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jueves, mayo 2, 2024

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Ver o no ver: ¿cómo miramos la tauromaquia?

Las corridas de toros requieren una mirada especial que obliga al espectador a posicionarse y a descubrir si tiene la sensibilidad adecuada para apreciarlas

La tauromaquia no es un espectáculo cualquiera. Eso todo el mundo lo sabe. Podría incluso afirmarse que lo que acabamos de decir pone de acuerdo a taurinos y antitaurinos, e incluso a indiferentes. El enfrentamiento a muerte de un ser humano contra una fiera –y no una fiera cualquiera, sino una de las más fuertes y agresivas del planeta- obedece a una larga tradición cuya pervivencia en el siglo XXI constituye una rareza de primer orden. Sólo por esto sería la tauromaquia un fenómeno digno de consideración y análisis, sin que el asunto merezca ser ventilado de manera precipitada, presa de emocionalismos irreflexivos o de consignas ideológicas.

Porque, veamos: una cosa es que el espectáculo taurino no parezca razonable, es decir, esperable y sensato (que obviamente —y por fortuna— no lo es) y otra que no sea racional, es decir, que no se avenga o esté sujeto a la razón. De hecho, la razón sería la prima ratio de la tauromaquia, pues precisamente pone sobre el tapete la superioridad de lo humano sobre la bestia irracional y lo hace con conocimiento y dominio del ejecutante y, si es posible, con estilo y con arte. Pero es que, además, la razón asiste a la tauromaquia cuando es atacada desde el sectarismo ideológico o desde la sensiblería, que es la munición con la que actualmente se la combate. Porque eso sí que son argumentarios no sujetos a razón.

Tal vez habría que recordar —siempre es bueno hacerlo y más en esta época hipersentimentalizada— que la razón es lo único que une y comunica a los seres humanos, mientras que tanto la ideología como el sentimiento son siempre segregadores y causantes de conflicto.

«Es comprensible que haya personas que se sientan heridas en su sensibilidad por el espectáculo taurino»

Un juicio operativo y abarcador no debe basarse en la sensibilidad —pues sensibilidades hay muchas y muy diferentes— sino en la razón. El sentimiento hace referencia a las afecciones y la sensibilidad a las percepciones, pero en ambos casos nos alejamos del juicio racional, pues ni el sentimiento ni la sensibilidad pueden hacernos emitir juicios y valoraciones objetivos. Uno puede querer más a un perro que a una persona (eso cualquiera puede entenderlo), pero de ahí a pensar que un perro vale más que una persona media un abismo de locura.

Por otro lado, es perfectamente comprensible que haya personas que se sientan heridas en su sensibilidad por el espectáculo taurino, pero otras lo estarán por ver a un periquito enjaulado, otras por contemplar un combate de boxeo y otras por ver a una familia en cueros en una playa nudista. ¿Lo prohibimos todo? Obviamente no.

La razón —y más aún si atendemos a esa “razón vital” de la que nos hablaba Ortega y Gasset, ilustre taurófilo— nos enseña precisamente que todo es cultural, ambiguo y relativo en las realizaciones humanas y que hemos de tomar en cuenta esas circunstancias para enjuiciar las cosas. La tauromaquia tiene unas raíces históricas que explican y justifican su aparición en una determinada sociedad y cultura —la España del siglo de Oro— y al mismo tiempo se desarrolla al abrigo de una tradición humanista que asienta sus raíces en la paideia grecolatina y en la religión judeocristiana.

«La razón humana y humanista explica y asiste a la tauromaquia»

Desde esta perspectiva cultural y antropológica en la que “el hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras) y ha sido creado a “imagen” de Dios para “dominar” sobre el resto de las criaturas (Génesis 1,26) la tauromaquia se hace comprensible y defendible. Bien diferentes son otras perspectivas que no admiten de entrada ese hiato ontológico entre hombres y animales, sean las religiones de la reencarnación (budismo, hinduismo) o los planteamientos del animalismo actual, procedentes de humanitarismos dieciochescos que también suelen dar cobertura a los llamados post, trans o ciber pseudohumanismos de última hora.

Pero no es cosa baladí la tradición humanista que ha constituido —y todavía constituye— el signo de identidad de la civilización occidental y que ha llevado al mundo a extraordinarias cotas de conocimiento y sabiduría. Desde esta tradición —que considera al ser humano como la única criatura libre y responsable de la tierra, superior a las demás especies, esclavas de la naturaleza y de los instintos— es desde donde hablan y argumentan los taurinos.

Ahora bien, precisamente porque es razón humana y humanista la que explica y asiste a la tauromaquia, el buen aficionado es capaz de valorar sin complejos el alcance de su afición, pero también de discurrir sobre su cariz y su ambivalencia. La razón le hace ver que es un espectáculo extremo, singular, aleatorio —aunque “esencial”, porque va a las esencias— y que el toreo es en cierto modo un arte hermético, basado en la intuición, la sensación, la sensibilidad, algo que no es apto para todo el mundo. La afición a la tauromaquia no puede por tanto “venderse” a nadie (como sus denigradores, con pastillas ideológicas, pretenden vender el antitaurinismo).

«La tauromaquia enseña, entre otras muchas cosas, a no emplear raseros maniqueos y a aceptar la ambivalencia de la vida»

¿Se puede “vender” acaso la creencia religiosa, el amor al terruño, la pasión por la literatura? O se siente o no se siente, y no hay más. Y ¿cómo negar que el espectáculo golpea de diversos modos —sublimes o ingratos— en lo más profundo del ánimo del espectador, iluminando dimensiones estéticas y espirituales, pero desvelando a veces crudezas toscas y atrabiliarias que no a todo el mundo le apetece contemplar? ¿Aunque no es eso acaso la vida misma?  ¿Y no representa también, sin trampa ni artificio, la dignitas y la miseria congénitas de nuestra condición humana? No hay admiración equiparable a la que el valor y la dignidad de un torero pueden llegar a despertarnos en la plaza; pero, a la vez, ¿qué aficionado no percibe miserias en el espectáculo taurino cuando un toro no es bravo, un torero no se entrega o no está la altura, o la función taurina se corrompe, por el motivo que sea, quedando a merced de intereses espurios?

La tauromaquia enseña, entre otras muchas cosas, a no emplear raseros maniqueos y a aceptar la complejidad de los juicios y la ambivalencia de la vida. Ello se he manifestado repetidamente en el ámbito propio de los filotaurinos, y más si se trataba de aficionados intelectuales (baste recordar la conclusión melancólica de Leopoldo Alas “Clarín” en su artículo “La coleta nacional” o el cinismo apasionado de Ramón Pérez de Ayala en una página célebre de su libro Política y toros). Pero eso también sucedía a veces entre los desafectos, y hasta el antitaurino Unamuno encontraba en la tauromaquia bondades genuinas y elementos positivos.

«¿Qué taurino cabal no se ha sentido golpeado por sensaciones diversas, y aun contradictorias, sentado en el tendido?»

No es de extrañar que alguien salte de un extremo a otro, volviéndose un “converso” o un “arrepentido”. De entre estos últimos un caso notable fue el de Rafael Sánchez Ferlosio, que tuvo sus temporadas de abonado a Las Ventas y describía en 1980 con arrobo y precisión las verónicas de Rafael Ortega o su inimitable y elegante modo de estoquear los toros, pero que unos años más tarde consideraba a la tauromaquia —en una revenida descalificación gruesa— como “una degeneración humana y cultural”.

Pero, en otro orden de talantes y matices, ¿qué taurino cabal no se ha sentido golpeado por sensaciones diversas, y aun contradictorias, sentado en el tendido? No sólo desaprobar a un torero en su primer toro y elevarlo a los altares en el segundo, sino manifestar alternativamente hastío y entusiasmo, aburrimiento y emoción, lástima por el toro y lástima por el torero, optimismo y pesimismo sobre el futuro de la “fiesta”, ganas de que el diestro se la juegue y temor de que el animal lo hiera, de que el toro sea fiero y temible y de que se someta al dominio y al arte de su matador, de sentirse individual y único como aficionado y de fundirse en la ola de la emoción colectiva, de que el torero ejecute el pase canónico, platónico, mil veces soñado y de que dé un sello personal y novedoso a todos sus lances… ¿Es inconcebible y absurda esta diversidad o es fluir con la sístole y la diástole de la vida?

«Explicar la mirada del toro es imposible, y una fraudulenta arrogación que dice representar el animalismo»

Porque la tauromaquia, en último término, es una caja de resonancia potentísima de ciertos anhelos y emociones humanos, y el taurófilo sabe que hay una Razón para legitimarlos, aunque también “razones” para resistirse a ellos. Quizá esa es la enorme diferencia entre el aficionado a la tauromaquia y el abolicionista antitaurino, un rasgo que certifica el totalitarismo de este último (y por añadidura su estrecho punto de vista): el taurino sabe y entiende lo que el antitaurino ve para defender su postura, pero el antitaurino no sabe —ni quiere saber— lo que ve el taurino. Porque, en efecto, la cuestión en el fondo (al modo del célebre quid shakespeariano) es ver o no ver.

Y hay ojos para todo. Ojos para ver una cultura humanista donde el ser humano es la especie privilegiada de la creación, para sentirse identificado con una expresión cultural en la que se trasluce la historia y la intrahistoria de la nación española, para apreciar una tradición popular que no escamotea los usos del campo y de la naturaleza y para disfrutar colectivamente de misterios míticos, litúrgicos, ceremoniales que nos sustraen provisionalmente del tiempo y el espacio absolutamente planos y profanos de la modernidad. Pero también hay miradas refractarias a la tradición y a la historia, ojos exclusiva y excluyentemente urbanos, donde lo rural se ve como primitivo y los animales se sienten como mascotas, ojos higiénicamente modernos, renuentes a lo sagrado, a lo primigenio, a lo originario.

No estaría de más recordar aquí aquello que decía José Bergamín en La claridad del toreo: que la corrida no puede verse “ni con telescopio ni con microscopio”, es decir, ni sometiéndola al distante escalpelo del puro intelecto ni aproximándonos con cristales de aumento a las crudezas de la sangre, sino con la “claridad” justa y “natural” de una mirada tamizada por la historia y por la tradición, pero también por la propia implicación de quien mira. En esa mirada implicada y personal es en la que reparaba Julio Caro Baroja en un artículo de 1984 publicado en la Revista de Occidente, al declarar discretamente que no deseaba entrar a valorar el asunto taurino porque reconocía que no poseía “el órgano esencial para comprender: la afición misma”. Y parece mentira que hoy haya que explicar que esa mirada, por definición, es la mirada de un ser humano, no desde luego la mirada del toro, que es la que con imposible y fraudulenta arrogación dice representar el animalismo.

«La visión del antitaurino es como la del que se fija en las motitas de suciedad que hay en el cristal»

Hay un cuadro célebre de  M.C. Escher (“Límite circular IV”, del año 1960) que es un círculo repleto de figuras blancas y negras trabadas entre sí: según la percepción de cada espectador este verá un círculo lleno de ángeles blancos sobre un fondo negro, o un círculo lleno de demonios negros sobre un fondo blanco.

Los antitaurinos, desde el animalismo, sólo ven horror hacia el animal y no tienen ojos más que para ello; los taurinos, desde el humanismo, ven cosas de mayor calado en relación con la persona. Podríamos aquí traer a colación aquello que afirmaba José Ramón Gómez Nazábal en su Estética y plástica del toreo (1989) cuando, a propósito de los ataques contra la tauromaquia, hablaba de “los árboles que impiden ver el bosque” y acudía muy gráficamente a la metáfora de una ventana para advertir que todo resulta cuestión de enfoque: la visión del antitaurino es como la del que se fija en las motitas de suciedad que hay en el cristal y no en el magnífico paisaje que puede contemplarse a través de la ventana. En efecto, cautivado por la grandeza mítica y significacional del espectáculo, el aficionado taurino sólo repara en segunda instancia en esas impurezas vítreas cuando la lidia resulta muy deficiente por causa del toro o del torero. Pero los antitaurinos ven la suciedad en primera instancia, y con ella se quedan.

Cada una de estas dos miradas lleva consigo una argumentación posible, aunque sólo el bando de los taurófobos hace de ello un casus belli y, atrincherado en el puritanismo tiránico de la llamada “cultura de la cancelación”, eleva a un rasero ético los dictámenes de su sensibilidad y criminaliza a quienes no los comparten. Pero los taurófilos podrían alegar a quienes les acusan de insensibilidad que lo que les falta a sus acusadores es clarividencia: ir más allá de la inmediatez absoluta, como quien sólo ve manchas en un cielo de Turner o rayas y pegotes en un cuadro de Pollock. Y podrían incluso atribuirles una mirada sucia y perversa sobre las corridas de toros, al apreciar sólo en ellas sangre y sufrimiento, siendo incapaces de ver otra cosa. Una incapacidad que parece todavía más incomprensible cuando se produce en la tierra originaria de la tauromaquia. En un artículo de 1997 (El país, 17 de mayo) el gran pintor y escritor Ramón Gaya se refería con acertada ironía a la “virtuosa frivolidad” de los antitaurinos que no han sabido ver lo que hay en el toreo de “sustancia nuestra, pureza nuestra, médula intocable”.

Pero no resulta fácil para quienes tienen la miopía de las distancias cortas y la mirada habituada a la inmediatez del presente hacer ese viaje a la esencia de lo antiguo con los ojos de la cultura y la imaginación. Ese “viaje”, sí. Porque hay mucho de viaje cuando uno accede a una plaza de toros. Y no un viaje cualquiera, sino uno de esos que se hacían antes de la era digital —que todo lo iguala y lo desustancia— a países exóticos, como podía ser India. Había viajeros que se quedaban hechizados a las primeras de cambio y se convertían en adictos; o bien, hundidos y asqueados, ya no deseaban volver nunca a ese país: podían quedarse con la indigencia del mendigo sentado en la calle, o bien con su franca e inaudita sonrisa, y ni ellos mismos eran responsable de esa elección. Algo elegía dentro de ellos y determinaba su mirada.

Y tal vez exista, después de todo, ese “instinto taurino” del que hablaba Muñoz Fillol en un curioso e interesante libro titulado Metafísica taurina. Un instinto en forma de semilla que florecería predominantemente en terrenos abonados cultural y geográficamente como ha sido España, pero que tendría su origen y razón de ser en una serie de necesidades épicas, psicológicas, éticas y estéticas que saldrían a flote en el enfrentamiento entre el hombre y la bestia.

«Albert Camus, cuando vio su primera corrida de toros, escribió: Creo que he encontrado mi religión»

Ese instinto, a juicio del autor, tendría un asiento universal y permanente, pero estaría reprimido hasta su desaparición en muchos individuos, figurando entre ellos los enemigos acérrimos de la tauromaquia (aunque habría que decir que ni siquiera en todos: no es difícil sospechar, por ejemplo, que uno de los más emblemáticos —Eugenio Noelluchaba permanentemente contra un poderoso instinto taurino que latía en su interior).

Ese mismo y connatural instinto explicaría quizá la reacción subitánea de atracción o rechazo que suele producirse la primera vez que se asiste a una corrida de toros. Como la India, en efecto, —o como la ópera— es algo que cautiva o repele, arrebata o disgusta al primer golpe de vista. Y no es preciso entender la complejidad del espectáculo para entusiasmarse con ello, para sentir el pellizco, la verdad misteriosa que encierra y transmite.

Abundan testimonios de escritores extranjeros que, a lo largo de las épocas, nos han hecho saber con emocionadas palabras la fascinación de ese primer impacto: Prosper Mérimée, Richard Ford, Waldo Frank, Albert Camus…  Este último, por ejemplo, uno de los autores más hondamente humanistas del pasado siglo, describía así en 1950 el deslumbramiento de su primera tarde de toros en una carta a su amante María Casares: “Creo que he encontrado mi religión. Esta se celebra ahí, entre el sol y la sangre. Dicha lidia, sobre todo en el instante de su desenlace, le deja a uno abrumado de angustia y de grandeza.” Y luego dice: “Cuando salí, estaba vacío, un poco como si hubiera hecho el amor seis veces.”

Ver o no ver, sentir o no sentir, he ahí (de nuevo) el principal asunto.


Javier García Gibert es filólogo y ensayista.

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