Asistimos a una crisis de la Biodiversidad sin precedentes, una pérdida del acervo de formas de vida terrestres y marinas: las especies de plantas, animales, hongos y otros organismos que conforman la biota de nuestro planeta. Por supuesto, a lo largo de la historia de la Tierra han tenido lugar pérdidas de biodiversidad descomunales, lo que conocemos como las grandes extinciones. Nada menos que cinco grandes extinciones, pautadas a lo largo de millones de años con tres características comunes: afectaron al menos a tres cuartas partes de los seres vivos, terrestres o marinos, se produjeron en un periodo “breve” (desde una perspectiva del tiempo geológico), y acontecieron sobre una gran extensión del planeta.
Muchos científicos afirmamos que nos encontramos ahora ante una sexta extinción, esta vez causada por la actividad humana sobre la Naturaleza. Las cinco grandes extinciones precedentes fueron causadas por fenómenos extraterrestres (impacto de grandes meteoritos) o bien por incrementos de actividad volcánica y sísmica, entre otros motivos; o sea devastadoras alteraciones de la biosfera con consecuencias de enorme alcance. El informe del IPBES, el panel intergubernamental sorbe biodiversidad y servicios ecosistémicos, alertó en 2019 de la pérdida acelerada de especies, la extinción, causada directamente por el impacto humano y sus efectos en el cambio global, que nos conduce irremediablemente a una sexta gran extinción. Una sexta gran extinción directamente motivada por la acción humana sobre la naturaleza. Es una pérdida de biodiversidad sin precedentes. No tanto en su magnitud -por ejemplo, en la gran extinción del final del Devónico, hace entre 410 y 360 millones de años se estima que se extinguió el 83% de la biota marina- sino en su rapidez. Es algo que está ocurriendo muy rápidamente y a escala planetaria. Por ejemplo, en Doñana tenemos registradas, históricamente, 42 especies de libélulas, pero hoy día no encontramos más de 25 especies; desde 1959, 7 de las 10 especies de libélulas incluidas en la Lista Roja han desaparecido en Doñana.
Desde la década de los 70 del siglo pasado los biólogos de la conservación han propuesto medidas correctoras y acciones que podrían no ya frenar, sino también detener esta debacle. Entre ellas encontramos acciones directas de recuperación: la reforestación, que intenta «reconstruir» bosques que han sido extirpados por la explotación forestal; o la reintroducción de especies, para restituir poblaciones de animales o plantas allí donde se han extinguido. Entre estas últimas medidas encontramos un resurgimiento en la actualidad del interés por resilvestrar (de acuerdo con la Fundéu; rewilding, en inglés), esto es, restituir los hábitats y, especialmente, su fauna a las condiciones, en principio prístinas, previas a cuando aconteció su destrucción o desaparición. De hecho los proponentes de resilvestrar abogan por la importancia de las especies restituidas para la regeneración de estos hábitats. Por ejemplo, la ausencia de grandes animales herbívoros rápidamente causa aumento del matorral y lleva asociado el aumento de riesgo de incendios. A través de la resilvestración, proponen dar paso a la renaturalización del ecosistema en su conjunto, una de las recetas surgidas para detener la pérdida de biodiversidad. La resilvestración pone el foco por tanto en el papel de los grandes animales (grandes ungulados, grandes animales carnívoros) como importantes elementos y reguladores del paisaje y del ecosistema en su conjunto. Además, la resilvestración abre oportunidades económicas basadas en el disfrute del paisaje e incide en aspectos de la nueva economía del mundo rural.
En toda Europa recientemente han arrancado iniciativas para resilvestrar hábitats, la mayor parte de ellas enfocadas a la reintroducción de grandes animales herbívoros (grandes ungulados como el bisonte europeo, grandes bóvidos, caballo de Przewalski, etc.) y la preservación de las características del paisaje. No olvidemos el papel que juegan los animales herbívoros en el mantenimiento de paisajes heterogéneos, diversos, con bordes entre pastizales, matorrales y bosques y su importancia en la resistencia a los incendios forestales. Por otro lado, en el ámbito rural vienen adquiriendo cada vez mayor relevancia económica los sectores de turismo y naturaleza, tanto aquéllos orientados a la observación (excursionismo, observación de aves y otros animales) como los puramente turísticos (por ejemplo, turismo gastronómico). Tenemos evidencias de que la sociedad actual es cada vez más urbana, más distante del medio rural y, por tanto, de sus hábitats, costumbres, tradiciones, conocimiento local e, incluso diría, de sus principios. Por todo ello la resilvestración se añade a una serie de iniciativas que podrían ayudar a recuperar estos ámbitos rurales en crisis.
La reintroducción de especies silvestres autóctonas extinguidas está regulada mediante el artículo 55 de la Ley 42/2007, de 13 de diciembre, del Patrimonio Natural y la Biodiversidad. El artículo 13 del Real Decreto 139/2011 es el que establece las condiciones para desarrollar distintos aspectos de la Ley 42/2007 en relación a las reintroducciones de especies, que deben ser motivadas y justificadas de acuerdo a tres directrices: 1) acciones dirigidas a la reintroducción de especies de fauna y flora extinguidas, incluyendo aquellas desaparecidas de todo el medio natural español en tiempos históricos, para alcanzar un estado de conservación favorable de especies o de hábitats de interés comunitario. En el caso de especies silvestres no presentes en territorio español, los proyectos de reintroducción se podrán realizar únicamente con aquellas especies incluidas en el Listado de especies extinguidas en todo el medio natural español; 2) será preciso elaborar un programa de reintroducción; y 3) cabe realizar reintroducciones experimentales de especies silvestres autóctonas extinguidas para comprobar su integración en el ecosistema y demostrar su «compatibilidad» con las especies silvestres presentes y con las actividades humanas existentes en la zona.
Desde un perspectiva ecológica el toro bravo es uno de los últimos remanentes de la gran fauna silvestre que pobló amplias áreas de Europa durante el Pleistoceno (desde 2,5 millones de años hasta hace c. 15000 años), y que incluía- en su período final- bisontes, caballos y asnos salvajes, mamuts, rinocerontes lanudos, leones, osos de las cavernas, etc. La acción humana (caza) fue la principal responsable de la extinción de estas especies y, junto con la alteración de hábitats, ha causado extinciones de grandes animales más recientemente: la desaparición del uro en la Edad Antigua (último registro a inicios del s. XVII), el zebro, o encebro, a finales de la Edad Media y dos subespecies de cabra montés, una en el siglo XIX y el bucardo, en el año 2000, además de la ballena franca, el lince europeo (afortunadamente, asistimos a la exitosa recuperación del lince ibérico gracias a un bien gestionado programa que combina técnicas de resilvestración con cría en cautividad) y la foca monje del Mediterráneo.
Siempre me ha llamado la atención cómo no consideramos, también en estas coordenadas ecológicas, al toro bravo como una especie animal objeto de conservación: uno de nuestros relictos de una megafauna ya extinguida para el cual no necesitaríamos resilvestrar pues ya es una especie clave en el ecosistema de la dehesa, en el cual se situaría entre los extremos de una especie silvestre y las especies domésticas que tenemos en ganadería. Desafortunadamente, además del uro, ya se han extinguido varios de los encastes troncales del toro bravo, lo cual constituye una irremediable pérdida de su acervo genético. Hemos de preservar el toro bravo también como este legado de los uros, encebros, onagros y otros grandes herbívoros que poblaron esos ecosistemas.
Pedro Jordano es ecólogo, conservacionista e investigador. Forma parte del Comité Editor del Instituto Juan Belmonte.