A la luz de la antropología y de la sociología la tauromaquia resulta también apasionante, pues revela y cristaliza los conflictos y los retos con los que se enfrenta la sociedad contemporánea, para buscar los caminos de su evolución.
Lo primero que cuestiona es la moda del mascotismo, cada vez más imperante, cuya deriva es la ruptura de las fronteras que separan al hombre del animal, postulando una humanización ingenua y radical de este último, o una animalización exclusiva del primero.
En cambio, la tauromaquia no sólo reconoce sino celebra estas fronteras. El torero se enfrenta con el toro bravo, situado en la otra ribera de la creación. Jugándose la vida, armado de su inteligencia, de su valor y de su arte, el representante de la humanidad se propone someter en el ritual taurino al representante emblemático de la naturaleza indómita, que es también, por el peligro real que encierra, la representación metafórica de la muerte, que hay que vencer para cobrar más vida.
En este sentido el hombre vestido de luces viene a ser la reencarnación de los héroes fundacionales de las mitologías mediterráneas, entre otros Teseo y Hércules, pero con la originalidad de que su oficio queda en nada si no sabe interpretar las reacciones del toro, adentrarse con su espíritu y su intuición en la animalidad de éste, convertir el enfrentamiento en complicidad para elaborar con él una obra de arte. Fusionan desde luego, durante la faena, la humanidad y la animalidad, pero esta fusión tiene más legitimidad, porque no es inmediata sino conquistada. Para llegar a ella se ha tenido que recorrer un camino basado en el respeto de las diferencias.
Entendemos por lo tanto que esta fiesta significa la consagración del humanismo, planteamiento ideológico que hemos heredado del pensamiento grecolatino y judeocristiano, y que constituye, a lo largo de los siglos y hasta ahora, el fundamento de nuestra civilización.
Si consideramos, como lo exige el animalismo radical, que el animal – entendido como una entidad global – es el último eslabón de los seres vivientes que hay que liberar de toda explotación humana, que debe también ser sujeto de derechos (pero ¿a ver quién decide entre los derechos a la vida de los lobos o los de los becerros?), que la lucha por la igualdad de las personas debe incluirlo, estamos cambiando de civilización. ¿Es de verdad lo que queremos, y adónde pensamos que nos llevará este cambio?
En este marco de la relación hombres y animales la tauromaquia plantea de forma evidente la cuestión del maltrato. ¿Es que todos los animales, teniendo en cuenta sus diferencias de naturaleza y condición, sufren un maltrato equivalente? ¿En qué medida el toro bravo, criado y creado para embestir hasta la muerte – modelo casi perfecto de la compenetración entre la naturaleza salvaje de su origen y la cultura, fruto del trabajo de selección por parte del ganadero -, gozando de la máxima libertad en la dehesa durante sus cuatro años de vida, siente o por lo menos asume el dolor cuando se crece en sus acometidas? ¿Hasta qué punto, tratándose de su vida y muerte, se puede hablar de maltrato? Por el otro lado, la honestidad obliga a interrogarse sobre la calidad del trato reservado a algunos animales de compañía, encerrados en espacios inapropiados a su condición, u objetos de una domesticación desorbitada y de una explotación sentimental no siempre acorde a su animalidad.
La tauromaquia se caracteriza por la intrusión del campo en la urbe, y por la ósmosis de los dos entornos. La controversia que desencadena se explica también por la oposición entre el mundo urbano y el mundo rural, oposición que abarca varios aspectos, no sólo económicos, sociológicos y ambientales. Implica por añadido un conflicto de valores.
«como lo afirmó Albert Camus, una sociedad democrática debe también asumir la protección de las minorías, y como lo promueve la UNESCO, inspirada por la antropología, hay que proteger la diversidad de las culturas.»
En la vida cotidiana del campo se cuida y se respeta a los animales, salvando las distancias; incluso se les ama a sabiendas de que son destinados a vivir y a morir para el beneficio de los hombres. La muerte que se les da, por necesidad biológica y cultural, no disminuye ni contradice ese amor (lo mismo pasa en los toros). En las ciudades, la reducción de los animales al exclusivo estatuto de mascotas ha hecho perder de vista este posicionamiento de la gente del campo…y de casi todos nuestros antepasados.
Ya lo dijo Hemingway: cada tarde de toros es un memento mori. Todo el rito se construye para evidenciar la muerte; muerte fatal del toro, y muerte siempre acechando al torero, el cual procura burlar su amenaza con los recursos de su arte, comunicando a sí mismo y a los espectadores la ilusión de que podemos triunfar de ella, por lo menos durante la ceremonia. Pero además la corrida procura la ocasión única de asistir por un instante al nacimiento y a la muerte en el acto de un arte y de la belleza, irrepetible, que despierta. Es la celebración de lo efímero.
Estos valores se oponen a la dinámica de la sociedad contemporánea que tiende a esconder la muerte, a reducir al mínimo los ceremoniales relacionados con ella, a considerarla como algo obsceno y desalentador. ¿No es preferible la lucidez de la ilusión taurina a la ilusión de la supuesta lucidez progresista – tan cuestionada, por otra parte, en estos tiempos de pandemia y crisis del clima -, en una sociedad que no quiere enfrentarse a su mortalidad?
Muchos, con buena o mala fe, ponen en duda el hecho de que la tauromaquia sea una cultura. Si nos referimos a la definición que la UNESCO da de este concepto en sus convenciones, está claro que lo es. Recordemos que en este ámbito una cultura es la relación obligada entre cualquier patrimonio inmaterial y el espíritu de una comunidad o comunidades que se identifican con él, que invierten en él sus valores, su sensibilidad, sus principios de vida. Es tiempo de escuchar a la comunidad de los aficionados. Que nos digan cuáles son sus emociones y sus exigencias – en ese caso éticas y estéticas -, y entonces tendremos el derecho de enjuiciar la Fiesta. No nos conformemos con la caricatura difundida ampliamente por los antitaurinos que, sin entrar para nada en su mente, les achacan toda clase de perversidades.
El hecho de que, en el conjunto de la sociedad actual, la afición a los toros constituya una minoría, e incluso una transgresión en relación con el sentir común, no plantea muchas dudas. Pero, como lo afirmó Albert Camus, una sociedad democrática debe también asumir la protección de las minorías, y como lo promueve la UNESCO, inspirada por la antropología, hay que proteger la diversidad de las culturas. Hay que saber intuir la universalidad de valores, que unen a todos los hombres y mujeres, detrás de las particularidades de cada una de las expresiones culturales.
Éstos son algunos de los debates, dentro de los muchos que levanta el mundo de los toros, a los que habría que hacer frente.