Tenemos muchos problemas para definir lo que es la cultura de la cancelación. Y más, por culpa de su nombre. Como trasladamos desde el inglés directamente, ya “bizarro”, “habilitación” o “cancelación” pierden su sentido original anglosajón y se vuelven locos al trasplantarlos a tierra del castellano sin ponerles abono. Más correcto sería llamarlo la cultura de la anulación: eliminar completamente de la esfera pública a alguien cuyas opiniones o hallazgos científicos resulten ofensivos para una parte del público. Nótese el énfasis en “ofensivo”, ya que la anulación saca de la esfera racional el debate, de la misma manera que saca el castigo de la esfera legal.
Como sabemos, el número de casos en Estados Unidos es notable: son proporcionales al nivel del puritanismo -tanto de derechas como de izquierdas- que campa en el país desde su fundación. Desde ‘Las aventuras de Tom Sawyer’ hasta ‘Maus’, desde Woody Allen hasta Louis C. K., el espectro de cancelados -cada uno con su gradación y sus consecuencias- es amplio. Durante cierto debate televisivo en el que participé, uno de los ponentes me rebatía asegurando que las consecuencias de la anulación no eran para tanto: unos meses sin trabajar, un linchamiento y poco más. Evidentemente me rebelé ante esa noción -quien la defendía tenía un trabajo estable como profesor- de que hay diferencia entre castigos y “castiguillos” por el ¡terrible! hecho de expresar una opinión o escribir un libro. La presión psicológica adjunta que pueden conllevar estas condenas populares no se puede valorar así: muchos de los que son “castiguilleados” no se lo esperan, especialmente cuando sus declaraciones u obras no están pensadas con la intención de “provocar” a los cancelantes. De ahí que el sufrimiento sea doble: la sensación de culpa y el rechazo de los demás al ser etiquetados de forma grosera como “racistas”, “maltratadores” o, simplemente, “malvados”.
La gran cuestión: ¿hasta qué punto la anulación está extendida en España? Pues creo que no mucho: la censura empresarial y de redes es proporcional al estado de la industria cultural española. Los que a ella nos dedicamos somos un guiñapo sinónimo de paro: nos dedicamos a ser periodistas precarios, actores que trabajan de camareros o youtubers con cinco reproducciones, entre un montón de oficios-rider. En este entorno es mucho más difícil que profesionales sin profesión digan cosas “cancelables” porque no hay nada que cancelar, ¡si no tienen trabajo! Sólo es condenable el miedo y el cuidado obsesivo compulsivo con el que viven cada vez que se les da una oportunidad -pagada mínimamente- de escribir, actuar o aparecer en un evento. Lo sé porque me lo cuentan.
¿Cuál es la organización que más me preocupa en España? Los Abogados Cristianos y similares: dedican su tiempo a rebuscar entre las obras artísticas que, albergadas por la libertad de expresión, pueden rozar ese artículo infame -525- que contiene nuestro Código Penal: la ofensa a sentimientos religiosos. Y a su lado, con menos intensidad que los anteriores, asociaciones cuyo -en principio- objeto es proteger a mujeres, discapacitados o LGTBI+, azuzadas por furores de redes. La última muestra: el cómico David Suárez, denunciado por una asociación para la protección de personas con síndrome de Down. Al final, su chiste fue absuelto en un juzgado.
Creo que miramos en exceso a izquierda o derecha: la censura -en todos sus formatos- nos cerca ya todo nuestro perímetro como las fotos panorámicas que toman nuestros móviles, todos nuestros trescientos sesenta grados son suyos.
Edu Galán es un escritor, guionista y crítico cultural español. Es uno de los creadores de la revista satírica Mongolia.