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viernes, abril 26, 2024

Un centro de pensamiento y reflexión de la

Ver torear

Un Madrid sin San Isidro es un Madrid fantasma. Una ciudad silenciada por el luto y amputada por la pena. Atravesar la explanada vacía de la plaza de Ventas un trece de mayo de 2020 -el año de la pandemia – invitaba a darse la vuelta y cerrar la puerta de casa. El influjo de aquella tarde permanece aún suspendido en el aire, como un crespón. 

San Isidro: más de veinte tardes consecutivas de toros que en 2020 no fueron y que este año tampoco serán, al menos no en Las Ventas. Un Madrid sin San Isidro es un olvido del Talavante que torea en endecasílabos, una abolición del héroe y la clausura de ese patio de arrastre que atravesamos palpándonos los arponazos de belleza y angustia después del sexto toro.

En una sociedad empeñada en maquillar la enfermedad y esconder la muerte, el toreo conmueve e irrita. De una corrida nunca se sale ileso. Las astas toros, como la espada y las palabras, interpelan hasta dejarnos cicatrices.  Viendo torear aspiramos a lo que sólo pueden los héroes clásicos: ir hacia la muerte y volver de ella. Sacamos brillo a botones del uniforme de guerra que ya no poseemos. 

Sólo en los toros somos capaces de recordar que la muerte existe. Que la vida mancha. Hiede. Que la sombra le gana terreno al sol y que no basta el valor cuando faltan la verdad y belleza. Al ponerse ante un toro, el torero nos libera a todos del miedo que nos produce plantarnos ante el peligro. Enseña a nuestros temores a embestir y los supera. Incuso se diría que los ilumina con los hilos de oro del traje de luces.

Encuadernados en la piedra del tendido, en Las Ventas permanecen los recuerdos de quienes hoy no saben adónde ir. Cerrada a cal y canto, el viento arranca del albero las voces que durante décadas han conseguido componer una sola. Hay nostalgia y evocación de la reunión entre extraños que durante tres horas comparten un tiempo que dura de otra forma. Cruje la puerta grande a la espera de días mejores. 

Un Madrid sin San Isidro acumula ausencias: el hombre de plata que arroja papelillos, a punto de estallar como palomitas al contacto con el aire; los capotes desplegados en el callejón o el calor rotundo que nos hace pensar que en las tardes de mayo la plaza se abanica y aplaude para llevarle la contraria al sol. Llega este mayo, otra vez sin feria taurina ni de libros, las dos citas que convertían la ciudad en una fiesta perpetua.  

La pandemia sorprendió al mundo taurino con la guardia baja, las plazas cerradas, las cuadrillas sin trabajo y los ganaderos arruinados. Un 2020 marcado por la enfermedad y un 2021 aturdido por las sucesivas olas de rebrotes han evaporado el mar de tela blanca que forman los pañuelos de los aficionados cuando piden orejas. Pero no por eso hay que consentir el naufragio.

El uso interesado de los apoyos y los taques políticos, el avance del animalismo, el regusto por el agravio y la sentimentalidad tóxica buscan desde hace ya mucho desterrar la tauromaquia del mundo contemporáneo y justo por eso tiene más sentido pensar lo que los toros suponen. Porque de una corrida nunca se sale ileso. Porque viendo torear, como Ulises, somos capaces de ir hacia la muerte y volver de ella. 

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