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sábado, abril 20, 2024

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Ilustración y barbarie

La modernidad es hija de la Ilustración, de las luces, de la razón. El hombre moderno se caracteriza por el atrevimiento de pensar por sí mismo, de hacer uso de su propia razón para examinar a su luz todos los ámbitos de la vida. No reconoce más autoridad que el dictado de la razón, a cuyo criterio y a cuya crítica debe plegarse todo lo habido y por haber: nada escapa a su «donoso y grande escrutinio». La Ilustración pretende sacar al hombre de su «culpable minoría de edad», liberarle del prejuicio, la ignorancia, la superstición, hacerle abandonar la brutalidad y la bajeza irracional de sus costumbres. Proclama así un nuevo inicio (lo «moderno», etimológicamente, es lo reciente) frente a lo antiguo, lo tradicional, lo arcaico o lo primitivo: todo aquello que por su origen y transmisión se muestra reacio a la razón y ha de ser reformado por esta o simplemente arrumbado y dejado atrás en aras del progreso de las luces; no digamos cuando se obstina en forma de oscurantismo y amenaza con truncar ese avance. (Es en esta clave como hay que entender la defensa que nuestros mejores ilustrados, un Jovellanos, un Vargas Ponce, hacen del «saludable designio» de abolir el espectáculo taurino, «por tantos títulos bárbaro, expuesto e indecoroso»).

La Ilustración, así pues, se concibe y define a sí misma frente a algo otro, su otro: la barbarie. La barbarie entendida como ausencia o insuficiencia de luces, como un antes de la civilización o una recaída en los tiempos oscuros que la precedieron. Luz y tiniebla, nítidamente delimitadas una de otra, al modo de un Limes Germanicus, la frontera que separaba y guardaba el Imperio romano de las tribus bárbaras no sometidas a su ley. Trazando incansablemente esa línea de demarcación, el espíritu de las luces se mantiene vigilante. Y no debe desfallecer en su vigilia. 

Esto último lo supo bien Francisco de Goya: «El sueño de la razón produce monstruos». El Goya ilustrado quiso denunciar en sus Caprichos «los errores y vicios humanos» y «la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil» (Moratín) cuando se apaga la luz de la razón. Pero la mirada del pintor plasmará después «los desastres de la guerra»: la brutalidad y la barbarie… nacidas de las luces. La ensoñación de la razón imbuida de sus propios ideales, ese otro sueño de la razón, también produce monstruos. Goya, con una lucidez desengañada de esos otros ensueños, explora «la sombra de las luces» (Todorov), las «potencias á obscuras», a las que se encomendó Quevedo en Los Sueños. Los inquietantes grabados de Goya son visiones de una razón extraviada en su luz deslumbrante que se torna sombra. 

Por eso es Goya nuestro contemporáneo, porque anuncia el horror de un siglo, el xx, que asistirá a una nueva forma de barbarie surgida del mismo proceso de la civilización. La Ilustración incurre en una trágica «dialéctica»: los medios racionales destinados a la liberación del hombre se convierten en el mecanismo de su dominación. Una barbarie civilizada, más poderosa y destructiva por ello, y más insidiosa, que la barbarie a la que se oponía el discurso ilustrado. Pero esto obliga a repensar la noción misma de Ilustración. Y a redefinir el trabajo de la cultura y la intervención del pensamiento libre en la sociedad.

El pensamiento libre no es la proyección de una luz uniforme, totalizadora, cegadora; su elemento es la luz del claroscuro, rica en matices, diferencias, contrastes. No se presenta armado con los prestigios de la ideología, sino vestido con la duda serena de la inteligencia. No se adhiere a ningún dogma, por «racional» que fuere, sino que practica el juicio y la ponderación. No alega la Razón, con mayúscula, sino la razonabilidad y el buen sentido. No busca promover un bien absoluto, mucho menos imponerlo, sino que sopesa con atención los bienes y los males relativos. Es heredero, así, del mejor espíritu de la Ilustración. Y prudente salvaguarda contra toda especie de barbarie civilizada.

En 1931, el escritor alemán Ernst Toller viene a España a conocer sobre el terreno la nueva situación política y social tras la proclamación de la República. En Madrid, movido por la curiosidad, decide asistir a una corrida de toros, aunque se había jurado no acudir nunca más a semejante espectáculo, que había visto por primera vez en el sur de Francia. Al cabo del festejo tiene impresiones encontradas. Por un lado, sus «objeciones claras y razonables contra las corridas de toros». Por otro, la vivencia de «los lances», «la sinfonía de colores», «los pasos danzarines del torero», «los ademanes matemáticamente calculados de su brazo», su «juguetona superioridad» en el desprecio a la muerte. Concluye su relato: «Cuando la corrida había terminado, estaba yo en el ruedo en el atardecer violeta. Dos niños de seis o siete años jugaban al toro y al torero. ¡Qué conocimiento minucioso de las reglas del toreo, qué dominio lleno de gracia de los cuerpos infantiles! No sabía qué había de admirar más, si la belleza de los ojos negros del toro o el encanto infinito del torero…».Una Ilustración, pues, a la luz tenue del atardecer. La «claridad del toreo», que dijera José Bergamín.

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