Por Juanma Lamet
Real Maestranza de Sevilla, 19 de octubre de 2022
Excelentísimo señor teniente hermano mayor de la Real Maestranza de Caballería, ilustrísimo diputado primero, excelentísimos e ilustrísimos maestrantes, ilustrísima presidenta de la Fundación de Estudios Taurinos, autoridades, amigos todos.
Muchos de los valores que llevo en mi particular mochila de vida los aprendí aquí, en esta plaza. Aquí se me grabaron a fuego los códigos más trascendentales, esos que siguen en pie cuando todo lo demás naufraga. La mirada serena, la solemnidad del silencio, la lealtad y la amistad -que viajan juntas-, la dignidad, la vergüenza torera, el honor, la liturgia inmutable de los ritos… Y también esa particular forma del mirar el mundo con el apasionamiento curioso de un aficionado. Porque eso es un aficionado, un apasionado con conocimiento de causa. Y aquí en La Maestranza he conocido yo a los más cabales.
Si soy lo poco que soy es gracias en gran parte a que aprendí a mirar el mundo, de niño, desde un abono del tendido 9 de La Maestranza. Allí, debajo de la banda del maestro Tejera, asimilé yo muy pronto todos esos códigos y los resumí en un solo mandamiento incontrovertible: amarás a Curro Romero sobre todas las cosas. Teniendo la esencia clara, y Curro es la esencia, yo creo que el resto va solo.
Aquí, en La Maestranza, mi padre espoleó mi afición taurina y mi madre la facilitó, cediéndome -más veces de las que seguro le hubiera gustado- su localidad. A ellos les debo el feliz hallazgo de esta escuela de valores. Lo que quiero decir es que ésta es mi catedral y que, desde el fragor vocinglero de Madrid, echo mucho de menos la presencia serena e inconmovible de la Maestranza, una plaza que llevo enclavada en el centro de la vida misma, como si este coqueto óvalo fuera en verdad la aguja del compás de todas las cosas. Porque es muy probable que lo sea. Dicen que todas las plazas son redondas, pero ésta es que nació… redonda.
Lo que quiero contarles esta noche, en la presentación del núero 50 de la Revista de Estudios Taurinos, es que estos valores que representa como nadie La Maestranza están en peligro. Si hay una amenaza para nuestro modo de vida, ésa es la del animalismo, que avanza a toda velocidad en nuestra sociedad a lomos de un mensaje buenista, lleno de eufemismos y travestido de mojigatería, pero que esconde una honda pulsión inquisidora. Los animalistas van ganando terreno en España por la sencilla razón de que un alto porcentaje de la población no sabe ¡ni se imagina! cuáles serían las devastadoras consecuencias de implantar en nuestra tierra los postulados de esta devastadora ideología.
No sólo nos toca luchar ahora contra los antitaurinos y contra la querencia censuradora de los partidos que quieren prohibir los toros. No. También nos enfrentamos a un cambio de paradigma social, en el que se nos quiere imponer el animalismo como filosofía de vida. El Séptimo de Puritanía nos coloniza con su galope reaccionario desde las redes sociales y desde las zonas tibias del debate público. Al compás de su trampantojo victimista, bajo la bandera falsa del ternurismo y aprovechándose de la nueva ola del mascotismo, el animalismo nos trae la buena nueva de la extinción de la raza humana como dominadora del mundo. Así de dramática es la bocina de alerta que quiero hacer sonar aquí esta noche. Porque el animalismo, dicho «pronto y en la mano», como Antoñete, supondría sencillamente el fin de nuestra cultura. Por eso en el orbe taurino tenemos que potenciar nuestras fortalezas, porque estamos librando una batalla vital: la de la propia libertad del hombre, en su sentido más intrínseco y en verdad trascendental.
Por suerte, como apunta Javier Jaspe Nieto en este número 50 de la Revista de Estudios Taurinos, «las razones para desacreditar el estatus cultural de la tauromaquia se van disolviendo a medida que las sometemos a crítica». Él pone como ejemplo el manido mantra de que «la tortura no es cultura». Es un eslogan con el que se nos coloca el mensaje de que cualquier forma de violencia inflingida sobre un ser vivo por parte de otro no debería considerarse un contenido aceptable. Para empezar, es imposible que se dé la tortura cuando el torturado no huye, sino que ataca. Además, como explica Jaspe Nieto, este lema tan naif de que la tortura no es cultura supondría eliminar, mutatis mutandi, el boxeo o cualquier arte marcial.
El animalismo es una filosofía absolutamente incompatible con nuestra cultura popular. Si se aprobase en España una ley «de bienestar animal» como la que le ha propuesto PACMA al Gobierno, eso sería sólo el primer paso. A largo plazo tendríamos que poner fin a los Sanfermines. A la cecina de león. A la Romería de El Rocío. A la rapa das bestas en Galicia. A la matanza del cerdo. Y no haría vuelta atrás. Habría que cerrar los hipódromos. Diríamos adiós al jamón de Jabugo, al pescaíto frito, a la industria del cuero, a la peletería, al marisco de Galicia. Y a los toros, claro. No exagero ni un centímetro. Esto es exactamente lo que significa el animalismo que propone PACMA y que ha comenzado a ganar terreno en nuestra sociedad, y que ha ido extendiendo sus tentáculos gracias a otros partidos que sólo abrazaron el animalismo cuando creyeron ver en él un caladero de votos.
Yo creo que esta revista que hoy presentamos se complementa muy bien con mis advertencias contra el animalismo, porque existe un hilo que une la mayoría de sus ensayos con la problemática de hogaño. Juan Carlos Rodríguez retrata con pulso la borrachera de sol de Santiago Rusiñol en los toros, y nos recuerda estas palabras del insigne pintor y escritor catalán contra los falsos compasivos de la turba animalista. «Se indignan», dice Rusiñol, «porque en una plaza maten a un toro que luego se comerán estofado, y no se indignan porque a un pobre, entre todos, lo matemos de hambre». Es de 1924, pero resulta más vigente si cabe en este 2022 en el que los activistas animalistas han decidido manifestarse por toda Europa derramando botes de leche en los supermercados. ¿Por qué? Porque se acuerdan antes de la vaca que del pobre.
Juan Carlos Rodríguez también nos alumbra sobre cómo, frente al enfoque decadentista de los noventayochistas, los toros inyectaron un chute de moral a la sociedad española en el vértice del siglo XX. «Los toros se convirtieron», escribe, «en un movimiento contracultural» y desbancaron a las soluciones colectivas para reemplazarlas con sueños individuales. Llegar a torero era la forma predilecta para desclasarse. Era el gran ascensor aspiracional.
Ese prurito contracultural de la tauromaquia, añado yo, puede resurgir ahora, aunque por vías diferentes. Más como afirmación defensiva que como combustión espontánea. Y ahí nos amenaza también a nosotros la deriva identitaria, porque «el público es también bestia peligrosa», en palabras de Rusiñol. Este autor fijó muy bien el castigo que merecen quienes condenan lo que ni siquiera entienden. Lo dijo así: «Pueblo que no sabes gustar de la belleza de la suerte de las banderillas, te condenamos a la prosa eterna».
También nos habla de la inquebrantable ética humanista de la tauromaquia Alberto Franco, quien relata en su artículo los pormenores de la pega de los forçados. Los forçados son los últimos románticos de Portugal y han hecho del amateurismo la espina dorsal de su deontología. No sólo no cobran, sino que son los únicos que de verdad consagran el dominio del hombre sobre el animal en un país donde no se mata al toro en la plaza, sino que lo llevan al matadero, donde se le dispara con una pistola de perno cautivo, se le desuella y va muriendo en gerundio, que es la manera menos ética de morir.
Pero los animalistas no pasarán. No si alzamos la voz, porque tenemos de nuestro lado la fuerza centenaria de nuestra cultura. Estamos a tiempo de frenar esta estampida. Una de las mejores maneras de conseguirlo es contando sus verdaderas consecuencias. Digámoslo claro: el animalismo podrá ser, quizás, compatible con algunas culturas, pero no con la nuestra. Abrazar el animalismo sería tanto como aniquilar el mundo rural de España.
Juan Palette Cazajus lo remata bien en este número de la revista, en su artículo ‘La tauromaquia contra sí misma’. «Pocos son los que entienden», dice Juan, «que la supervivencia de las culturas depende menos de la calidad de sus contenidos que de sus vitales capacidades de transmisión». Qué interesante, porque es cierto, es verdad que la astenia transmisora es hoy una de las características mórbidas de la mayoría de nuestros comportamientos culturales y cívicos, pero resulta particularmente severa en el caso de la tauromaquia.
Los animalistas no buscan el «bienestar animal». Eso no es más que lenguaje ‘politiqués’. Los animalistas buscan la imposición puritana y totalitaria de una visión retrógrada del mundo. Nuestra civilización es la que es gracias al progreso humano, y éste única y exclusivamente ha sido posible gracias a que el hombre se ha valido siempre de los animales.
Los animalistas no quieren a las mascotas más que nosotros, que acudimos a la llamada de la tauromaquia por la razón más válida de cuantas hay: porque queremos. Porque elegimos querer. Porque amamos al toro más que ellos. Porque decidimos anteponer la ética a la censura y porque convertimos al toro en héroe de la dehesa y centro de todo el rito estético y sacrificial del toreo. Y también, claro, en el eje de toda una manera de vivir. Porque como dice Palette, «la tauromaquia tiende a exorcizar y curar la tentación de las pasiones incívicas». O sea, justo lo contrario de lo que se nos acusa.
Los animalistas no quieren al campo más que ninguno de nosotros. ¡Al contrario! Los animalistas quieren prohibir la ganadería, la charcutería, las industrias cárnicas. No exagero ni un milímetro. Insisto: la España vacía ha de saber (y yo creo que en general ya lo sabe) que si triunfa el animalismo, el campo se convertiría en la España arrasada. ¡Censurada!
Consciente de eso, Gonzalo Santonja nos conmina en la revista, en sus apuntes sobre la tauromaquia asturiana del siglo 16 y 17, «a valorar las culturas populares, el analfabetismo culto frente a la ignorancia letrada de nuestros días». Y Palette alerta de que en las plazas de toros ahora hay menos público pero, sobre todo, menos aficionados. O sea, menos fuerza
Cabe preguntarse, entonces, ¿son las culturas populares taurinas una minoría condenada a ir jibarizándose más y más en España? ¿Se ha perdido definitivamente la batalla de la popularidad? Y la respuesta es que eso da exactamente igual. Las minorías se protegen. Si es que los toros lo fueran. El argumento cuantitativo es en el fondo un desprecio a un arte tan extremo y singular. Además, aquí en Sevilla debemos citar a Antonio Machado: «A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa».
Creedme, las masas animalistas no pasarán. Estamos a tiempo. Tenemos las armas. Las simboliza mejor que nadie este templo, esta Maestranza que cumple a rajatabla una de las máximas más afortunadas de un gran aficionado a los toros como era Salvador Dalí: «Todo me modifica, pero nada me cambia». Aquí aprendí yo todos los valores con los que derrotar al animalismo. Aquí descubrí yo la esencia misma de las cosas, y aún hoy, en esta noche templada de Sevilla, es como si estas paredes me hablaran y me dijeran: Sí se puede. No pasarán.
Muchas gracias.
Juanma Lamet, es periodista. Tras licenciarse, cursó el máster de EL MUNDO, diario al que se incorporó en 2006. Desde finales de 2007 hasta 2018 trabajó en Expansión, antes de recalar de nuevo en EL MUNDO, donde escribe de política y se encarga sobre todo de seguir al PP y mantiene la columna informativa Más madera, que se publica los martes. Colabora en varias tertulias de televisión y radio.