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martes, octubre 15, 2024

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Los pijos de los perrhijos

Yo tengo una gata. La quiero mucho. Muchísimo. En ocasiones, mi chica me dice que tengo un problema porque soy capaz de privarme de días de vacaciones o de actividades de cualquier tipo solo para estar con ella y que me muerda cuando menos me lo espero. Porque, aunque Mía es buena el 99% del tiempo, el otro 1% es una asesina y me muerde a traición. Sería una gran cazadora, creo, la tía tiene instinto y una agilidad asombrosa. Evidentemente, cuando me voy un par de días, dejo a alguien encargado de que se pase a verla diariamente. Pero yo sé que no es suficiente, es un animal muy cariñoso y se pasa conmigo el día entero. Duerme a mis pies. Cuando me ducho, me espera fuera. Desayuna conmigo, se tumba en la mesa cuando trabajo y si me levanto, viene a mi lado por el pasillo. Ella fue abandonada de cachorro y de algún modo quizá se sienta más segura a mi lado, pero no lo sé, no soy un gato, quizá sea todo una mentira y esté humanizando una situación.

Pero yo sé que mi ausencia le causa tristeza. Y no puedo aguantar que mi gato esté triste y azul, como el de Roberto Carlos. Mi chica dice que es un delirio mío y que cuando me voy ella es feliz sin que nadie la moleste y con niveles de melancolía nulos. Pero yo sé que no es cierto, no lo es. Mía es feliz a mi lado, yo soy feliz al suyo y dejarle sola me causa culpa y tristeza infinita.

Pero tengo claro que es un gato. Mía no es mi hija. Mía es un animal. La vida de cualquier persona del mundo vale más que la de Mía y si algún día lo pusiera en duda, sé que estaría perdiendo la cabeza y me habría convertido en una persona horrible, en una abominación, en alguien monstruoso que antepone un animal a una vida humana, aunque el animal sea tan maravilloso como mi gato y la persona la basura más malvada. La vida humana es sagrada y tiene sentido por sí misma. La vida de un animal no, esa vida es instrumental y los animales existen en cuanto a que dan un servicio al hombre. Los pollos nos los comemos, los toros los lidiamos y ahora que no hay zaguanes con ratones ni pájaros comiéndose la fruta de los árboles del corral, los gatos sirven para acariciarlos y que nos muerdan cuando menos nos lo esperamos. Ya está.

Humanizar un animal es maltratarlo. Como dice Felipe Vegue «todos los perros han evolucionado para llegar ser animales de utilidad. Muchos se empeñan en convertirlos en meros animales de compañía y además poniendo verdadero empeño en darles una vida cómoda y relajada, una vida para la cual no están creados. Esas muestras de cariño mal entendido generan en el perro mucho más sufrimiento que si encamináramos sus vidas hacia aquello que sus instintos dictan: la caza, el pastoreo, la guarda y defensa. Dar al perro su utilidad: ese es el verdadero bienestar animal». Es decir, un animal está programado para ciertas cosas y es feliz cuando las hace. Cuando se le trata como a un humano se le está maltratando.

Pero mucho peor aún que humanizar es ‘prohijar’. Vemos estos días perros que son tratados como hijos, los ‘perrhijos’. Esto es abominable. En primer lugar, para los hijos, deja muy claro la consideración que tienes hacia los humanos cuando los tratas igual que a animales. En segundo lugar, para los perros, por supuesto. Y en tercer lugar para el ‘padre o madre’ del perro. La relación de un humano con un animal no es una relación de igual a igual y yo sé que mucho más fácil que educar a una persona es vivir en una relación en la que la otra parte simplemente ladra, obedece, se muestra sumiso, dependiente y está a tu servicio. Un hijo es otra cosa. No te reciben en la puerta moviendo la cola. Dan problemas y disgustos y no son herramientas para tu felicidad. Un hijo no es un instrumento. Una persona no es un instrumento, una persona es una persona, un milagro. No, no hay perrhijos. Ni gathijos. Hay botijos, entresijos y también hay muchos pijos. Y mucho depravado que no sabe que lo es. Como decía Chesterton, tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen humanos, se esconde el secreto anhelo de tratar a los humanos como si fuesen animales. Y, por lo tanto, tener un perrhijo no hace de ti una persona buena, sensible y protectora de los animales sino un malvado, oscuro y perturbado maltratador de personas. Apenas eso.


José F. Peláez es columnista de ABC, El Norte de Castilla y colaborador de Onda Cero.

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