Artículo publicado como Tercera en ABC el 29 de agosto de 2024: https://www.abc.es/opinion/lorenzo-clemente-iconoclastia-identidad-20240829145406-nt.html
Sería deslumbrante saber quién fue el primer ser humano que esculpió o modeló alguna imagen, qué fue lo que hizo y con qué finalidad. Si fue una madre que regaló un juguete para que se distrajera aquel hijo que milagrosamente había sobrevivido, un cazador que quería exorcizar el miedo que le infundía algún animal al que llevaba semanas persiguiendo o una sibila que deseaba congraciarse con los dioses para que le mantuvieran sus dones para la curación y la profecía. La historia no puede resolver este enigma, pero sí nos ilustra acerca de la importancia que las esculturas han tenido en todas las civilizaciones. Como símbolos de poder, representaciones de la belleza y objetos de devoción. De la Venus de Willendorf a las cabezas de Jaume Plensa, pasando por los guerreros de Xian, el Laocoonte y sus hijos, los Budas de Bamiyán, la Piedad de Miguel Ángel o el Pensador de Rodin.
Precisamente por la evidencia de que daban vida presente y cierta a realidades de otro tiempo, de otro lugar o del mundo espiritual, la destrucción de las imágenes ha ido pareja también a la historia de la lucha entre pueblos y creencias. La decapitación de las estatuas que representaban los años de grandeza de los pueblos era frecuente cuando estos eran vencidos como modo de destruir la identidad de los derrotados y recordarles su estado de sumisión.
En el ámbito religioso la virulencia de esta práctica ha sido aún mayor: Moisés, al saber que los israelitas habían hecho un becerro de oro y lo habían adorado, hizo añicos las tablas de la Ley que Yahvé le había entregado; a la vez, molió la imagen del becerro, arrojó sus restos a las aguas del río y se lo dio a beber a su pueblo. También los cristianos destruyeron imágenes paganas cuando pasaron de ser una religión perseguida a la que legitimaba el poder del imperio. El islam acompañó su expansión de una feroz iconoclastia, como la que tuvieron ciertas confesiones protestantes al comienzo de la Reforma. Pero en ninguno de estos casos fue la religión el único motor de la destrucción: había razones de poder, culturales y de identidad. Como las hubo a lo largo de siglos en el permanente debate de los bizantinos sobre los iconos.
En la sociedad occidental actual tendemos a creer que el pensamiento racional se ha impuesto a símbolos y mitos para explicar el mundo, que el debate ha sustituido para siempre a la aniquilación y que una sana convivencia de diferentes cosmovisiones (en general relativistas) hace innecesaria la prohibición o la destrucción de ningún símbolo o representación de las ideas y creencias de los otros.
Pero las noticias nos recuerdan que esta respetuosa convivencia no siempre se produce. En nuestro país no es infrecuente que minoritarios grupos separatistas decapiten o quemen imágenes del Rey. Y en América se han derribado estatuas de Cristóbal Colón, de Fray Junípero Serra o de Cervantes.
En el ámbito de la tauromaquia estos ataques tampoco son infrecuentes. Hace unos años se vandalizó la estatua de Curro Romero junto a la plaza de toros de la Maestranza de Sevilla. Y algo parecido sucedió con la que honra a Manolo Montoliú en Valencia. Recientemente, en Colombia, han derribado la estatua del torero César Rincón situada en la plaza de toros de Duitama los mismos que años atrás le recibieron como un verdadero héroe nacional a la vuelta a su país después de su consagración en Las Ventastras varios triunfos seguidos en la temporada de 1991.
Hay, sin embargo, una diferencia no menor entre lo que sucedía siglos atrás y la destrucción contemporánea. Antes, quien destruía lo existente era el nuevo poder dominante, que eliminaba o deterioraba los símbolos de quien había sido vencido para sustituirlos por otros que representaban los del nuevo imperio. Ahora, sin embargo, son hechos aislados, más o menos repetidos y con mayor o menor repercusión pública, pero que sólo tienen como propósito la destrucción. No hay una alternativa a lo que se destruye. O, al menos, no existe una alternativa ordenada, única y sistemática que pretenda sustituir los símbolos de aquello que trata de derribarse.
No debe extrañarnos. En particular si nos fijamos en los ataques a los símbolos de lo español en América y de la tauromaquia (símbolo paradigmático de lo español) en ambos continentes. Como recordaba Victorino Martín en la Comisión de Cultura de la Asamblea de Madrid si hay algo que une a quienes atacan la tauromaquia en nuestro país es que «no parecen estar nunca del todo satisfechos con la idea de España, ni con su historia, ni con sus símbolos. Defienden todo lo que nos hace culturalmente diversos, pero jamás lo que nos une».
En América, la situación es similar. Los movimientos antitaurinos participan de una ideología antiespañola. Olvidan quizá que, como afirmó Vargas Llosa, «gracias a la llegada de los españoles, América Latina pasó a formar parte de la cultura occidental y a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento y el Siglo de Oro». O quizá es que aborrezcan de esa occidentalización, sin que acabe de saberse bien cuál es la cosmovisión y la cultura alternativa por la que abogan. Ni en España ni en América los antitaurinos lo son por animalistas. O no fundamentalmente. No consta que todos ellos sean veganos. Ni que, siguiendo las consignas de Peter Singer, fundador de esta ideología antihumanista, prefieran que los experimentos médicos se realicen con seres humanos cuya esperanza de vida sea corta antes que con ratas de laboratorio. El intento de acabar con la tauromaquia es para ellos un hito en su propósito de destruir una identidad común, una historia compartida y un estilo de vida y de celebración que permite sentirse arraigado y, por eso mismo, poderoso.
Fue Simone Weil quien más certeramente insistió en la importancia del arraigo, de esa raíz que permite una «participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro». El arraigo hace fuertes a los hombres, les permite sentirse dueños de su vida y construirla con un propósito. La vida contemporánea tiene todos los componentes que facilitan el desarraigo: desde desplazamientos más o menos forzados en búsqueda de una vida mejor (o económicamente más robusta) hasta la ausencia de formas de vida que permitan mantener las costumbres, tradiciones y hábitos de padres y abuelos, que se sustituyen por modernas rutinas y propuestas culturales uniformes divulgadas desde monopolísticos medios de comunicación y redes sociales.
Frente a eso, el mantenimiento de fenómenos culturales singulares y a la vez conformadores de una identidad es algo cada vez más insólito. Que dota, además, de una especial fortaleza a quienes integran las comunidades que los acogen. Por eso, quienes reniegan de la existencia de una comunidad, llámese España o Hispanidad, están empeñados en derribar las estatuas que simbolizan su historia, su cultura y su poder. Las de sus conquistadores, novelistas, misioneros y toreros. Aunque a cambio no tengan otra cosa que ofrecer que el empequeñecedor y traumático desarraigo globalista.
Lorenzo Clemente, presidente de la comisión jurídica de la Fundación Toro de Lidia.