de las Cortes de Cádiz —que reconocieron la libertad de prensa e imprenta como medio de difusión de la actualidad política que se debatía en las Cortes—. Desde entonces la libertad de prensa en España fue oscilante, pero siempre en el marco de una rica producción periodística. A finales de siglo fueron tres los periódicos de mayor calado en lo que prensa independiente se refiere: El Imparcial, La Correspondencia y El Liberal (este último surge gracias a un grupúsculo de periodistas republicanos que se opusieron a la línea abiertamente restauracionista de El Imparcial, y se convirtió en su mayor competencia durante los años de la Regencia). Este periodo de efervescencia coincidió con el esplendor que estaban alcanzando las corridas de toros en España, y especialmente en el último tercio del siglo XIX, fueron muy abundantes las cabeceras especializadas en materia taurina. Podría destacarse, sin ánimos de adentrarse en exceso en la profusa producción de prensa taurina durante este periodo, algunas publicaciones y boletines que tuvieron calado entre los lectores: El enano —autodeclarado continuador de El Clarín, periódico picante, burlón y pendenciero—, El tío Jindama, El Arte de la Lidia, Toreo cómico, y finalmente los dos que gozaron de mayor predicamento: La Lidia (1882) y Sol y Sombra (1897). El grueso de las publicaciones taurinas de Pascual Millán se centran en estos dos boletines, llegando incluso a dirigir el segundo a desde el 1900 hasta el día de su muerte, acaecida en la ciudad francesa de Bayona en 1904. Desde el punto de vista estilístico, Pascual Millán será apreciado por sus páginas vivas, animadas, llenas de anécdotas cargadas de expresividad —en algunos casos, una expresividad ácida—, transposiciones culturales, constantes diatribas de lógica exuberante y un exquisito dominio de la ciencia y la palabra que hace de sus escritos un producto sesudo, sólido y de gran interés historiográfico.

El torero viril en una España decadente

En el siglo XIX, España aflora como Nación y se marchita como Imperio. Esta realidad trajo consigo, tras la pérdida de las colonias y la derrota en la guerra hispano-estadounidense, la ambigua sensación de anhelo truncado. El duelo que vívia España tras el Desastre arrastraba consigo las sensaciones victoriosas que el pueblo había sembrado durante la francesada. Es por eso que los autores finiseculares vivieron un duelo patriótico en el que se entremezclaba el pesimismo con la esperanza, perfectamente resumida por estos versos de Antonio Machado:

«¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito. Hombres de España, ni el pasado ha muerto ni está el mañana —ni el ayer— escrito».

Ese será el ensueño a través del que los autores de la generación del 98 imaginaron una España futura, y en esas múltiples visiones de lo hipotético se halla el sentido de la riquísima producción literaria de fin de siglo. A pocos meses de culminarse el proceso de independencia cubano se celebró en Madrid la Gran Corrida Patriótica. El 12 de mayo del 98, en Madrid, Mazzantini, Valentín Martín, Guerrita, Torerito, Lagartijillo, Minuto, Reverte, Fuentes, Bombita y Villita lidiaron diez toros mientras el afamado zarzuelista Federico Chueca empuñaba la batuta de la banda y Rafael Molina, Lagartijo, que se había retirado apenas tres años antes, asesoraba a la presidencia desde el palco. Como es de imaginar, Pascual Millán acudió aquella tarde a la plaza, y no solo eso; aportó un —en su línea— ácido texto patriótico en el que Goya —de nuevo, otra transposición—, imaginado como un joven maletilla de 18 años de edad, retaba a un aficionado que afeaba desde el tendido su poca proeza en el arte de la lidia. Goya, que para Millán era un artista plagado de genio y elegancia, pudo haber culminado su venganza retratando a su enemigo de manera tan hábil, tan patética, que aquella imagen sería el mejor de los insultos. La reflexión que hace Millán será la siguiente:

«Si hoy hubiera un Goya para esta publicación, él, que al pintar un personaje odioso lo insultaba, ¡qué cosas hubiera hecho retratando yankees! ¡De fijo que a todos los bichos les pone cara de Mac-Kinleys! Aunque eso no sería un insulto. Sería ennoblecer a los cerdos elevándolos a la categoría de reses bravas».

El antiamericanismo fue, con creces, uno de los sentimientos que más unió a la sociedad española de finales del XIX. Una España que comenzó a removerse en sus mitos fundacionales con el único fin de buscar una salida a su desazón, a su sentimiento de hurto, a su derrota como imperio tras la ocupación por parte de los Estados Unidos de Cuba, Puerto Rico y la obligatoria cesión de los territorios españoles de Guan y Filipinas. En ese sentido, Caireles de oro es plenamente hija de su tiempo.

En Caireles de oro, Pascual Millán, expondrá los elementos definitorios de las corridas de toros en distintas ciudades de España. Cada ciudad corresponde con un capítulo del libro, y cada uno de ellos mantiene una estructura argumentativa similar: Millán comienza aludiendo al pasado histórico de la localidad a la que se refiere para, posteriormente, verter en la contemporaneidad toda esa serie de valores históricos heredados. Para finalizar, en tanto que las corridas de toros son la manifestación viva del alma de la sociedad española —aquí se advierte una posición claramente «proto-novecentista»—, justifica los ritos, estructuras, valores y costumbres de las corridas de toros en un lugar u otro con la Historia como humus empírico. Así que serán constantes las alusiones a episodios de la historia que permitan respaldar el porqué del carácter de cada uno de los pueblos, qué nos dice la historia de su tauromaquia y en qué medida, sus festejos, son el vestigio viviente de su pasado. Aparecerán entonces los tan necesarios mitos nacionales para un país que asistía al fin definitivo de su grandeza.

No hay mito nacional sin cuerpo viril. Es una realidad que dentro de la construcción de los mitos nacionales de España los visigodos ostentan un puesto privilegiado por su hipotética naturaleza ruda en oposición a esa Roma afeminada que imaginaron los historiadores decimonónicos. A este hecho habría que sumar la supuesta conversión de los visigodos al cristianismo católico —inconsistente desde el punto de vista histórico, ya que no fue hasta Recaredo que los visigodos abjuraron del arrianismo—. De ese modo, los visigodos se convirtieron en portadores de una españolidad verdadera, vir hispánicus, perturbada por la invasión musulmana que abrió el paréntesis histórico que solo era explicado a través de otro de los grandes mitos hispánicos, la Reconquista, que culminó con la reunificación de los reinos con la llegada de los Reyes Católicos. Es por eso que el carácter viril del pueblo español, sustentado en dichos mitos, aparece de manera reiterada en la obra de Millán. Quizá, el elemento que ayudó al pueblo visigodo para alcanzar dicha gloria en la historiografía nacional del XIX fue la legendarización de su resistencia ante las constantes invasiones, su obstinada resistencia, su belicosidad indomable y el celo por defender su territorio, para la que fue su mayor hazaña la batalla de Covadonga, donde el pequeño David consiguió, por primera vez, derrotar a Goliath.

Volviendo al hilo del Desastre del 98, es importante destacar que los españoles entendieron su derrota contra las fuerzas estadounidenses en Cuba como una pérdida de la virilidad nacional, hecho que se convirtió en un tópico de la literatura de aquel periodo. Los toros, eran entendidos como un símbolo inequívoco de esa virilidad, y dentro de las constantes pugnas abolicionistas/apologistas de los toros, uno de los grandes temores era que, en caso de desaparecer los festejos taurinos en España, esta perdería su último resquicio de virilidad. Buena cuenta de ello hizo (y esto es solo un ejemplo entre muchos otros) Antonio Guerra y Alarcón —periodista conocido por ser el biógrafo en vida de Isaac Albéniz—, que redactó un pequeño texto para el programa oficial de la ya mencionada Corrida Patrótica titulado Símbolo nacional. En él, se resume de manera magistral todo lo anteriormente expuesto:

«La lucha de la fiera y el hombre en el circo taurino, simboliza el valor indomable de la raza española […]. Por eso fue siempre la fiesta taurina palanque en que lucen primero su arrojo y su valor los que después se muestran héroes luchando con los godos, combatiendo por la cristiandad y escribiendo con su sangre la epopeya de la Guerra de la Independencia […]. El amor patrio, el orgullo nacional, toda una tradición gloriosa, se cobijan en los pliegues de la muleta del matador que atrae el peligro, le desafía, le burla y queda vencedor de él».

El propio Pascual Millán afirmó, en el contexto de los intensos debates librados a principios del siglo XX sobre la aprobación de la Ley de Descanso Dominical —un método subrepticio ideado por un grupo de detractores de las corridas de toros en el seno del PSOE de prohibir los toros—, que dicho dilema se trata en realidad de un conflicto entre hombres de verdad y mujeres inmorales. En caso de materializarse la prohibición, dice Pascual Millán:

«Pasaremos a los ojos de la Europa culta […] como mujerzuelas de ínfima clase, de las que no tienen entrada, por golfas, en el templo de Citera y trafican sus desmedrados cuerpos al aire libre».

Al final, los toros eran la última esperanza de un país que acontecía al desmembramiento de su masculinidad —entendida como valor absoluto que define un imperio—. Sobre este aspecto cabría introducir un extenso apartado sobre la gestación del ideal nacional como una mutación del sistema patriarcal teológico adaptado a surgimiento de las nuevas sociedades biopolíticas. Pero eso daría para un ensayo aparte. Lo que interesa en este análisis es indicar cuáles fueron los ejes que situaron a las corridas de toros como paradigma de la virilidad del pueblo y explicar por qué dicha relación tuvo tanta trascendencia en la reflexión filosófica que se hacía de los toros en el siglo XIX con

Caireles de oro como punto de partida. Estos ejes podrían resumirse en tres: los valores, la guerra y el símbolo.

En el momento en el que se comenzó a tomar consciencia del calado social que tenían los toros en el siglo XVIII, las alusiones a este fenómeno dejaron de ser meramente descriptivas para convertirse en objeto de análisis. Al fin y al cabo, el torero, ya profesionalizado, traía consigo buena parte los elementos simbólicos atribuidos al caballero que alardeaba de su honorabilidad en los espectáculos de cañas y toros. Esos valores serán los de la valentía, la honorabilidad y la predisposición a la lucha, elementos constitutivos de la masculinidad burguesa tras la emergencia de dicha clase social cuando comenzó a adquirir sus patrones identitarios. Ya en el siglo XIX, esos valores apuntaban claramente al deseo de satisfacer las necesidades bélicas del estado-nación. Es el momento en el que la violencia se pone al servicio de la nación y la aptitud bélica se convierte en condición decisiva de la virilidad en la guerra. Es por eso que en Caireles de oro la batalla de Alarcos (1195), la trascendental batalla en las Navas de Tolosa (1212), la batalla de Velate (1512) o la batalla de Aljubarrota (1385), entre otras contiendas, serán la antesala para, de manera determinista, catalogar todos aquellos pueblos —y por lo tanto sus corridas de toros— de viriles al ofrecer su valor para la defensa de su patria. No es de extrañar que en el contexto de una de las guerras más sangrientas jamás libradas en la historia de España, la Guerra de la Independencia, el auge del nacionalismo español contaminase de dichos valores a la recién nacida Fiesta Nacional. El propio Antonio de Capmany, férreo defensor de las corridas de toros en las Cortes de Cádiz durante la ocupación francesa, apologizaba sobre ellos catalogando a sus detractores como jóvenes enfarinados, y añadía: quede por memoria de que hay en España este monumento de barbarie, como lo quieren llamar: su vista a lo menos no afemina los hombres.

Desde el plano de lo simbólico podría hablarse de manera extensa del valor heredado —en una suerte de inconsciente colectivo junguiano— que han tenido los Juegos taurinos en los albores de la historia, en los que el toro, desde los ritos egipcios encomendados al dios Apis, la epopeya babilónica de Gilgamesh, la taurocatapsia cretense, el taurobolio romano, y después, los toros nupciales de la Edad Media y Moderna, el Charging bull de Wall Street, los toros de Pucará o la deidad india Nandi, ha sido símbolo inequívoco de fertilidad, y por lo tanto, de vigor, elementos que ya han sido extensamente estudiados en la obra de Álvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro. Es por eso por lo que la tauromaquia posee un atavismo latente —asentado en la idea de virilidad— del que no puede —ni debe— desprenderse.

En definitiva, Caireles de oro es hija de su tiempo. Reúne las características necesarias de pesimismo y esperanza ante una España desmembrada:

«Hermoso país, repetiré sin cesar, que aún conserva algunas energías, pues ahora mismo, cuando se pierden escuadras y colonias, y la podredumbre nos ciega, y en todas partes la anemia nos mata y la cobardía nos envilece, cuando avergüenza llamarse español, es en Zaragoza donde se ha producido, aunque débil y sin resonancia, un acto de entereza: el de las madres pobres, que se oponían al embarque de sus hijos para Cuba, mientras no fuesen, como ellos, los de las madres acaudaladas».

Toros y costumbres

Podría definirse Caireles de oro, en pocas palabras, como una miscelánea taurina regional. Pascual Millán, consciente del rico panorama etnocultural español, aborda esta obra analizando por separado el fenómeno de las corridas de toros en distintos confines del país. Su voluntad no será otra que otorgar una visión generalizada de cómo cada sociedad atribuye a sus fiestas de toros un carácter particular, y por lo tanto, las hace únicas. Sus capítulos —cada uno corresponde con una ciudad de España— se ordenan de manera más o menos arbitraria teniendo siempre como empaque el alfa y omega de la tauromaquia española, esto es Sevilla (capítulo primero) y Madrid (capítulo último), entendidas por Paco Aguado en su Historias del toreo que nunca te contaron como la Jerusalén y la Roma del toreo. Siguiendo esta línea, si Sevilla es el origen cosmogónico de la tauromaquia (el inicio del credo, el lugar de la revelación, la mística y la palabra abstracta), Madrid es la Institución, la ley. Entre ellas, se abre el rico abanico de posibilidades que el rito taurino ha ido desarrollando en sus distintas diócesis, cada cual con sus particularidades, todas ellas igual de únicas. Ese será el viaje que trazará Pascual Millán, preocupado por adentrarse —como se ha señalado anteriormente— en el poso histórico de cada localidad y hacer un retrato costumbrista de la manera en la que aquellas gentes viven la Fiesta.

Llegados a este punto, habría que apuntar un elemento importante de la obra de Millán. Y es que más allá de los elementos que sitúan ineludiblemente Caireles de oro, por su contenido y su contexto, como un hijo del decadentismo español, apunta ya de manera tímida una trayectoria que será ampliamente explotada por los autores del Novecentismo (Generación del 14) entre los que podrían destacarse a autores como Juan Zaragüeta Bengoechea, José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Rafael Cansinos Assens, Eugenio d’Ors, José Bergamín, Ramón Gómez de la Serna, Ramón Pérez de Ayala y Gabriel Miró. La vocación literaria, sentimental —muchas veces vehemente— de los autores del 98 se va a ver sustituida —de manera orgánica y consecutiva— por una visión mucho más teórica y analítica del fenómeno de las corridas de toros en España: su intención es comprender cómo los toros interceden en la psicología social del país: lo que ocurre en los toros, espectáculo sobremanera apasionado, se descubre constantemente al desnudo el carácter español… En ninguna parte como en los toros cabe estudiar la psicología actual del pueblo español (Ramón Pérez de Ayala). En definitiva, en el siglo XX los autores abandonarán el concepto de España como problema para abordar el de España como una realidad. Ortega y Gasset, quizá el más destacable de ese periodo, vivió desde muy joven familiarizado con el mundo del toro: su padre fue cronista y apoderado taurino. A lo largo de su vida, los toros tuvieron una presencia constante, ya fuera organizando festejos benéficos con el pintor Zuloaga, acudiendo en ocasiones a las plazas y algunas veces a capeas en las que pudo dar algunos lances, o manteniendo estrecha amistad con dos famosos toreros: Belmonte y Domingo Ortega. Entre los no muchos trabajos que sobre temática taurina escribió don José Ortega y Gasset, uno de los más interesantes es el epílogo que preparó para el libro de Domingo Ortega, El arte del toreo, y que luego fue publicado en su libro La caza y los toros. La postura filosófica de Ortega y Gasset en relación con los toros es extremadamente compleja, y pese a que no llega a profundizar en ninguno de sus planteamientos, deja un sinfín de puertas abiertas. Pero sin duda alguna, la generación del 14 es con creces bastante más sosegada y sesuda que la del 98, que tanto para la defensa de la fiesta —postura minoritaria— como para su condena —postura mayoritaria—, es apasionada. El narrador novecentista —que podrá ser aficionado a los toros, o no— es plenamente extradiegético, es decir, se sitúa plenamente desde el exterior del fenómeno, y desprovisto de sus emociones, describe una realidad a través de una retórica mucho más científica. En el caso de Caireles de oro se advierte como el autor es, circunstancialmente, intradiegético —el propio Pascual Millán se sitúa en los hechos en primera persona, habla desde su experiencia y transmite su visión particular de los fenómenos que describe—, pero de alguna manera hay que aceptar que abre la puerta a un tipo de literatura que parece preocuparse en mayor medida de hasta qué punto sociedad y toros son dos elementos cuya convivencia ha de ser estudiada. En Caireles de oro está ausente la objetividad que aplicaron en sus análisis los novecentistas, pero su vocación analítica es lo suficientemente llamativa como para poder considerarla proto-novecentista; para Millán las sociedades crean tauromaquia vertiéndola desde lo más profundo de su alma.

Y es que en sus propios orígenes la tauromaquia en España posee raíces diversas. Es llamativo, por ejemplo, que Pascual Millán, a la hora de hablar de ciudades como Bilbao o San Sebastián, elogia las magníficas corridas allí celebradas, pero añade que no tienen historia ni tradición. Este tipo de afirmaciones, si bien a priori no son falsas, pecan de inexactas. Y lo son en la medida que, efectivamente, el siglo XVIII fue el punto de partida para la unificación de las corridas de toros en España —desde su concepción ritual, ética y estética— en la que se terminó imponiendo la tauromaquia andaluza proveniente de las escuelas sevillana y rondeña; pero es de apreciar que ya el ámbito vasconavarro gozaba de unos ritos propios que el esteticismo excelso del modelo andaluz fue desterrando paulatinamente y que a día de hoy solo perviven cristalizados en elementos tan importantes como las banderillas. Sería interesante añadir también, ya que Pascual Millán juega con el resto de elementos identificativos del folclore regional para justificar el porqué de sus fiestas de toros, que probablemente mucho tuvieron que ver las danzas populares en cada uno de los lugares que visitó. Mientras que en el ámbito norteño, allá donde predominaba la jota, danza basada en el uso de las piernas, en el brinco, de desarrolló una tauromaquia que seguía los mismos patrones —y esto queda plasmado en los grabados que Goya realizará sobre Martincho o el Licenciado de Falces— en el sur, la tauromaquia se regía más por el prototipo de la danza andaluza, donde los brazos ganan todo el protagonismo, que traducido al toreo se ve en el uso de la capa, de las manos y una suerte de hieratismo que impactó de sobremanera en el gusto estético de aquella España para con sus fiestas de toros. Todas esas diferencias van a ser tratadas en Caireles de oro.

Para Millán, cada plaza es depositaria de una personalidad única. Es común ver que el autor recurre de manera asidua a los estereotipos más aparentes que, como estereotipos que son, definen las cualidades de manera vaga y generalizada —pero tangente— de determinados grupos sociales. Para él, esos estereotipos —que son, como se ha visto anteriormente, herencia histórica— son los que van a terminar por definir las características propias de las fiestas de toros en un determinado lugar. Para él, los toreros aragoneses son los más viriles y valientes. Los andaluces son chacoteros, ingeniosos y románticos. En Valencia los toros son reflejo de gente imaginativa, poeta, orientalista, culta y amante del progreso. Pamplona guarda consigo la indiferencia a la adulación, el ser altivo e independiente. En definitiva, esas serán las características que regirán la manera en la que en una ciudad u otra se viven las fiestas de toros, pero a pesar de ese cúmulo de convencionalismos, lo que consigue Pascual Millán es trazar un retrato de lo cotidiano, una estampa social viva que acerca al lector al calor de todo aquello que identifica como cercano, como doméstico, aquello que, como diría Ramón Gómez de la Serna, nos abriga.

El viaje en Caireles de oro es un aspecto fundamental. Pero muy lejos de poder catalogar la obra como literatura de viajes —ya que en ella no hay tránsito ni descripciones subjetivas de un observador culturalmente distante—, Pascual Millán conoce al dedillo los elementos históricos, sociales y culturales que definen cada una de las ciudades que describe. En todo momento el autor es observador, pero un observador consciente. Es por eso que su obra está bastante alejada de la que eruditos extranjeros pudieron hacer de las fiestas de toros en España llamados por el exotismo inspirado por el mito del buen salvaje. El poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo francés, Théophile Gautier, visitó España durante la breve tregua de las dos primeras Guerras Carlistas y describió las corridas de toros de norte a sur: Málaga, Madrid y Vitoria. Alejandro Dumas siguió sus pasos en Madrid y Sevilla. Previamente, a mediados del siglo XIX, el hispanista y dibujante Richard Ford, inspirado por un volumen escrito en inglés que versaba sobre la Tauromachia or the bull-fights in Spain, había iniciado un camino que le llevó de Londres a Cádiz descubriendo los toros en Andalucía. O quizá el más sonado de todos por la repercusión literaria —y en última instancia, musical— que tuvo, Prosper Mérimée. En todos estos autores extranjeros, embargados por el deseo romántico de conocer la Europa que no es Europa, elaboraron descripciones plenas de sensibilidad y entusiasmo, pero carentes de los conocimientos previos como para obtener un ápice de ciencia en sus escritos. Pascual Millán, naturalmente, no encaja en absoluto dentro de ninguna de esas acepciones. Su vocación es mucho más científica, historicista, pero siempre ensalzando poéticamente los elementos que hacen de aquellas gentes una parte señera del conjunto de la nación.

Asomarse a Caireles de oro es asomarse a un ejemplo singular, colorido y rico de la literatura taurina de finales del siglo XIX. Es un viaje a través del rico mapa histórico-costumbrista de España, plagado de interesantes reflexiones, anécdotas y planteamientos que, aunque en ocasiones escapen de la lógica, ofrecen una visión única de la tauromaquia como fenómeno etnológico. Ojalá encuentre el lector buen puerto a lo largo de estas páginas.

Guillermo Vellojín Aguilera

Historiador del Arte y documentalista de la Fundación Toro de Lidia 

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