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viernes, abril 19, 2024

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El encuentro con la muerte

Durante aproximadamente un año tuve una relación obsesiva con la muerte. Salía del trabajo y me ponía a leer sobre ella. Tratados aparentemente tremebundos que en realidad resultaban muy consoladores, pues solían llegar por distintos vericuetos a la misma conclusión a la que Epicuro llegó hace 25 siglos. Cuando la muerte está, tú no estás y que el encuentro entre ambos sea imposible solo puede resultar tranquilizador. 

El origen de mi obsesión fue mi lamentable desidia universitaria. Empecé a trabajar muy pronto y, con la conciencia de que el periodismo es un oficio, decidí volcarme en lo laboral y postergar lo académico. Llegó el día en que, sobre todo gracias a esa salvífica mezcla de obstinación y pragmatismo de las madres, la turra, vamos, tuve que recuperar el tiempo perdido a marchas apresuradas. Superados los trámites anteriores de la carrera, bastante poco exigentes, me enfrenté al trabajo final. Elegí como tema el valor informativo del deceso. Analicé durante un año los obituarios breves que por entonces publicaba el suplemento Crónica de El Mundo con el fin de reflexionar sobre los motivos por los que una muerte merece ser publicitada en las páginas de un diario.

El resultado de la reflexión fue levemente interesante. Me temo que el valor informativo del deceso atiende a fluctuaciones bastante previsibles. Lo importante del trabajo fue la familiaridad adquirida con la muerte. Y sobre todo la comprensión de sus liturgias, que ahora sé tan necesarias.

Años después de aquel adiestramiento me sobresaltó comprobar que el síntoma más evidente de la infantilización social es cómo se nos preserva de la existencia de la muerte. Durante la pandemia, la muerte lo fue todo y fue a la vez una gran elipsis, algo que recorre un relato de principio sin que sea mencionado. Los motivos de una ausencia tan presente no solo tienen que ver con la madurez que los poderes públicos le suponen al ciudadano. La política trató de preservar un clima social y la dirigencia, de atenuar sus responsabilidades. Hubo una intencionalidad interesada en convertir la terrible experiencia en un cumbayá colectivo, sí, pero hubiera sido implanteable en otra época u otro lugar.

Cuando El Mundo publicó, gracias a una exclusiva de Fernando Lázaro, la fotografía de la pista de patinaje de El Palacio de Hielo de Madrid convertida en una morgue para la conservación de los cuerpos, el escándalo ofreció síntomas de delirio nacional. No sólo había una multitud que se negaba a mirar la foto, la maldecían como si fuera una profanación y a quienes firmaron en aquella portada -mía fue la pieza que acompañaba a la imagen- nos señalaron como a ladrones de cadáveres.

Como no miraban, no veían, claro. No vieron todo lo que aquella imagen contenía, y era mucho y no todo malo. Lo fundamental es que la sanidad mortuoria es una parte vital -sí, qué curioso- de la Sanidad y que en ese momento estaba desbordada. Lo más alentador es que ni tras una drástica devaluación de la vida, como se produjo por la pandemia, en España se iban a dejar de ordenar civilizadamente los cuerpos y de conservarlos en condiciones adecuadas. Había un sistema democrático que no iba a dejar, en definitiva, de poner orden en el caos. Lo terrible era la certeza de que esas muertes estarían privadas de la debida liturgia.

El hombre ha ritualizado la muerte desde que puede ser llamado hombre. En condiciones de normalidad, los ritos se nos antojan pesados e incluso siniestros. Pero llega una pandemia, nos priva de la liturgia y ¡voilà! de repente adquiere todo su sentido. Los ritos facilitan el duelo y son una eficaz guía de actuación para el shock de la muerte. Te permiten poner en piloto automático la conducta durante unos días en los que, sin ellos, no sabrías qué hacer. «Te acompaño en el sentimiento», «gracias», la esquela, «qué detalle la corona». Convenciones necesarias. Todo este largo prólogo, para una conclusión muy básica. Tenemos un adiestramiento precario en la muerte, que nos hace terriblemente vulnerables. Es inevitable que esta asepsia ambiental haya desencadenado una inmunodeficiencia. 

Entre las razones por las que una plaza de toros sigue ejerciendo sobre mí un influjo poderoso es porque allí todavía está contenido en toda su crudeza adulta el misterio de la muerte. Aquello de Belmonte que tan bien recuerda Rubén Amón en su «El fin de la fiesta»: en la plaza se muere de verdad. Hay otros lugares donde la muerte se invoca, como el teatro o la ópera, pero allí la muerte jamás se presenta. Donde la muerte comparece es en una plaza de toros y eso hace de ella, a mi juicio, un lugar de instrucción esencial, en un tiempo donde casi toda verdad adulta nos es negada a cualquier edad. En la plaza hay rito y una latencia de la muerte sin los cuales la tauromaquia no sería más que una forma muy particular de danza. El espectáculo, en cambio, puede interrumpirse de forma abrupta y devenir en tragedia.

Yo soy un aficionado puramente intuitivo y poco versado. Se puede utilizar la clasificación que hacía el mítico director Wilhelm Furtwängler del oyente de música clásica. Una sinfonía, pongamos, se puede escuchar desde un nivel analítico, técnico o sensual. En ese nivel más bajo -y creo que placentero- me encontraría yo. Hasta que salgo por la puerta. En que advierto que ha ocurrido algo más importante de lo que yo supe percibir. Ese algo difícil de explicar tiene que ver con el encuentro con la muerte. Imposible pero cierto.

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