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miércoles, abril 24, 2024

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Los toros existen a pesar de que Marx y Engels nunca hablaran de ellos

1. Sobre la tauromaquia, la industria alimentaria y la querella de las artes

El taylorismo propició una enorme crisis en el capitalismo, que se vio obligado a reestructurarse de manera radical y generó nuevos modelos de producción, de competencia y de mercadotecnia. Asimismo, las revolucionarias ideas de Frederick Taylor fueron madres del fordismo, que tuvo la agudeza de añadir la mecanización a su cadena de producción. Aquella innovación significó la mayor parte de las transformaciones sociales que desembocaron en la actual cultura de masas. Poco tiempo tuvo que pasar para que el sistema de Ford traspusiese al modelo de producción alimentaria, primero en los Estados Unidos, poco después, y de manera desigual, en Europa. De ese modo, se estableció una vía paralela, un canal invisible y aséptico que permitiese al consumidor asomarse a una vida pulcra, sin mácula, y al mismo tiempo arrojar la muerte a lo subrepticio.

El capitalismo tiene la particularidad de saber edulcorar los procesos más abyectos presentes en su cadena de producción con la simple finalidad de que el consumidor, su nueva víctima biopolítica, se sienta feliz ante un determinado producto. Esta carne de ave se presentará en bandeja con una colorida etiqueta en la que se asoma un gallo sonriente que exclama “Taste me, I’m tasty!”, esto es, en román paladino, “no quieras plantearte muchas preguntas sobre mi tortuoso pasado, ¡cómprame sin remordimientos!”.

La pregunta pertinente en este punto es; ¿no íbamos a hablar de tauromaquia? En efecto, y es que la corrida de toros –como expresión paradigmática de la tauromaquia– escapa de esa lógica.

Mientras que el sistema de producción capitalista se dota de una compleja mercadotecnia para negar el hígado hipertrofiado de las ocas, las terneras artificialmente engordadas o los puercos hacinados en gigantescas naves industriales, la tauromaquia se presenta como una convicta declarada de la muerte, sincera y descarnada.

Mientras que el técnico del matadero mata dentro de una cadena de producción fordista, oculta y tan aséptica como sangrienta, el torero mata como un artesano y proclama la verdad de la muerte de manera visible.

El matadero; con su arquitectura casi carcelaria, aislada, de gruesos muros, su alejamiento de las urbes y oculto del imaginario colectivo, es el contrapunto más radical de la corrida de toros; explícita, descarnada y pública. El toreo, aún con sus rústicos instrumentos hirientes es mucho más compasivo con el animal.

Si el sistema ético del matadero consiste en encubrir la crueldad de la muerte, el de la tauromaquia defenderá su glorificación a través de un rito sublime. Por ello, considero contradictorio –e indudablemente alienado con una suerte de biopolítica– criticar las corridas de toros por su crueldad mientras se consume carne despachada en mataderos, carne proveniente de animales categorizados como bienes de consumo masivo.

Cuando se habla de tauromaquia, es imprescindible distinguir entre el proceso de producción de su elemento central (el toro de lidia como producto material) y los subproductos que se generan gracias a la vida de dicho animal ( estas son, las manifestaciones artísticas que de ella emanan).

En ambos casos, se rompe en la tauromaquia con la lógica capitalista-fordista, ya que se otorga a cada animal el derecho de ejercer su individualidad a través de la sublimación en la lidia, y por lo tanto, se rompe también con la desindividualización del animal y su producción en cadena.

De hecho, la relación del producto (el animal, en este caso el toro de lidia) con el productor (el ganadero) es íntima, cercana y no está sujeta al mero mercantilismo. Cada toro en una ganadería tiene un nombre, el ganadero conoce los aspectos más particulares de cada una de sus reses, conjeturan sobre cómo será su comportamiento en la plaza u observan su posible calidad como semental. El toro es más individuo que mercancía.

En el proceso anteriormente descrito, el torero dará a luz una manifestación artística única e irrepetible. Cuando en su conocido ensayo La obra de arte en la era de la reproductividad técnica Walter Benjamin nos ofrece el término de “aura” aplicado a la obra de arte, que define como un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar, lo que hace el autor hace es reivindicar el concepto de unicidad, el aquí y ahora de la obra de arte.

En ese sentido, debería considerarse que la corrida de toros es, sin duda, una de las
prácticas artísticas que más se alejan del modelo capitalista de reproducción técnica: cada faena es única e irreproductible, y gracias a esa condición, la tauromaquia jamás podrá desprenderse de su aura. Aún no se han podido componer dos faenas de muleta exactamente iguales.

No es mi intención disertar en exceso sobre la epistemología del discurso de las artes, pero sí considero importante señalar que desde el punto de vista de la producción teórica a ese respecto, entre la década de los 20 y 30 se estableció una –ya arqueológica– querella entre el “Arte” y la “cultura de masas”. Y es que una hermenéutica de la historiografía del arte –sustentada en los textos de autores
como Clement Greemberg, Hermann Broch, Theodor Adorno o Walter Benjamin, estos últimos de clara raíz marxista–, evidencia la contraposición entre lo kitsch y la cultura de masas a la idea de vanguardia.

Las porcelanas de Lladró, los huevos Fabergé –que en teoría solo se fabricaron 52, a
pesar de que casi cualquier familia de clase media centroeuropea tuviese uno expuesto en su salón–, los interiores descritos en el Dorian Gray de Oscar Wilde, la película Titanic, el art-nouveu, lo palaciego y vaporoso de la música de los Strauss, Il Divo, Luis Cobos o Celine Dion son unos pocos ejemplos del hedonismo estético, de la idea de multiplicidad, de ser apolítico y de la búsqueda del sentimiento por el sentimiento. En ese sentido, la tauromaquia debería considerarse como una resistencia al acomodamiento cultural y al pret-a-porter.

Llegados a este punto, considero esencial dejar patente que en absoluto este ensayo pretende situar el arte de los mass media en una categoría jerárquicamente inferior a la de la obra de arte única e irrepetible. Lo kitsch, entendido como una forma postmoderna de cursilería, ha de ser reivindicado en los mismos términos que pudo
hacerlo Gómez de la Serna en su conocido ensayo Sobre lo cursi: por su adornística espontánea, la representación del sentimiento en un plano universal y su carácter doméstico, lo cursi abriga.

Es tan absurdo como anacrónico redundar en las batallas estéticas libradas tras la eclosión de las vanguardias históricas.

Es vital rodearse de objetos kitsch que nos conecten con el lado más llano de la sentimentalidad cotidiana, pero también es importante dejar patente que la corrida de toros se escapa absolutamente de dicho modelo de producción capitalista, y que además es uno de los escasos bastiones que jamás podrá ser fagocitado por la fiera del neoliberalismo: por su incomprensión, la muerte presentada de manera tan sincera como en la tauromaquia, nunca podrá ser objeto de deseo en la cultura de masas, nunca podrá ser sentimentaloide, y por lo tanto, nunca podrá ser kitsch. Sin embargo, su estética es muy agradecida para inspirar fenómenos artísticos derivados profundamente kitsch, pero este aspecto es lo suficientemente jugoso como para ser
desarrollado en un solo ensayo.

2. Sobre la (des)politización de las corridas de toros

El estado actual de la relación entre política y toros es más que evidente; para el conjunto social y el imaginario colectivo los toros son de derechas. No quiero decir con esto que dicha afirmación responda a una realidad inmanente de la Fiesta, pero sí a un discurso perfectamente asumido por detractores, escépticos y buena parte de sus apologistas.

Además, ese estatus tan alineado de la tauromaquia con la derecha política conlleva que cualquier referencia a la izquierda en el mundo del toro, que podría resumirse en las alusiones al Che Guevara “que era muy aficionado”, los banderilleros anarquistas asesinados junto a Federico García Lorca, el ensayo sobre toros de Enrique Tierno Galván y las recientes aportaciones de Eneko Andueza en su libro Los Toros, desde la izquierda, así como las jornadas celebradas en el seno de la Fundación Toro de
Lidia versadas sobre este tema (y gracias a las cuales surge el presente texto).

Al fin y al cabo, toda esta suma no dejan de ser unas exóticas notas a pie de página dentro del gran canon derechizado de la tauromaquia. Son el contrapunto justificativo de que no, los toros no son lo que la gente piensa, porque “a los toros acude gente de todos los colores políticos”.

Por supuesto, no puede ignorarse el acercamiento que la izquierda –especialmente la más identificada con la crítica postmarxista– tiene con el movimiento animalista –burgués y anglosajón en esencia por, según se ha expuesto en el párrafo anterior, rechazar la idea de la muerte priorizando los mecanismos ocultos del capitalismo
sobre el valor artesanal de la tauromaquia–.

Para añadir más leña al fuego, contamos con el oportunismo de partidos políticos que reivindican la tauromaquia al mismo tiempo que la constriñen en una batería de términos y conceptos excluyentes, reduccionistas y empobrecedores. Pero la
politización de las corridas de toros no son en absoluto una novedad.

Decía el dramaturgo alemán Bertolt Brecht que el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma, es decir, que en toda práctica artística hay una intención política subyacente, sea intencionada o no, en tanto que cualquier acto de dicha naturaleza tendrá ciertas injerencias en aspectos estéticos, y por lo tanto, y siguiendo a Wittgenstein, éticos –esto es, políticos–.

Por supuesto, las corridas de toros no escapan de dicha naturaleza, y desde su surgimiento, y especialmente tras la revolución producida tras el acceso de las lógicas ilustradas en el mundo de la tauromaquia a lo largo del siglo XVIII, la aguja de la tauromaquia comenzó a apuntar cada vez más al norte de la politización. Sin embargo, otrora existía una politización en términos equitativos, es decir, al mismo tiempo que comenzaron a reivindicarse las corridas de toros bajo el rótulo de “fiesta
nacional” en oposición a lo bonapartiano tras la ocupación francesa de 1808, se celebraron corridas de toros para acoger al nuevo rey José I.

El mismo rey que prohibió las corridas de toros en toda la nación, Carlos IV, fue ceremoniosamente condecorado en varias ocasiones con corridas de toros. Se celebraron corridas de toros tanto para agasajar el retorno de Fernando VII el (in)deseado, celebrar la mayoría de edad de la reina Isabel II y acoger a Amadeo de Saboya, como para celebrar la proclamación de la I República o dar el pistoletazo de salida a las bullangas de Barcelona, revueltas de naturaleza liberal encabezadas por jornaleros, descamisados y proletarios.

En los ruedos convergía tanto la afición del lado del torero liberal Lagartijo como la del absolutista Frascuelo. Los toreros Manuel Parra, Roque Miranda, Rigores y Juan León fueron férreos detractores del absolutismo (lo que les costó una condena al ostracismo en los años de la restauración), hasta el punto de que este último realizó el paseíllo en Sevilla vestido de negro –color simbólico del lado liberal– mientras que su rival, El Sombrero, vestiría de blanco en alusión al absolutismo, produciendo algún que otro altercado en los tendidos de la plaza. Estos son algunos ejemplos de cómo la tauromaquia ocupó un papel fundamental en las disputas políticas españolas –que han sido ampliamente estudiadas por autores como José Ortega y Gasset o Ramón Pérez de Ayala, insertos en el movimiento literario del novecentismo, que se caracterizó por abordar la tauromaquia, no desde un punto de vista apologista (como pudieron hacer los autores de la generación del 27) o condenatorio (como fue el caso de la generación del 98), si no que más bien se ocuparon por analizar, con cierta distancia, la injerencia del fenómeno social taurino en la sociedad y política española–.

Por consiguiente, los toros han estado sujetos a defensas y arrebatos desde todas las
posiciones políticas. Me permito citar las palabras de Andueza en las que afirma que “no es que los toros no sean ni de derechas ni de izquierdas, es que los toros son de derechas y de izquierdas porque son de todo el pueblo”, y pese a que en esencia esté de acuerdo con dicha afirmación, insisto, creo que no es aplicable y dista mucho de la consideración social que tienen los toros hoy en día en España.

Hay una pátina simbólica heredada del franquismo de la que el mundo del toro aún no se ha podido deshacer. El desinterés del régimen durante los primeros años de la dictadura hacia la Fiesta se evidencia en el escaso espacio que se le dio a los toros en la producción cultural.

Al fin y al cabo, los toros, junto al cuplé, los sicalípticos espectáculos de variedades, así como muchas otras muestras de folclorismo (entre las que habría que destacar, sobre todas las anteriores, el flamenco) que definieron la cultura española durante los tiempos de la II República, fueron vistos con recelo por buena parte del establishment franquista. Prueba de ello, es la escasa importancia que tendrá, por ejemplo, la tauromaquia o la música popular en el cine del primer franquismo (un arte dominado por el régimen desde los inicios de la dictadura).

Nos dice Román Gubern en su amplio ensayo sobre la Historia del cine español, que “la nueva y vibrante españolidad [del franquismo] debía enfrentarse a diversos enemigos, resumibles en dos: las influencias o modos extranjeros y el gusto por lo castizo y lo típico, llevado a la exacerbación bajo el concepto de españolada”.

Esa españolada podía comprender tanto el cine folclórico como el taurino. De este último se pueden reseñar un total de seis producciones fílmicas de temática taurina entre 1939 y 1950, en contraposición a las, aproximadamente, 250 comedias dramáticas, sentimentales, de época o históricas, durante dicho periodo de tiempo.

La transposición al cine no es más que un mero intento de poner sobre la mesa la indiferencia del primer franquismo con respecto al fenómeno de la tauromaquia, y para la que se limitó a participar en ella en lo meramente protocolario.

Pero el desarrollo de una nueva política identitaria por parte del régimen en los años sucesivos trastocaron esa situación; con el revival del cuplé –esta vez suavizado por la censura–, la completa recuperación de la cabaña brava que había sufrido estragos durante la Guerra Civil, el surgimiento de una generación de toreros que aspiraban a ser sucesores de Manolete, y el eminente aperturismo para lo que fue necesaria la creación de una marca cultural España™, el franquismo dio un golpe de timón.


Desde ese momento, parte de los fenómenos culturales más arraigados en el pueblo serán establecidos como el símbolo de la nación. Este proceso fue magistralmente descrito en la novela La calle de Valverde de Max Aub: España es un país simpático. Acabaremos viviendo del turismo disfrazados de españoles castizos. Y efectivamente, así fue. La dictadura, de cara al extranjero, se apoyó en el flamenco y los toros para crear su relato y abrir horizontes hacia una nueva y posible sociedad de consumo. Os recibimos, americanos con alegría. En relación a la tauromaquia, se retomará, esta vez con un apogeo inusitado, el ya mencionado término de la fiesta nacional.

Los toros son (una idea de) España. Y de aquellos polvos nuestros lodos; es por eso que son relativamente habituales los gritos de ¡Viva España! desde los tendidos de las plazas, que se aprecie una mayor abundancia de representaciones nacionalistas (banderas e himnos) e incluso la presencia permanente de partidos políticos como VOX que para la temporada de San Isidro en curso (2022) han instalado una carpa permanente frente a Puerta Grande de Las Ventas y que esto sea asumido como un elemento natural en el ecosistema taurino.

Esos aspectos deberían hacernos sospechar de que probablemente el mundo del toro esté adoptando posturas irreconciliables con el conjunto de la sociedad en su sentido más amplio.

En relación a lo anterior, y para finalizar, me gustaría poner sobre la mesa uno de los
grandes problemas intrínsecos al mundo del toro. Su proximidad con una opción política actual ha castrado la posibilidad de tener una tauromaquia transversal, han impedido dibujar escenarios alternativos en los que la tauromaquia pueda alinearse con los grandes retos de la humanidad, como pueden ser la lucha contra el cambio climático –que por su sistema productivo ganadero extensivo podría ser objetivamente un gran aliado del ecologismo político–, contra el problema de la despoblación y el respeto a las minorías.

Una tauromaquia transversal que acoja abiertamente la diversidad sexual y de género –por ejemplo, con la inclusión de más mujeres como profesionales taurinos– o la reivindicación del carácter, no nacional, sino internacional, de la Fiesta, en tanto que esta se ramifica en una multiplicidad de formas más allá de nuestras fronteras. ¿Por qué no?


Guillermo Vellojín es investigador.

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