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domingo, junio 15, 2025

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Una mirada al ancestro del toro bravo a través del arte rupestre paleolítico

Desde tiempos ancestrales, y en diferentes partes del mundo, el toro ha gozado de un estatus cultural muy destacado, como animal totémico, de culto y veneración religiosa, además de icono de la fuerza y la virilidad.

A inicios del Paleolítico Superior, hace unos 40.000 años, los grupos de cazadores-recolectores, como testimonio excepcional de su comportamiento simbólico, empezaron a decorar las cuevas, abrigos y espacios al aire libre. 

El arte rupestre es toda aquella manifestación artística, bien sea pintada o grabada, que se plasma sobre la roca. En el caso de las cuevas prehistóricas, las imágenes se representan tanto en paredes como en techos. 

Tal expresión cultural se prolongó, durante al menos 30.000 años, desde la Península Ibérica hasta los Montes Urales en Rusia, si nos ceñimos al ámbito europeo.

Referente a la temática, podemos diferenciar un arte de tipo figurativo, monopolizado casi en exclusiva por las figuras de animales, y otro de naturaleza más abstracta, muy variado en cuanto a su tipología y complejidad, desde simples líneas o puntuaciones a motivos geométricos, que englobamos en la categoría de signos.

La fauna que se representa en el arte rupestre paleolítico, al menos en el espacio franco-cantábrico (norte de España y sur de Francia)[1] es variada, si bien se caracteriza por discriminar unas especies en favor de otras.

Cuando hablamos de discriminación, nos referimos a que los artistas, de forma deliberada, seleccionan o dan mayor protagonismo a un conjunto de animales, es decir, que no se representa toda la diversidad de la fauna que existía en esos territorios durante el Paleolítico Superior.

Basándonos en esta circunstancia, en los paneles decorados, tanto en cuevas, abrigos o al aire libre[2], prevalecen especies como bóvidos (especialmente bisontes), équidos, cérvidos y caprinos. El resto de animales ungulados, de carnívoros o de otros vertebrados constituyen una minoría; constituyen, pues, una fauna marginada del bestiario representado en este dilatado ciclo artístico de las sociedades de cazadores-recolectores que vivieron en la etapa final de la glaciación Würm.

Atendiendo a lo expuesto, ¿qué podemos decir de la representación del antecesor del toro bravo en tiempos prehistóricos? ¿Es esa criatura icónica como lo fue en el imaginario de otras culturas del pasado? 

En primer lugar, conviene reseñar que el toro que se representa en el arte rupestre paleolítico se corresponde con el uro euroasiático[3], especie extinta de mamífero artiodáctilo que, taxonómicamente, pertenece a la familia Bovidae, al género Bos y a la especie primigenius.

Este agriotipo[4] ocupó vastas extensiones del gran continente euroasiático desde, al menos, el Pleistoceno Inferior (unos 2 Ma). El último ejemplar del que se tiene constancia, lo que supondría su extinción, fue una hembra que hasta el año 1627 pastaba en los bosques polacos de Jaktorow.

Bos primigenius era un bovino de gran tamaño, con una altura media desde la cruz al suelo que podía alcanzar los dos metros, en el caso de los machos, y un peso que podía oscilar entre los 700 y 1.200 kilogramos.

Sus astas eran potentes, de color blanco en la base y negro en las puntas, con una longitud que podía superar los 100 cm. Se curvaban hacia arriba, tomando la apariencia de los brazos de una lira o en forma de “U”[5]. Las extremidades, tanto inferiores como superiores, eran relativamente largas, lo que les proporcionaba agilidad suficiente para alcanzar una gran velocidad en carrera.

Vivían en grupos de tamaño variable compuestos por machos, hembras y crías, y su hábitat preferente lo constituían áreas boscosas con abundante vegetación y fuentes de agua.

La imponente presencia de este herbívoro no pasó desapercebida para los grupos humanos que empezaban a reflejar, en el mundo subterráneo y en afloramientos al aire libre, un universo simbólico de pinturas y grabados, producto de unas altas capacidades cognitivas y estéticas.

En la Península Ibérica[6], el uro ocupa la quinta posición entre los animales más representados en el arte rupestre paleolítico, con porcentajes que se sitúan en torno al 10% del total. Este porcentaje se reduce al 7% en la región cantábrica, mientras que, en el sur de Francia, a pesar de los colosales uros de las cuevas de Lascaux, Pech Merle o Chauvet, esta especie es secundaria, superada numéricamente por caballos, bisontes, mamuts, cabras o renos.

A primera vista, nos podría parecer que el uro es una especie infrarrepresentada en el bestiario gráfico y artístico de las sociedades que vivieron durante el Paleolítico Superior. No obstante, es un animal que está presente en muchas de las cuevas y estaciones pertenecientes a este período, lo que le confiere una dignidad especial entre la fauna simbólica y totémica de nuestros ancestros.

GONZALO PEDRO SÁNCHEZ EGUREN

Docente, historiador y antropólogo


[1] La región franco-cantábrica concentra la mayor cantidad de cuevas con arte rupestre paleolítico. Se da la circunstancia añadida de que fue aquí donde se identificó por primera vez este tipo de expresión gráfica, concretamente en la cueva de Altamira (Santillana del Mar, Cantabria) en 1879. Años después, tras ser aceptada la cronología paleolítica de Altamira, aparecieron otras cuevas decoradas, tanto en el sur de Francia como en Cantabria y Asturias: La Mouthe, Pair-non-Pair, Combarelles, Font- de-Gaume, El Castillo, Covalanas, Hornos de la Peña, El Pindal, entre otras. 

[2] Hasta la década de los años 80 del pasado siglo, el arte rupestre paleolítico se circunscribía a cavernas y abrigos (cuevas poco profundas, de poco desarrollo), hasta que se identificaron los sitios de Siega Verde (Salamanca) y del valle del Côa (noreste de Portugal), que presentan la mayor concentración de arte rupestre al aire libre y están declarados Patrimonio de la Humanidad.

[3] Parece ser que fue Julio César, tal y como aparece en “La Guerra de las Galias”, quien introduce el vocablo “uro” para referirse a un toro salvaje que así lo denominaban algunas tribus celtas. 

[4] En el ámbito de la zoología, y en particular de la ganadería, un agriotipo es una especie silvestre de la que procede un animal doméstico. Por ejemplo, el lobo sería el agriotipo del perro, así como el uro sería el antecesor de las razas bovinas. 

[5] Precisamente, esta característica de la forma de la cornamenta de los uros va a ser una de las señas de identidad de la representación de esta especie en el repertorio iconográfico del arte rupestre. 

[6] Haciendo un recuento de la frecuencia en la representación de la temática animalística en el conjunto la Península Ibérica, tomando como referencia los estudios de Jesús Altuna, los ciervos (fundamentalmente hembras) y el caballo son las especies que en más ocasiones se reproducen, con porcentajes cercanos al 30% del total de figuras identificables. Le siguen las cabras y los bisontes.

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