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martes, marzo 19, 2024

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Dune: sangre y arena

El director de Dune es francés, vamos a empezar por ahí, porque la tauromaquia es cosa muy francesa, occitana y por tanto muy de Cataluña, muy mía, esto es así; tal vez ahora estoy sonando tendencioso pero qué le voy a hacer si nací en el Mediterráneo. Me tienen un poco harto, además.

Conociendo a España, que está siempre en babia, a la gresca y a las banderitas, sé que serán los franceses quienes llegado el momento salvarán la tauromaquia, como en Dune Paul Atreides va a tener que salvar el futuro y la continuidad de su estirpe.

El joven Paul Atreides está dejando de ser un niño, esto es que van a empezar a encalomarle una ideología, una patria, unas mierdas. Su misión ahora es desplazarse de su planeta Caladan a Arrakis, feudo de los Harkonnen también conocido como Dune por su ecosistema árido y rico en la especia melange, un bien casi intangible pero fundamental, como el arte o el vino.

En varios momentos de la película, el joven Atreides fija la mirada en una pequeña escultura taurina que es amuleto e incertidumbre y en ella pondera riesgos y dificultades. La plenitud, el desierto, lo ético y lo sagrado, el anillo de la plaza y que si una cantimplora… Son muchas las cosas que se le pasan por la cabeza, pero lo que primero le preocupa es si va a saber una tarde entendérselas con el animal, si va a ser capaz de leerlo y con los pies en el suelo va a lograr lo que se dice fabricar un toro y en ello unir a todos los hombres. Esto se llama la presciencia del toro. Atreides, en efecto, ve más allá, mete el lomo y sueña, recuerda y figura, y en sus vaticinios también empieza a entender que una tarde mala puede tenerla cualquiera. Está aprendiendo.

Destinado a ser califa, el joven atiende sus intuiciones. En una escena concreta, la que instruye sobre el ingenio indumentario de los destiltrajes (la mitad de esta película es didáctica, de aclimatación), demuestra que sabe atarse los machos sin ayuda de nadie, cuando es sabido que esto es algo en lo que un diestro siempre ha delegado. Pero Atreides, muchacho valiente y gentil, está más bien solo. Apenas cuenta con unos subalternos, amigos de la familia, una genealogía y el faro materno, un Edipo, lo que doña Angustias fue para Manolete, que al fin y al cabo iba a morir clamando aquello de ¡qué disgusto se va a llevar mi madre!

Mientras empaqueta los trastos de matar y se prepara para salir a la arena, el joven Atreides, que no ha leído a Michel Leiris, cree que su abuelo gustaba de matar toros por deporte, pero el francés, poeta y etnógrafo, le habría explicado al chaval que el toreo no es un deporte, vale ya con eso, y que el carácter trágico que estremece la corrida y su significación religiosa lo sitúan en la cima erótica de todas las artes.

Sin ser una gran película, Dune resulta en cierto modo enorme. En casa, sin ir más lejos, no puede verse porque no cabe. En ninguna casa. De ninguna manera es posible ver Dune desde el sofá porque ni la pantalla más grande ni el proyector con más tiro pueden darla completamente. De hecho, pensada como está para IMAX, ni siquiera un cine corriente puede sostenerla en toda su entidad, no digamos mirarla en un móvil.

Cuando salimos del Phenomena, la sala de cine con mejores condiciones técnicas de Barcelona (a tiro de piedra de la Monumental donde en su día vi a José Tomás indultar al toro Idílico de Núñez del Cuvillo), siento que lo que me ha dado la película es eso, lo colosal (son cortingleses, me susurra Miguel Noguera cuando salen las naves de tropas), un paliativo a tanto Netflix, tanto cine de estar por casa y tanta medianía.

A diferencia de la embrollada versión que David Lynch y Dino de Laurentiis filmaron en 1984, donde también rondaba como la segadora el toro salusiano que mató al abuelo Atreides, en este Dune todo está a la vista, es cristalino, cine preconizado, no contiene sorpresa alguna y acaso en esa imaginería taurina en la que Denis Villeneuve insiste para nutrir la dimensión psicológica de los personajes gravita la única mística de una película de misticismo ibicenco, hiperdiseñada. Porque Dune no deja de ser un blockbuster que se hace el mayor, interiorismo siena en tiempos de colorismo pueril, y que entre su cháchara geopolítica, ecologista, social, de feudos y castas, deja latir lo que de verdad importa, la angustia adolescente, ese lapso donde la realidad lo atraviesa a uno de parte a parte como un relámpago, aquel tiempo donde lo más importante de la vida no era la vida sino la inmortalidad.

Dune adapta un clásico moderno de la ciencia ficción pero viene claramente del tebeo francés, de las páginas setenteras de Metal Hurlant, la revista en la que se engendró buena parte del imaginario que todavía hoy sustenta el género. Existe un documental espléndido de 2013 donde se detalla el conato de adaptación de la novela por parte de Alejandro Jodorowsky, un proyecto que nunca fue y que habría contado con uno de los primeros espadas de aquella escena comiquera, Jean Giraud, Moebius, que en sus dibujos para Jodo reemplazó el toro por un rinoceronte. Su huella es inequívoca en la plástica de este nuevo Dune, donde también es profunda la de H. R. Giger en el diseño Harkonnen, nombre torvo, por cierto, que Frank Herbert decidió hojeando la guía telefónica de California y que le sonó soviético, a villanía, aunque en realidad Härkönen sería un apellido finlandés en el que habitan los términos härka y rauta: toro y hierro.

Esta primera parte de Dune, en fin, presenta esos mundos y razas que pueblan la mitología de Herbert y pone en marcha una sencilla trama de elegido, el joven Atreides, niño cantor que lleva el toreo en la masa de la sangre y es esclavo de una idea, por eso el personaje, que se da un aire a Sebastián Castella, se muestra meditabundo y encandila a las chicas con querencia a la ensoñación, porque es sensible, da muchas vueltas, se maneja en circular como los toreros verticales.

Dune es toda ella el diestro en capilla, el protagonista considerando aquello que un artista y en particular un torero llamaría el vértigo de lo superior. La película termina con el muchacho haciendo la comunión, sobreponiéndose a su primer rito de sangre y formando cuadrilla, y entendemos que en la segunda parte, prevista para 2023, se ilustrará la hora de la verdad, que es una expresión taurina que usan propios y ajenos sin conocerle la procedencia, unos y otros a los que les habrá gustado más o menos esta primera entrega solar y de núcleo mitráico donde la tauromaquia es lo que “la fuerza” a Star Wars: el parar, templar y mandar de toda la vida. Y mirar la corrida para ver claro, que decía Bergamín. Una idea metafísica que desde el futuro contempla los veinte mil años de soberanía del toro, potencia y dios de mitologías euroasiáticas, africanas, cósmicas y de la imaginación.


RUBÉN LARDÍN (Barcelona, 1972) es escritor, traductor, guionista y firma frecuente en prensa. Es autor de diversos libros de divulgación cinematográfica y ensayos culturales, y de obras más personales como el dietario Imbécil y desnudo, la memoria de iniciación sentimental Corazón conejo o el artefacto impúdico La hora atómica. Algunas de sus columnas y textos sobre cine se recogen en la antología El futuro de nuestros hijos. En los interludios graba un podcast especializado en física de partículas llamado La mano contra el sol.

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