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Sobre la prohibición de los toros

Hace ya seis años, el 2 de agosto de 2010 concretamente, publiqué en este periódico un artículo titulado La cultura está más allá de la Ley a propósito de la Ley que el Parlamento de Cataluña acababa de aprobar prohibiendo «las corridas de toros y los espectáculos con toros que incluyan la muerte del animal y la aplicación de las suertes de la pica, las banderillas y el estoque, así como los espectáculos taurinos de cualquier modalidad que tengan lugar dentro o fuera de las plazas de toros», salvo los llamado correbous, cuya subsistencia blindó otra Ley tramitada y aprobada en paralelo, la 34/2010, de 1 de octubre.

Decía entonces y repito ahora que la cultura de un pueblo está más allá, en efecto, de la voluntad de los gobernantes y fuera incluso del círculo de atribuciones de éstos, porque es una expresión de la peculiar manera de ser y de estar en el mundo de las gentes (sí, las gentes, que la palabra no es propiedad exclusiva de los populismos rampantes que nos acosan) que lo componen, de su modo singular y característico de interpretar y sentir la realidad en la que se desarrolla su vida y eso no se crea, ni se destruye por leyes o decretos.

El pueblo soberano no ha delegado en los gobernantes el poder de destruir o eliminar ninguno de los bienes que integran su patrimonio cultural. Les ha ordenado justamente todo lo contrario, esto es, que garanticen y promuevan el enriquecimiento de dicho patrimonio y que aseguren su disfrute por todos los ciudadanos.

Ningún legislador -ni el catalán, ni el estatal- puede prohibir o eliminar, por lo tanto, las corridas de toros, los encierros de Pamplona y de otros muchos lugares, y los cientos y cientos de juegos y ritos del toro que desde hace muchos siglos se celebran periódicamente por toda la geografía española, como tampoco pueden prohibir la sardana, la jota, las procesiones de Semana Santa, el flamenco, la romería del Rocío o los carnavales. Son nuestros. Pertenecen al pueblo y sólo el pueblo puede disponer de los elementos que integran todas y cada una de estas piezas que forman parte de nuestro patrimonio cultural a medida que aumente o disminuya su vinculación afectiva con ellas.

Era, pues, rigurosamente inevitable que el Tribunal Constitucional terminara declarando, como, en efecto, lo ha hecho con su Sentencia de 20 de octubre último, la inconstitucionalidad y nulidad de tan arbitraria prohibición, inspirada no por un franciscano amor a los animales, sino por el propósito de arrancar a Cataluña de España.

La sentencia del Tribunal Constitucional no va tan lejos, ni se pronuncia en términos tan categóricos como yo acabo de hacerlo, pero llega a la misma conclusión por un camino, el análisis competencial, estrictamente técnico y por ello menos propicio a la polémica, que, como es lógico, no nos satisface del todo a los aficionados a la Fiesta otrora llamada Nacional, adjetivo éste que ese despreciable hábito del lenguaje políticamente correcto ha condenado al ostracismo.

El Tribunal admite que «la prohibición de espectáculos taurinos que contiene la norma impugnada podría encontrar cobertura en el ejercicio de las competencias atribuidas a la Comunidad Autónoma en materia de protección de los animales y en materia de espectáculos públicos» (afirmación ésta más que discutible porque el texto literal de los artículos 116.1.d y 141.3 del Estatuto de Cataluña en los que pretende apoyarse dista mucho de ampararla), pero observa con toda razón que esas competencias «no pueden llegar al extremo de impedir, perturbar o menoscabar el ejercicio legítimo de las competencias del Estado en materia de cultura al amparo del artículo 149.2 de la Constitución», por lo que, existiendo una evidente conexión entre las corridas de toros y el patrimonio cultural español, llega a la conclusión de que la medida prohibitiva, «en cuanto afecta a una manifestación común e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal dirigida a conservar esa tradición cultural… hace imposible dicha preservación», e infringe el precepto constitucional citado.

Éste es el corazón de la sentencia, lo que los juristas llamamos su ratio decidendi. Quienes no lo son se preguntarán, sin embargo, si esto es suficiente para zanjar definitivamente el problema.

La respuesta tiene que ser forzosamente negativa y, si alguna duda hubiera, ahí están las declaraciones de algunos líderes significativos del nacionalpopulismo catalán que, nada más tener noticia de la sentencia que anulaba su Ley, se apresuraron a afirmar que en Cataluña no volverá a haber corridas de toros en ningún caso. La cruzada antitaurina que hace ya muchos años emprendieron continuará por otros caminos ahora que el de la prohibición ha quedado cegado.

Desde esta perspectiva no dejan de ser preocupantes algunas de las manifestaciones que con innegable buena voluntad y no poca ingenuidad hace la sentencia cuando, tras exponer su conclusión, precisa que «ello no significa que la Comunidad Autónoma no pueda, en ejercicio de sus competencias sobre ordenación de espectáculos públicos, regular el desarrollo de las representaciones taurinas… ni tampoco que, en ejercicio de su competencia en materia de protección de animales, pueda establecer requisitos para el especial cuidado y atención del toro bravo».

Para los cruzados, estos modestos caminos son, sin duda, auténticas autopistas por las que no dudarán en avanzar de nuevo, tanto más cuanto que la sentencia, al resolver el recurso por la vía competencial, dejó imprejuzgadas las cuestiones de fondo, planteadas por la Ley anulada, esto es, su posible colisión con determinadas libertades y derechos fundamentales, en particular la libertad artística y la libertad de expresión, y con otros derechos y principios rectores económicos y sociales, como la libertad de empresa, el derecho de acceso a la cultura y el principio de enriquecimiento del patrimonio cultural.

Importa por ello recordar que la reciente Ley estatal 10/2015, de 26 de mayo, para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, en el que se incluyen las «artes del espectáculo» y «los usos sociales, rituales y actos festivos» y, por lo tanto, también los festejos taurinos en general (vid. su disposición final sexta), obliga a todos los poderes públicos sin excepción a acomodar sus actuaciones a los principios generales que enuncia su artículo 3, entre los cuales figura «la sostenibilidad de las manifestaciones culturales inmateriales, evitándose las alteraciones cuantitativas y cualitativas de sus elementos culturales». Regular el desarrollo de los espectáculos taurinos sí, pero, ¡ojo!, sin desnaturalizarlos mediante alteraciones, cuantitativas o cualitativas, de cualquier tipo que sean.

En esa misma línea cabe recordar también que la protección del patrimonio cultural inmaterial incluye «el respeto y conservación de los lugares, espacios, itinerarios y de los soportes materiales en que descansan los bienes inmateriales objeto de salvaguarda» y que los «espacios vinculados al desenvolvimiento de las manifestaciones culturales inmateriales», las plazas de toros en este caso, «podrán ser objeto de medidas de protección conforme a la legislación urbanística y de ordenación del territorio por parte de las Administraciones competentes» (artículo 4).

La historia continuará, sin duda, porque estos nuevos empecinados no cejarán en su empeño por una sentencia más o menos, ya que tienen demostrado que no están dispuestos a acatar ninguna que no les dé la razón, pero la próxima vez nos encontrarán, sin duda, mejor armados.

La política, cuando llega a estos extremos, es un espectáculo grotesco, pero así seguirá siendo mientras algunos de sus actores se crean héroes.

Artículo escrito por Tomás-Ramón Fernández, miembro de la Comisión Jurídica de la Fundación Toro de Lidia, para el diario El Mundo el 4 de noviembre de 2016.

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