jueves, mayo 16, 2024

Un centro de pensamiento y reflexión de la

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Vicente Royuela

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Consejo editor

Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Barcelona. Es miembro de la Junta Directiva del AQR Research Group y miembro del Comité Organizador Europeo de ERSA. Autor de trabajos en revistas científicas internacionales e investigador principal en proyectos de investigación nacionales e internacionales. 

Zarpamos // No ahorremos en ideas

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A la mayoría de los que nos gusta hablar, nos gusta debatir. No es suficiente con dejar que el resto nos escuche. También queremos confrontar nuestras ideas. Ante cualquier argumento, siempre podemos encontrar un ideario alternativo. Los diálogos son los que nos permiten llegar a síntesis enriquecedoras, tanto para nosotros como para el resto.

El Instituto Juan Belmonte tiene como misión promover debates e ideas, que a buen seguro abarcarán multitud de campos, y la economía no es ajena. Abriendo el debate en este texto inaugural, planteo, propongo, formulo si acaso, algunas cuestiones que pueden ocupar futuros textos que nos servirán para entender mejor el mundo y, esperamos, para que el mundo nos entienda también a nosotros.

Abro fuego con algunas cifras. En lo que llevamos de siglo XXI, cerca de 1.500 municipios españoles han celebrado festejos taurinos, a lo que habría que sumar varios centenares más que celebran festejos populares con sueltas de reses, encierros camperos, correbous, etc. Muchos de ellos tienen una población menguada y menguante, y pese a ello se llenan de vida durante sus fiestas patronales, que siguen celebrándose corriendo toros. La Tauromaquia sigue siendo un punto de conexión con una parte de nuestro patrimonio cultural e íntimo. Suministra un flujo de oxígeno y una importante fuente de recursos económicos a estas localidades. Los encierros o las vaquillas en un pueblo son simples ejemplos de eventos culturales que permiten multiplicar por dos, por diez o por cien, la cifra de habitantes de muchas localidades de nuestro país. No podemos dejar de aprender sobre este efecto multiplicador de la celebración de espectáculos culturales en los municipios que no pueden disfrutar de las ventajas de las capitales.

Este breve ejemplo de la conexión entre la “España Vacía” y la Tauromaquia, muestra a ésta como factor determinante en muchos procesos económicos y sociales que tienen lugar en torno al Planeta de los Toros. Hay una multitud de debates pendientes en los que los toros son vanguardia o simplemente un claro ejemplo del que podemos aprender.

La economía bien puede ser un terreno en el que cuestionarse muchas supuestas verdades. Sigamos con ejemplos: los factores de producción son habitualmente simplificados en factor trabajo y bienes de capital. Partiendo del capital físico, desde hace tiempo el concepto se ha ampliado a capital humano, capital relacional, capital intangible, etc. Una de las extensiones más interesantes es el concepto de capital social, que captura la existencia colaboración y confianza en un colectivo humano, y que se produce a partir de una serie de dimensiones, tales como la confianza, la existencia de redes personales y sociales, la efectividad de las normas que nos autoimponemos, e incluso el afecto que nos profesamos. No me cabe ninguna duda de que el gasto corriente en las fiestas y festivales populares que se dan en todos los municipios de España y de Europa sirven para generar afecto y confianza, para establecer relaciones personales, e incluso para forjar normas de comportamiento no escritas. Generar este tipo de capital es crucial para el desarrollo de cualquier sociedad, nacional o local. Esto lleva a plantearse la diferencia entre gasto e inversión, un aspecto habitualmente en las manos de gestores públicos, a los que hay que hacerles llegar mensajes claros.

Desde el punto de vista económico, también se puede plantear un debate sobre la fiscalidad y fiscalización que sufren muchos espectáculos y actividades culturales. Sirvan como muestra las continuas subidas y bajadas de impuestos que tienen que aguantar muchos sectores culturales. Igualmente hay que abordar la fiscalidad que sufren muchos profesionales con una vida profesional más corta que la de un periodista o un profesor, y por lo tanto con una elevada concentración de ingresos en un breve espacio de tiempo, que hay que gestionar. Ni que decir tiene que la dimensión económica del sector agropecuario tiene en el toro de lidia una frontera que sigue suponiendo un dique para el resto, incluidas muchas comarcas para nada taurinas y que sin embargo dependen económicamente del sector cárnico.

La economía es una ciencia social más. Desde un punto de vista amplio, las ciencias sociales plantean el estudio del comportamiento humano desde muchas perspectivas, no solo la económica. Una de ellas tiene que ver con la identidad de las personas. La existencia de identidades nacionales, locales e incluso supranacionales como la Europea, son tópicos ampliamente analizados por sociólogos, antropólogos y más recientemente también por economistas, especialmente por las consecuencias que se derivan de las mismas, como por ejemplo lo que ha supuesto el Brexit. Otro tipo de identidades se han referido a diversas vertientes, tales como la sexual, la política e incluso la relacionada con determinados aspectos deportivos. A lo largo de la historia reciente de la humanidad hemos sido testigos de la persecución y acoso de algunas identidades, como ahora le está pasando a algo que tenemos todavía que plantearnos: la identidad taurina.

Abandono estas líneas ofreciéndote una colección de textos que esperamos que te llegue a invitar a pensar y, por lo tanto, a veces también te alcance a incomodar. Pero, sobre todo, como decía al principio, para llegar a entender. Y para que muchos entiendan que la Tauromaquia es un ejemplo y una defensa de muchas de las cosas que amamos todos.

¿De qué manera nos refleja y nos cuestiona la Fiesta de los toros?

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A la luz de la antropología y de la sociología la tauromaquia resulta también apasionante, pues revela y cristaliza los conflictos y los retos con los que se enfrenta la sociedad contemporánea, para buscar los caminos de su evolución.

Lo primero que cuestiona es la moda del mascotismo, cada vez más imperante, cuya deriva es la ruptura de las fronteras que separan al hombre del animal, postulando una humanización ingenua y radical de este último, o una animalización exclusiva del primero.

En cambio, la tauromaquia no sólo reconoce sino celebra estas fronteras. El torero se enfrenta con el toro bravo, situado en la otra ribera de la creación. Jugándose la vida, armado de su inteligencia, de su valor y de su arte, el representante de la humanidad se propone someter en el ritual taurino al representante emblemático de la naturaleza indómita, que es también, por el peligro real que encierra, la representación metafórica de la muerte, que hay que vencer para cobrar más vida.

En este sentido el hombre vestido de luces viene a ser la reencarnación de los héroes fundacionales de las mitologías mediterráneas, entre otros Teseo y Hércules, pero con la originalidad de que su oficio queda en nada si no sabe interpretar las reacciones del toro, adentrarse con su espíritu y su intuición en la animalidad de éste, convertir el enfrentamiento en complicidad para elaborar con él una obra de arte. Fusionan desde luego, durante la faena, la humanidad y la animalidad, pero esta fusión tiene más legitimidad, porque no es inmediata sino conquistada. Para llegar a ella se ha tenido que recorrer un camino basado en el respeto de las diferencias.

Entendemos por lo tanto que esta fiesta significa la consagración del humanismo, planteamiento ideológico que hemos heredado del pensamiento grecolatino y judeocristiano, y que constituye, a lo largo de los siglos y hasta ahora, el fundamento de nuestra civilización.

Si consideramos, como lo exige el animalismo radical, que el animal – entendido como una entidad global – es el último eslabón de los seres vivientes que hay que liberar de toda explotación humana, que debe también ser sujeto de derechos (pero ¿a ver quién decide entre los derechos a la vida de los lobos o los de los becerros?), que la lucha por la igualdad de las personas debe incluirlo, estamos cambiando de civilización. ¿Es de verdad lo que queremos, y adónde pensamos que nos llevará este cambio?

En este marco de la relación hombres y animales la tauromaquia plantea de forma evidente la cuestión del maltrato. ¿Es que todos los animales, teniendo en cuenta sus diferencias de naturaleza y condición, sufren un maltrato equivalente? ¿En qué medida el toro bravo, criado y creado para embestir hasta la muerte – modelo casi perfecto de la compenetración entre la naturaleza salvaje de su origen y la cultura, fruto del trabajo de selección por parte del ganadero -, gozando de la máxima libertad en la dehesa durante sus cuatro años de vida, siente o por lo menos asume el dolor cuando se crece en sus acometidas? ¿Hasta qué punto, tratándose de su vida y muerte, se puede hablar de maltrato? Por el otro lado, la honestidad obliga a interrogarse sobre la calidad del trato reservado a algunos animales de compañía, encerrados en espacios inapropiados a su condición, u objetos de una domesticación desorbitada y de una explotación sentimental no siempre acorde a su animalidad.

La tauromaquia se caracteriza por la intrusión del campo en la urbe, y por la ósmosis de los dos entornos. La controversia que desencadena se explica también por la oposición entre el mundo urbano y el mundo rural, oposición que abarca varios aspectos, no sólo económicos, sociológicos y ambientales. Implica por añadido un conflicto de valores.

“como lo afirmó Albert Camus, una sociedad democrática debe también asumir la protección de las minorías, y como lo promueve la UNESCO, inspirada por la antropología, hay que proteger la diversidad de las culturas.”

En la vida cotidiana del campo se cuida y se respeta a los animales, salvando las distancias; incluso se les ama a sabiendas de que son destinados a vivir y a morir para el beneficio de los hombres. La muerte que se les da, por necesidad biológica y cultural, no disminuye ni contradice ese amor (lo mismo pasa en los toros). En las ciudades, la reducción de los animales al exclusivo estatuto de mascotas ha hecho perder de vista este posicionamiento de la gente del campo…y de casi todos nuestros antepasados.

Ya lo dijo Hemingway: cada tarde de toros es un memento mori. Todo el rito se construye para evidenciar la muerte; muerte fatal del toro, y muerte siempre acechando al torero, el cual procura burlar su amenaza con los recursos de su arte, comunicando a sí mismo y a los espectadores la ilusión de que podemos triunfar de ella, por lo menos durante la ceremonia. Pero además la corrida procura la ocasión única de asistir por un instante al nacimiento y a la muerte en el acto de un arte y de la belleza, irrepetible, que despierta. Es la celebración de lo efímero.

Estos valores se oponen a la dinámica de la sociedad contemporánea que tiende a esconder la muerte, a reducir al mínimo los ceremoniales relacionados con ella, a considerarla como algo obsceno y desalentador. ¿No es preferible la lucidez de la ilusión taurina a la ilusión de la supuesta lucidez progresista – tan cuestionada, por otra parte, en estos tiempos de pandemia y crisis del clima -, en una sociedad que no quiere enfrentarse a su mortalidad?

Muchos, con buena o mala fe, ponen en duda el hecho de que la tauromaquia sea una cultura. Si nos referimos a la definición que la UNESCO da de este concepto en sus convenciones, está claro que lo es. Recordemos que en este ámbito una cultura es la relación obligada entre cualquier patrimonio inmaterial y el espíritu de una comunidad o comunidades que se identifican con él, que invierten en él sus valores, su sensibilidad, sus principios de vida. Es tiempo de escuchar a la comunidad de los aficionados. Que nos digan cuáles son sus emociones y sus exigencias – en ese caso éticas y estéticas -, y entonces tendremos el derecho de enjuiciar la Fiesta. No nos conformemos con la caricatura difundida ampliamente por los antitaurinos que, sin entrar para nada en su mente, les achacan toda clase de perversidades.

El hecho de que, en el conjunto de la sociedad actual, la afición a los toros constituya una minoría, e incluso una transgresión en relación con el sentir común, no plantea muchas dudas. Pero, como lo afirmó Albert Camus, una sociedad democrática debe también asumir la protección de las minorías, y como lo promueve la UNESCO, inspirada por la antropología, hay que proteger la diversidad de las culturas. Hay que saber intuir la universalidad de valores, que unen a todos los hombres y mujeres, detrás de las particularidades de cada una de las expresiones culturales.  

Éstos son algunos de los debates, dentro de los muchos que levanta el mundo de los toros, a los que habría que hacer frente.

Tauromaquia y diferencia cultural

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Me gustaría comenzar esta reflexión exponiendo los términos de una hipótesis, en todo plausible, si sólo a través de escaramuzas deductivas: hubo una instancia del tiempo, en un pasado indeterminable, en un tiempo antes del tiempo, en una temporalidad anterior a chronos y a kairòs, es decir a la vez anterior a la sucesión de los instantes y al acaecimiento del tiempo del ahora, del instante propicio, en la que se produjo un desgarramiento por medio del cual los animales humanos iniciamos el interminable marcaje de una diferencia con respecto a nuestra propia condición animal.

Tal escena, tal arkhé, por originaria, está perdida; pero retorna, incesante y a destiempo, fragmentariamente, declinándose entre nosotros como rastros, borraduras, indicios, mitos, ritos, ceremonias. Pertenece, por ello, a pesar de su recóndita veladura, al régimen de lo inolvidable, que súbito desborda en hechos y determina muchas de nuestras acciones. No hay forma verbal en nuestra lengua para decir su tiempo –aoristos lo llamaban los griegos, tiempo indeterminado de la precedencia con respecto a toda memoria y del cual nuestras lenguas romances han sido amputadas. No es posible entender, ni pensar, la cultura o la civilización sin considerar esa temporalidad inalcanzable, y el desgarramiento parturiento y engendrador que en ella tuvo lugar, antes de que fuésemos lo que somos.

El gran historiador del arte Aby Warburg, observando en Oraibi a los indios Pueblo vestirse de animales y devorar serpientes en ceremonias destinadas al dominio -mágico- de la naturaleza encontró allí una similitud fascinante con los rituales dionisíacos de la antigüedad clásica. Fué en aquel viaje americano que Warburg conoció al gran etnólogo Frank Hamilton Cushing: “Este hombre -escribió en sus diarios- de rostro granizado, con cabellera bermeja y gris, de edad indefinible me contó un día, mientras fumaba un cigarrillo, que un indio le había preguntado alguna vez: ¿Porqué el hombre debería ser superior al animal? Mira el antílope, que no es otra cosa que su carrera y corre mejor que cualquier humano; mira el oso, que no es sino fuerza pura. Los humanos son sólo capaces de alguna cosa, mientras el animal, en cambio, es capaz de ser lo que es, totalmente.

Cada vez que he visto salir a un toro de lidia al ruedo, cada vez que lo he visto consumiendo toda una vida en el ínfimo minuto del caballo he pensado en la anécdota de Warburg. La tengo, entre otras, como un motto conductor de mi propio pensamiento. A diferencia del animal, que lo puede ser todo en un instante, que puede llegar a ser todo lo que es, el animal humano sólo puede ir siendo lo que pudiera ser, incrementalmente y con dificultad, sin llegar a serlo nunca totalmente.

Pero a diferencia del animal, el humano puede ser otro, aspirar a ser otro.

“se trata de pensar -no el mundo del toro, sino el mundo a secas- desde la experiencia acumulada de la tauromaquia, es decir desde la perspectiva y desde la memoria -inconmensurable- de una relación de sustentabilidad ecológica y simbólica con el universo animal.”

Los humanos somos parte de la naturaleza -parece mentira tener que recordarlo en nuestro tiempo de falacias ambulantes. Sin embargo, lo somos con una diferencia que nos distingue de los demás seres naturales: somos los únicos seres naturales capaces de definir nuestras mutaciones independientemente del programa de nuestro ser orgánico; podemos aspirar a la alteridad desde nuestro libre albedrío.

Sólo puede crear cultura y ser sujeto de civilización un ser dotado con la prodigiosa potencia de superar su programa orgánico a través de suplementos simbólicos que le permitan, por ejemplo, concebir arquitectura del abrigo, gastronomía del alimento, poesía del lenguaje, erotismo del sexo, música del sonido, cerámica del barro, danza del movimiento de los cuerpos, política de la vida en comunidad, etc.

El hombre que se viste de luces -el humano que se desviste para hacerse con otras vestimentas, para asumir en el tiempo de una ceremonia una alteridad ministerial- va a enfrentar un animal especial, diferente, a imagen de la diferencia del humano con relación a los demás seres naturales. El toro de lidia no es ni salvaje ni doméstico, en el toro de lidia se desmorona la binariedad polar entre animales salvajes y animales domésticos. El toro de lidia opera -dirían los filósofos- una aufhebung, una resolución por desobramiento de las oposiciones polares con las que solemos comprender el mundo animal. Objeto cultural a partir de su razón genética, objeto de cultivo y cría para una ceremonia específica, el toro de lidia es, con ello, una excepción animal y un prodigio, un patrimonio ecológico.

El instituto que nace bajo el auspicioso nombre de Juan Belmonte lleva ya un mensaje claro: se trata de pensar -no el mundo del toro, sino el mundo a secas- desde la experiencia acumulada de la tauromaquia, es decir desde la perspectiva y desde la memoria -inconmensurable- de una relación de sustentabilidad ecológica y simbólica con el universo animal.

Explicar el mundo desde la experiencia de la tauromaquia implica entender con claridad cúspide lo que nos hace sujetos de civilización y creadores de cultura: aquel desgarramiento filogenético que tuvo lugar en un pasado indeterminable, arkhé en aoristos, a partir del cual marcamos una diferencia irreversible con relación a nuestras pulsiones animales. La tauromaquia es la ceremonia que conmemora y celebra esa separación en el seno de nuestra dimensión natural, determinando el modo de ser de nuestra pertenencia a la naturaleza y por esa razón hay en ella muerte real, y también riesgo de muerte.

En otras líneas he sostenido que Juan Belmonte fue una suerte de Kandinsky del toreo: que su epopeya y su legado consistió en dar una vuelta de tuerca, a la vez churrigueresca y copernicana, para liberar a la tauromaquia de una dependencia utilitaria con relación a su objeto, como Kandinsky había emancipado a la pintura de sus figuras. Pudiéramos pensar de nuevo a Belmonte desde los retos ecológicos del presente: en la circularidad alucinante de su toreo, como bien lo supieron ver los intelectuales de su tiempo, hay más que un desafío entrópico: se trataba de definir una galaxia nueva, y al mismo tiempo antiquísima, en la que un animal primal se hace eje alrededor del cual todo circula, sol rodeado de planetas orbitantes.

Piénsese bien: cada vez que un toro de lidia salta al ruedo viene, encarnado en un organismo vivo, un rastro de aquel otrora, un fragmento vivo del aoristos, de lo que nos precedió absolutamente, animal que estaba antes de que la humanidad determinase la posibilidad de su otredad, su alteridad potencial con relación al ser animal.

En un tiempo de fetichismos culturales, alimentados por jerarquías elitistas y excluyentes, ¿se puede pretender que milenios de continuidad documentada de prácticas, juegos y ceremonias taurinas no forman parte del patrimonio antropológico y cultural?

La tauromaquia sólo puede ser interpretada en ese marco de continuidad, y aquellos siempre prestos a ponderar positivamente las excepciones culturales, étnicas, antropológicas, ¿no deberían hacer lo propio ante la persistencia, en determinadas regiones del mundo, de prácticas y tradiciones taurinas tan diversas en su factualidad como complejas en sus implicaciones simbólicas?

Para quienes pensamos el mundo desde la experiencia de la tauromaquia no se trata de defender ni una nación ni una tradición, no se trata de defender una política ni una superioridad de especie. Se trata ni más ni menos de perseguir la estela de una antropología posible desde la suspensión ceremonial de la polaridad entre animales domésticos y salvajes que el toro encarna, seguir el rastro del animal que estaba antes para vernos cada vez de nuevo ejerciendo nuestras potencias naturales de crear mundo, de crear y renovar incesantemente el campo cultural y civilizatorio donde podemos, siempre, aspirar a ser otros, realizarnos en el corazón de nuestras diferencias.

La tauromaquia como termómetro de las costuras del sistema

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Pensar el derecho es pensar la sociedad en la que queremos vivir: qué ámbito de libertad queremos disfrutar y cuánta estamos dispuestos a soportar de nuestros conciudadanos; hasta dónde aceptamos que el poder determine lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo que puede saber de nosotros, de nuestros gustos, nuestra vida y nuestra hacienda; si aceptamos convivir con empresas tan poderosas que puedan limitar de qué puede hablarse y con qué lenguaje en el debate público o los contenidos audiovisuales que pueden difundirse; si es la sociedad o son los padres los que deben determinar (o hasta dónde cada uno) los valores en los que se educan los niños;…

En esta labor de pensar el derecho, la tauromaquia se ha mostrado en los últimos años como un perfecto termómetro de las costuras del sistema.

Ha habido administraciones autonómicas que prohibieron la tauromaquia en un ejercicio simbólico de desconexión con la imagen y la normativa del conjunto de España, aunque apelando a razones de puritanismo moral animal, como antes la Iglesia había apelado a un puritanismo celestial. Lo simbólico luego dio lugar a otras pretensiones de desconexión, con efectos perversos que las prohibiciones taurinas ya auguraban.

Otras administraciones utilizaron competencias propias para imponer como único posible un tipo de espectáculo taurino que nunca había existido y que no pretendían que existiera. Fue el intento de prohibir indirectamente lo que el Tribunal Constitucional les había prohibido prohibir, en un ejercicio premonitorio de otros desprecios de diversas administraciones a variadas resoluciones judiciales o explícitas normas de carácter estatal. Siempre, eso sí, apelando a valores superiores.

Hubo normativa que prohibía a los menores acceder a los toros, menores a los que se había autorizado, sin embargo, a tomar sin conocimiento de sus padres decisiones irreversibles para su cuerpo. Poco después, una ministra lo dejó claro: los hijos no son de los padres y el Estado es el único que puede decidir los valores que pueden transmitírseles. La tauromaquia fue, nuevamente, sólo un primer escalón.

“Hace ya tiempo, Ortega y Gasset afirmó que no se podía comprender la historia de España desde 1650 sin entender la historia de las corridas de toros. Y Enrique Tierno Galván afirmó que los toros son el acontecimiento que más ha educado social, e incluso políticamente, al pueblo español.”

Tampoco preocupó a casi nadie que las plataformas digitales apelaran a sus propios términos de uso para expulsar de sus ecosistemas digitales cualquier vídeo de temática taurina. Era una materia que hería algunas sensibilidades y las plataformas, en su libérrimo ejercicio como empresas privadas, tenían el derecho a hacerlo. Cuando poco después, utilizando los mismos criterios, se borró la cuenta del presidente de la nación más poderosa del mundo algunos, comulgaran o no con tan peculiar sujeto, empezaron a plantearse si era buena idea que decisiones como esa pudieran ser adoptadas unilateralmente por una empresa privada conforme a sus valores, normas e intereses.

Todo esto no debe extrañarnos. Hace ya tiempo, Ortega y Gasset afirmó que no se podía comprender la historia de España desde 1650 sin entender la historia de las corridas de toros. Y Enrique Tierno Galván afirmó que los toros son el acontecimiento que más ha educado social, e incluso políticamente, al pueblo español.

Pensar el derecho es pensar la sociedad en la que queremos vivir. Y pensar en cómo tratan jurídicamente las administraciones la tauromaquia se ha demostrado una reflexión especialmente útil para testar el respeto del poder hacia la libertad individual y hacia las expresiones culturales de los individuos y los pueblos. Como ha servido igualmente para comprobar si desde el poder se controla y limita a quienes (administraciones o empresas) quieren imponer un modo único, global, de pensar la realidad.

Como hace más de cuarenta años cantaba La Bullonera “estábamos hablando de la libertad”.

Luis Pérez Oramas

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Consejo editor

Poeta e historiador del arte. Es autor de ocho libros de poesía, cuatro recopilaciones de ensayos y numerosos catálogos de exposiciones de arte. Ha colaborado en diversas revistas literarias y de arte en América Latina y Europa.

Pedro Jordano

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Consejo editor

Ecólogo, conservacionista e investigador centrado en la ecología evolutiva y las interacciones ecológicas. Es profesor honorario de la Universidad de Sevilla. Ha recibido varios premios relacionados con su campo de investigación.

Lorenzo Clemente

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Consejo Editor

Abogado. Presidente de la Comisión Jurídica de la Fundación Toro de Lidia. Ha realizado varias publicaciones relacionadas con el mundo de la tauromaquia, como “La Tauromaquia a través de sus conflictos”, ha sido colaborador del programa “El Albero” de la Cadena Cope, y ha realizado varias conferencias de temática taurina. 

François Zumbiehl

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Consejo editor

Catedrático de letras clásicas y doctor en antropología, ha sido consejero cultural en la embajada de Francia y, más recientemente, director adjunto de la Casa de Velázquez en Madrid. Ha publicado en España y en Francia varios libros dedicados a la intimidad artística de los toreros.

Chapu Apaolaza

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Director

Periodista. Director del Instituto Juan Belmonte. Es portavoz de la Fundación Toro de Lidia además de colaborador habitual en varios medios de comunicación como Onda Cero, La Razón o el Diario de Navarra.