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martes, octubre 15, 2024

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La fiesta y la fatal arrogancia

En los años 1980 tuve la fortuna de conocer al premio Nobel de Economía Friedrich A. von Hayek, uno de los grandes liberales del siglo XX. Estaba terminando el que iba a ser su último libro, publicado en 1988, poco tiempo antes de su muerte. Es un breve y enjundioso volumen sobre los errores del antiliberalismo de izquierdas y de derechas, o, como los había bautizado el mismo Hayek cuatro décadas antes en su clásico Camino de servidumbre: “los socialistas de todos los partidos”. Me contó, en una entrevista que mantuvimos para Revista de Occidente, que le había dado muchas vueltas al título, hasta dar con el definitivo: La fatal arrogancia

Esta presunción tiene dos perspectivas interconectadas: la ilusión del conocimiento y el desprecio a las instituciones. Los enemigos de la fiesta de los toros incurren en ambas. El liberalismo las combate. 

Las indudables conquistas de la razón impulsaron también la vana ilusión de que podemos saberlo todo y, en particular, que podemos saber lo suficiente como para organizar a los seres humanos mejor de lo que ellos son capaces de organizarse libremente. Ya en el siglo XVIII, Adam Smith se burló así del “hombre doctrinario”: 

Se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación…Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle –Teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, página 407.

La escuela escocesa de filosofía moral ocupa un lugar preponderante en el podio liberal no solo por sus ideas económicas, que algunas tuvo erradas, sino sobre todo por esta visión profundamente certera de la debilidad de la razón a la hora de conocer “el vasto tablero de la sociedad humana”. De esa visión se derivó una importante advertencia liberal, a saber: si el hombre, presa de su soberbia, decide a pesar de todo intervenir creyendo saber, lo más probable es que genere consecuencias nocivas, que no siempre son fáciles de ponderar con precisión. Los defensores de los toros han señalado reiteradamente los efectos perjudiciales que la prohibición de la fiesta desencadenaría sobre la sociedad, la economía y hasta la propia naturaleza que tantos pretendidos ecologistas dicen defender.

Junto a la presunción de la sabiduría, la fatal arrogancia desdeña las instituciones. Esto está vinculado con lo anterior, porque los ilustrados escoceses también avisaron que, como decía Adam Ferguson, los seres humanos tropiezan con instituciones que son producto de su acción, pero no de su designio. 

Ningún ser humano en concreto inventa tradiciones, ni costumbres, ni reglas morales desde la pura razón, porque ellas surgen evolutivamente por la propia conducta humana adaptándose a circunstancias cambiantes para sobrevivir y prosperar. Primero existieron la propiedad y los contratos, después las convenciones y normas sobre ellos; y sólo más tarde los racionalizó el derecho. Nadie inventó el mercado ni el dinero. Igual que el lenguaje brota primero de las personas y después, mucho después, llega a las academias. 

Hayek llamó a ese universo institucional “lo que está entre el instinto y la razón”. El pensamiento liberal subrayó a menudo su relevancia, y advirtió del peligro de violentar racionalmente desde arriba lo que es una lenta, compleja, y a veces contradictoria construcción evolutiva y cooperativa de la gente desde abajo. Y no lo hizo solamente por la conciencia de los límites de la razón humana, que también, sino porque los liberales percibieron que ese mundo constituía una salvaguardia de la libertad del pueblo. 

Desde Burke hasta Schumpeter, los pensadores resaltaron lo que llamaron “pequeños pelotones” o “fortalezas privadas” que mediaban entre los individuos y el poder. No fue, por tanto, un asunto menor la rivalidad entre el Estado y la Iglesia, puesto que la religión es otra de estas instituciones intermedias protectoras. El que las dictaduras comunistas, las más feroces de la historia, combatieran todas ellas la religión es cualquier cosa menos una casualidad.

Pero el crecimiento de la política a expensas de los derechos humanos, y con frecuencia apelando falazmente a esos mismos derechos, se ha extendido mucho más allá de esas tiranías. En muchos países democráticos también padecemos muestras de la fatal arrogancia, que van desde quebrantar crecientemente la propiedad privada con impuestos y trabas de todo tipo, hasta pretender imponer un nuevo lenguaje inclusivo o políticamente correcto; desde obligar a las personas a que coman y beban lo que el poder establezca, hasta que sigan normas morales estipuladas legalmente.

Dentro de esos intentos de orientar la política para que se inmiscuya en todos los rincones de nuestra existencia privada y pública, siempre con grandes objetivos pretendidamente en pro de nuestro bienestar y un mundo mejor, se inscribe la campaña que pretende acabar por la fuerza de las autoridades con la fiesta de los toros. Se trata de una siniestra maniobra que degrada al ser humano simulando preservar un animal al que, en realidad, aniquilaría por completo.  

Afortunadamente, en este caso, como en otros, la sociedad civil ha reaccionado, y empiezan a aparecer iniciativas como el Instituto Juan Belmonte. 

Son acciones que merecen todo el apoyo, incluso de quienes no son aficionados a la fiesta. Porque defenderla frente a la soberbia de quienes anhelan diseñar nuestras vidas no es solo defender los toros. Es defender la libertad. 

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