lunes, abril 29, 2024

Un centro de pensamiento y reflexión de la

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Alrededor de la cancelación

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Buenas noches.
Lo que me tranquiliza de fallar hoy es que de las cuatro personas convocadas a charlar en esta catacumba el único confinado es, afortunadamente, el único del que la organización y público podían permitirse prescindir. Cuando le anuncié a mi amigo y moderador, Chapu Apaolaza, que no podría asistir, le imaginaba al otro lado del teléfono pensando. “Total, para lo que te iba a dejar hablar Pedro Herrero…”.

Consciente de todo esto, agradezco la generosidad del Instituto Juan Belmonte y especialmente a mi amigo Chapu por la invitación, también por leer estos apuntes de presencia frustrada, y al publico asistente porque incluso creyendo que yo iba a participar, han venido o están conectados.

Sin ponerme melodramático, les diré que me da mucha pena perderme la cita de esta noche. Tiene pinta de que va a ser divertido esto. Casi contracultural… porque a estas alturas de la vida revolverse contra la cancelación de las ideas es revolucionario, qué cosas nos toca vivir…

Tras dejar la política y el País Vasco, después de haber sufrido allí, sin entrar en detalles, el bochorno del lenguaje alambicado, los temas tabú y la pelea contra la utilización de un lenguaje pegajoso para no llamar a las cosas por su nombre, no vi venir que fuera a ser necesario defender la Libertad en el resto de España. Y aunque no somos una isla en este mar de corrección política creciente que se empeña en condicionar el mundo occidental, molesta especialmente que sea en España donde haya debates, ideas o reflexiones que se censuren sin siquiera ser escuchadas, utilizando burdas etiquetas y una persistente voluntad de que no se oigan en el espacio público, académico o institucional.

No soy de los que cree que los apóstoles de la censura, cancelación y corrección moral, los desorientados pelmas del aburrimiento posmodero se vayan a imponer; lo que me acojona es que resulta verosímil que se acaben imponiendo.

Llámenme centrista si quieren -me han llamado cosas peores-, pero lo que más me pone de todo esto es verme en la misma trinchera con gente que defiende posiciones políticas diferentes a la mía pero que no está dispuesta, como no lo estoy yo, a que opiniones legítimas sean censuradas o canceladas. Hombres y mujeres libres que no aceptan la corrección política dictada por apóstoles de la moral posmoderna.

A mi juicio, si los enemigos de la Libertad no descansan, no podemos despistarnos quienes creemos que nuestra sociedad es más sana y edificante en el contraste abierto de ideas, en el debate encendido, en el sano ejercicio de escuchar propuestas que nos incomodan… lo más importante de todo lo que enfrentamos en estos tiempos tiene que ver con la necesidad de entender primero que no podemos dar por intocables todos avances de Libertad logrados.

Hubo tiempos, no tan pretéritos, en el que el eje del debate estaba entre visiones políticas de organización social ya fueran de inspiración socialdemócrata, conservadora, liberal… cosas de esas. Más allá de atajos dialécticos o episodios poco edificantes, muy pocos temas quedaban excluidos del espacio público de deliberación. Los tiempos cambian, sin duda, pero las buenas prácticas, como las buenas costumbres, no tienen por que hacerlo. Y merece la pena el esfuerzo de pelear por ello.

Supongo que a algunos de ustedes les pasará algo parecido; por ejemplo, yo no soy taurino, he ido muchas veces a la plaza pero no he conseguido engancharme a la pasión. Hay algo ahí, lo detecto y en cierta forma me llega, pero no me ha enganchado. Pues bien, todo esto pasa a un segundo plano para mí cuando se pretende acabar por imposición con la fiesta de los toros, porque ese ataque a la Libertad es un ataque contra todos. A algunos les parecerá un motivo pueril, pero por ese ataque yo soy tarurino. Porque hoy son los toros pero mañana será otra cosa.

Leía estos días cómo una universidad británica cuestionaba la novela 1984 por ser
potencialmente “material ofensivo y molesto”. Más allá de haber entendido perfectamente el objeto último de ese libro, que no por casualidad son universitarios, es fascinante cómo esa universidad nos brinda gratuitamente la demostración de que Orwell acertó. Pero la lista de nombres propios de personas atacadas por atreverse a opinar o por motivos variados es interminable… Peterson, JK Rowling, Woody Allen y un poco antes cualquier otra cosa o persona. Qué más da quién o sobre qué, al final es todo lo mismo: siempre hay alguien entusiasmado con cuidarnos, quien se levanta todas las mañanas para salvaguardar nuestra moral, protegernos de ofensas y librarnos de ideas que no nos convienen. También en señalar herejes e impuros. Y sin que se lo hayamos pedido. Fuck you!

En fin, en realidad tenemos mucho que agradecerles, bien mirado. Algo noble por lo que luchar te mantiene joven y en forma; en este caso es la Libertad. ¡Que viva!


Texto aportado por Borja Sémper con motivo de la celebración de la primera conferencia titulada ‘alrededor de la cancelación’ del ciclo ‘conversaciones en la catacumba’.

Borja Sémper fue presidente del Partido Popular en Guipúzcoa entre 2009 y 2020, además de portavoz del Grupo Popular en el Parlamento Vasco (2013-2020).

Licenciado en Derecho y experto en gestión pública, ha escrito libros como ‘Sin Complejos’ (2013) y ‘Maldito (des)amor’ (2015). Además, junto a Eduardo Madina, ha publicado ‘Todos los futuros perdidos’.

El Instituto Juan Belmonte baja a las ‘catacumbas’ para hablar de la cultura de la cancelación

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El acto, moderado por Chapu Apaolaza, contó con la participación de Edu Galán, Rebeca Argudo y Borja Sémper.

El Instituto Juan Belmonte (IJB) presentó ayer en Casa Patas (Madrid) ‘Conversaciones en la catacumba’, un ciclo de conferencias bimensuales que pretenden poner en el centro del debate público “asuntos incómodos asentados en prejuicios y arrasados por la espiral del silencio”.

La primera de esas conferencias, titulada ‘alrededor de la cancelación’ fue presentada por el director del IJB Chapu Apaolaza, y contó con las intervenciones de Edu Galán, escritor, guionista y crítico cultural y Rebeca Argudo, columnista. Borja Sémper, político y escritor,  que también estaba anunciado para la conferencia, participó telemáticamente por motivos sanitarios.  

El acto se inició con una reflexión sobre las motivaciones que impulsaron a la Fundación Toro de Lidia a crear el IJB: “salimos a la sociedad a pedir que nos ayudaran a proteger los toros, pero nos dimos cuenta de que es la tauromaquia la que protege a la sociedad. Debíamos salir a la palestra para hablar de todos estos temas, y por eso estamos aquí”, afirmó Apaolaza.

Durante una hora, los ponentes reflexionaron sobre cómo afecta la cultura de la cancelación en distintos aspectos de la vida, como en las redes sociales. Al respecto, Rebeca Argudo afirmó que “ya no sabemos quién ejerce la censura. Antes era el poder, pero ahora con las redes sociales es el de al lado el que quiere que te censuren. Pero como no pueden callar a la gente, te mandan al lado oscuro o te llaman fascista”.

Cuando esta corriente afecta a la tauromaquia, afirma Borja Sémper, ya no va de si te gustan o no los toros, sino que implica un ataque a la libertad: “yo no soy taurino, he ido muchas veces a la plaza, pero no he conseguido engancharme a la pasión. Pues bien, todo esto pasa a un segundo plano para mí cuando se pretende acabar por imposición con la fiesta de los toros, porque ese ataque a la Libertad es un ataque contra todos. A algunos les parecerá un motivo pueril, pero por ese ataque yo soy taurino”.

Un argumento compartido por Edu Galán, “me da igual lo que le ocurra a los toros, pero no me sitúo en el animalismo; una corriente ideológica que no me merece ningún respeto. Me rebelo contra los que dicen que los que van a los toros son unos psicópatas y los que no van son bellísimas personas”.

El acto, que colgó el “no hay billetes” el mismo día que se presentó el cartel, acabó con un alegato a la libertad de expresión por parte de los ponentes: “no hay un mínimo de cancelación aceptable. Hay que proteger la libertad de expresión, aunque no estemos de acuerdo con lo que se dice. Lo peor de la cancelar es que te estás silenciado a ti en primer lugar. Hay que combatir los peligros que acechan a la libertad”, concluyó Argudo.

¿La extinción de la humanidad?

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Tal es el título del ensayo en el que el filósofo y periodista francés Paul Sugy analiza la ideología totalitaria de los animalistas radicales, o antiespecistas, sobre la que basan su proyecto político, considerado como “loco” por el autor (es el subtítulo de su libro).  

Siguiendo la huella de su maestro, el australiano Peter Singer, y de algunos discípulos suyos en los cenáculos anglosajones, ellos quieren acabar de un plumazo con todas las formas de explotación del animal por el hombre. Esto implica una refundición completa del sistema de valores de nuestra civilización humanista. 

El primer paso exige borrar la frontera moral que separa la especie humana de las otras especies, sin dejar de asignar a los hombres una responsabilidad específica con respecto a los animales, lo cual encierra una contradicción, en particular por el hecho que, en la mente de tales radicales, los humanos, del mismo modo que los animales, se definen tan sólo por su naturaleza biológica y su capacidad de sentir. Cualquier supuesta preeminencia que se nos quiera otorgar en el orden de los valores no es más que un prejuicio cultural, muy discutible,  según Peter Singer y según el filósofo “desconstruccionista” Jacques Derrida.  

La consecuencia es que en esta “lógica” la facultad de sentir es el único criterio de la ética, tratándose de humanos y de animales. La vida humana no tiene ningún valor intrínseco; la vida no vale más que por el bienestar al cual puede acceder cada individuo – animal humano o no humano -, y por consiguiente un caballo disfrutando de todas sus facultades tiene más derecho a vivir que un bebé recién nacido o una persona discapacitada. Ya se sabe cómo los nazis han puesto en práctica esta escala de valores, y sin embargo los animalistas no dudan en llamar nazis a todos los que se dedican al comercio de la carne o a todos los que tienen afición a los toros.   

Tal ideología tiene que desembocar en un proyecto político, el cual cambia del todo la posición que ocupan los animales en nuestra sociedad. Como lo afirman algunos de sus profetas “la protección animal es el marxismo del siglo XXI”. La continuidad de las luchas contra todas las hegemonías, supremacías y discriminaciones entre hombres incluye esta vez a los animales, colocados al mismo nivel que el de los grupos y personas discriminados a lo largo de la historia. La protección animal se convierte en un imperativo categórico que Emmanuel Kant no habría sospechado; ya no es una opción personal sino una obligación que abarca toda la vida pública, implica un nuevo contrato social. Cabrá  entonces hacer una distinción entre los animales domésticos, admitidos a una condición parecida a la ciudadanía (en la medida en que sus dueños y ellos reciban una educación adecuada podrán beneficiarse de una representación indirecta en las instituciones parlamentarias),  los animales salvajes,  a los que serán asignados unos espacios protegidos y que, en el mejor de los casos, serán inducidos a tener una alimentación vegetariana, y, por último, los animales “fronterizos” (ratas, chinches…) a los que se les reconocerá en las zonas urbanas el estatuto de residentes, y que no deberán bajo ningún concepto ser eliminados, tan sólo esterilizados en caso de necesidad.

La ecología y la liberación animal, a pesar de lo que se piensa, no son del todo compatibles. Es lo que demuestra en su libro Paul Sugy, subrayando las diferencias de los planteamientos. La ecología se concibe bajo el punto de vista de los humanos, y de su preocupación por hacer que nuestro planeta no deje de ser habitable, evitando todos los excesos de consumo y sobreexplotación. El antiespecismo, por el contrario, sólo mira el interés exclusivo de los animales. Para lograr este imperativo el hombre debe intervenir en la naturaleza cada vez que sea necesario, y por supuesto en la sociedad. La ecología busca la preservación de la humanidad y de las especies animales. El antiespecismo sólo se interesa por la preservación de los animales como individuos, y en la medida en que podemos asegurar su bienestar. Si éste no puede ser garantizado poco importa que una especie desaparezca (caso, por ejemplo, del ganado de lidia si se prohibieran las corridas). Por lo tanto la biodiversidad deja de ser un fin en sí mismo. 

El último punto subrayado por Sugy es que al amparo de estos nobles sentimientos a favor de la liberación animal está prosperando un nuevo capitalismo industrial que podría dar la puntilla a los menesteres tradicionales de la carne y a las actividades del mundo rural. Se trata obviamente del desarrollo de la producción de carne artificial, iniciada por algunos consorcios agroalimentarios en Estados Unidos, los cuales, dentro de la estrategia de su comunicación, ofrecen un apoyo económico muy significativo a las asociaciones animalistas. Se calcula que el mercado de la carne artificial  tendrá un peso, en 2025, de unos ocho mil millones de euros.

Observamos al final que el antiespecismo viene orientado por dos polos conceptuales, contradictorios: la fe desmesurada en el poder de la acción humana para cumplir con la exigencia fundamental que corresponde a la salvaguarda de los intereses de todos los animales, en total igualdad con los intereses de los hombres. Y, por otra parte, el odio de la presencia humana en la tierra, considerada como predadora absoluta e intolerable.

Para esta corriente ideológica la humanidad no es más que un conjunto de individuos, exactamente como los animales. No representa una comunidad que constituye, en el mundo de los seres vivos, una excepción en lo que se refiere a la jerarquía de los valores. Merece ser sometida si, por ello, se logra la liberación de los animales. Miles de años de civilización vienen cuestionados y, por consiguiente, su raíz que hace vivir nuestro presente, y que es el humanismo.       


François Zumbiehl es catedrático de letras clásicas y doctor en antropología. Forma parte del consejo editor del Instituto Juan Belmonte.

Dune: sangre y arena

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El director de Dune es francés, vamos a empezar por ahí, porque la tauromaquia es cosa muy francesa, occitana y por tanto muy de Cataluña, muy mía, esto es así; tal vez ahora estoy sonando tendencioso pero qué le voy a hacer si nací en el Mediterráneo. Me tienen un poco harto, además.

Conociendo a España, que está siempre en babia, a la gresca y a las banderitas, sé que serán los franceses quienes llegado el momento salvarán la tauromaquia, como en Dune Paul Atreides va a tener que salvar el futuro y la continuidad de su estirpe.

El joven Paul Atreides está dejando de ser un niño, esto es que van a empezar a encalomarle una ideología, una patria, unas mierdas. Su misión ahora es desplazarse de su planeta Caladan a Arrakis, feudo de los Harkonnen también conocido como Dune por su ecosistema árido y rico en la especia melange, un bien casi intangible pero fundamental, como el arte o el vino.

En varios momentos de la película, el joven Atreides fija la mirada en una pequeña escultura taurina que es amuleto e incertidumbre y en ella pondera riesgos y dificultades. La plenitud, el desierto, lo ético y lo sagrado, el anillo de la plaza y que si una cantimplora… Son muchas las cosas que se le pasan por la cabeza, pero lo que primero le preocupa es si va a saber una tarde entendérselas con el animal, si va a ser capaz de leerlo y con los pies en el suelo va a lograr lo que se dice fabricar un toro y en ello unir a todos los hombres. Esto se llama la presciencia del toro. Atreides, en efecto, ve más allá, mete el lomo y sueña, recuerda y figura, y en sus vaticinios también empieza a entender que una tarde mala puede tenerla cualquiera. Está aprendiendo.

Destinado a ser califa, el joven atiende sus intuiciones. En una escena concreta, la que instruye sobre el ingenio indumentario de los destiltrajes (la mitad de esta película es didáctica, de aclimatación), demuestra que sabe atarse los machos sin ayuda de nadie, cuando es sabido que esto es algo en lo que un diestro siempre ha delegado. Pero Atreides, muchacho valiente y gentil, está más bien solo. Apenas cuenta con unos subalternos, amigos de la familia, una genealogía y el faro materno, un Edipo, lo que doña Angustias fue para Manolete, que al fin y al cabo iba a morir clamando aquello de ¡qué disgusto se va a llevar mi madre!

Mientras empaqueta los trastos de matar y se prepara para salir a la arena, el joven Atreides, que no ha leído a Michel Leiris, cree que su abuelo gustaba de matar toros por deporte, pero el francés, poeta y etnógrafo, le habría explicado al chaval que el toreo no es un deporte, vale ya con eso, y que el carácter trágico que estremece la corrida y su significación religiosa lo sitúan en la cima erótica de todas las artes.

Sin ser una gran película, Dune resulta en cierto modo enorme. En casa, sin ir más lejos, no puede verse porque no cabe. En ninguna casa. De ninguna manera es posible ver Dune desde el sofá porque ni la pantalla más grande ni el proyector con más tiro pueden darla completamente. De hecho, pensada como está para IMAX, ni siquiera un cine corriente puede sostenerla en toda su entidad, no digamos mirarla en un móvil.

Cuando salimos del Phenomena, la sala de cine con mejores condiciones técnicas de Barcelona (a tiro de piedra de la Monumental donde en su día vi a José Tomás indultar al toro Idílico de Núñez del Cuvillo), siento que lo que me ha dado la película es eso, lo colosal (son cortingleses, me susurra Miguel Noguera cuando salen las naves de tropas), un paliativo a tanto Netflix, tanto cine de estar por casa y tanta medianía.

A diferencia de la embrollada versión que David Lynch y Dino de Laurentiis filmaron en 1984, donde también rondaba como la segadora el toro salusiano que mató al abuelo Atreides, en este Dune todo está a la vista, es cristalino, cine preconizado, no contiene sorpresa alguna y acaso en esa imaginería taurina en la que Denis Villeneuve insiste para nutrir la dimensión psicológica de los personajes gravita la única mística de una película de misticismo ibicenco, hiperdiseñada. Porque Dune no deja de ser un blockbuster que se hace el mayor, interiorismo siena en tiempos de colorismo pueril, y que entre su cháchara geopolítica, ecologista, social, de feudos y castas, deja latir lo que de verdad importa, la angustia adolescente, ese lapso donde la realidad lo atraviesa a uno de parte a parte como un relámpago, aquel tiempo donde lo más importante de la vida no era la vida sino la inmortalidad.

Dune adapta un clásico moderno de la ciencia ficción pero viene claramente del tebeo francés, de las páginas setenteras de Metal Hurlant, la revista en la que se engendró buena parte del imaginario que todavía hoy sustenta el género. Existe un documental espléndido de 2013 donde se detalla el conato de adaptación de la novela por parte de Alejandro Jodorowsky, un proyecto que nunca fue y que habría contado con uno de los primeros espadas de aquella escena comiquera, Jean Giraud, Moebius, que en sus dibujos para Jodo reemplazó el toro por un rinoceronte. Su huella es inequívoca en la plástica de este nuevo Dune, donde también es profunda la de H. R. Giger en el diseño Harkonnen, nombre torvo, por cierto, que Frank Herbert decidió hojeando la guía telefónica de California y que le sonó soviético, a villanía, aunque en realidad Härkönen sería un apellido finlandés en el que habitan los términos härka y rauta: toro y hierro.

Esta primera parte de Dune, en fin, presenta esos mundos y razas que pueblan la mitología de Herbert y pone en marcha una sencilla trama de elegido, el joven Atreides, niño cantor que lleva el toreo en la masa de la sangre y es esclavo de una idea, por eso el personaje, que se da un aire a Sebastián Castella, se muestra meditabundo y encandila a las chicas con querencia a la ensoñación, porque es sensible, da muchas vueltas, se maneja en circular como los toreros verticales.

Dune es toda ella el diestro en capilla, el protagonista considerando aquello que un artista y en particular un torero llamaría el vértigo de lo superior. La película termina con el muchacho haciendo la comunión, sobreponiéndose a su primer rito de sangre y formando cuadrilla, y entendemos que en la segunda parte, prevista para 2023, se ilustrará la hora de la verdad, que es una expresión taurina que usan propios y ajenos sin conocerle la procedencia, unos y otros a los que les habrá gustado más o menos esta primera entrega solar y de núcleo mitráico donde la tauromaquia es lo que “la fuerza” a Star Wars: el parar, templar y mandar de toda la vida. Y mirar la corrida para ver claro, que decía Bergamín. Una idea metafísica que desde el futuro contempla los veinte mil años de soberanía del toro, potencia y dios de mitologías euroasiáticas, africanas, cósmicas y de la imaginación.


RUBÉN LARDÍN (Barcelona, 1972) es escritor, traductor, guionista y firma frecuente en prensa. Es autor de diversos libros de divulgación cinematográfica y ensayos culturales, y de obras más personales como el dietario Imbécil y desnudo, la memoria de iniciación sentimental Corazón conejo o el artefacto impúdico La hora atómica. Algunas de sus columnas y textos sobre cine se recogen en la antología El futuro de nuestros hijos. En los interludios graba un podcast especializado en física de partículas llamado La mano contra el sol.

Tauromaquia y Tragedia Antigua

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La tauromaquia en su forma moderna (la formalizada en España en el siglo XVIII) es la única heredera verdadera de la tragedia antigua.

La tragedia nació en Grecia del canto de la cabra (tragos), el canto dionisíaco que celebra la vida y la muerte, que exalta la finitud de la vida humana, por tanto la mortalidad de los hombres, para que la muerte sea vencida en un acto de vitalismo. Un acto efímero y vano pero por eso mismo glorioso.

El centro de la antigua tragedia es el coro. Según la interpretación de Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872), la función del coro, antes de su decadencia que fue definitiva con Eurípides, fue empujar a todo espectador, con su música dionisíaca, a perder la sentido de la propia individualidad, abandonándose a una especie de éxtasis en el que la palabra (el logos) ya no tiene valor. Es la dominación en sí misma la que une a los seres humanos con otros seres, todos caracterizados por una existencia destinada a terminar.

El ser humano se distingue de los demás animales porque está dotado de logos, es decir, palabra y razón (la definición clásica es “hombre animal racional” porque ratio en latín es la traducción de logos). Sólo deshaciéndose del logos, en esa embriaguez estática que es enteramente musical y dionisíaca, el ser humano puede perder el sentido de su propia individualidad (el principium individuationis – según Nietzsche), abandonarse a su propia animalidad, sintiendo profundamente la propia finitud, vivir hasta el final en el dominio de la muerte hasta el punto de hacer que la vida gane.

El corazón de la antigua tragedia revive de manera paradigmática en el encuentro entre hombre y animal que es el centro de la corrida. En el escenario, como sabe todo aquel que tenga un mínimo de familiaridad con el rito taurino, hay un ser humano y un animal que en la mejor representación confluyen casi fundiéndose. El hombre, el matador, pierde gradualmente el logos asimilándose al toro. El toro, al cambiar su carga animal de rectilínea a curvilínea, asume gradualmente características humanas, asimilándose al hombre. Los dos actores se entregan el uno al otro, respirando juntos, bailando, superando la muerte. Es la figura del Minotauro la que se forma en el centro de la arena al final de una tragedia exitosa, cuando el último tercio de la ceremonia empuja a los espectadores al éxtasis, al llanto, a la pérdida del sentido de su individualidad, al abandono a la animalidad. Todos sabemos, nosotros los aficionados, cómo en esos momentos una profunda tristeza nos desgarra el pecho: es la muerte a la que todos estamos consignados como animales finitos. Sin embargo, junto con ese dolor, hay un vitalismo que nos empuja a la exaltación. Queremos abrazar a quien tengamos cerca, sean quienes sean – hombre, mujer, anciano, niño – para sentirnos unidos, todos animales mortales. No tenemos palabras para decir lo que sentimos. La palabra, el logos, ya no es necesaria. Todos estamos cerca, hemos visto al Minotauro en el escenario, es decir, el ser fantástico en el que los humanos nos miramos para encontrar nuestra animalidad. Sentimos la eternidad de lo efímero.

Entre las artes efímeras, la tauromaquia moderna es la que mejor que cualquier otra representación consigue dar la idea de lo eterno. Incluso en esta heredera de la tragedia antigua, la tauromaquia nos hace sentir que esa experiencia volátil, irrepetible y que no se puede agarrar a pesar de televisiones y videos de todo tipo, trastoca las coordenadas espacio-temporales hasta tal punto que se vuelve eterna. Porque los seres humanos, llamados “efímeros” por los antiguos poetas griegos, son los únicos seres eternos. Eternos porque son sagrados, porque son superiores a los dioses precisamente porque son efímeros, porque sus decisiones no son replicables, mientras que las de los dioses -por su inmortalidad- sí. La corrida de toros escenifica gestos efímeros, irrepetibles, en los que la muerte está a la vuelta de la esquina y por eso son gestos eternos.

En una época en la que el ser humano susurra palabras de compasión a cachorros y gatitos, humanizándolos, antropomorfizándolos, sin respetar por tanto su animalidad y la ausencia de logos; en un tiempo en el que el ser humano rechaza el enfrentamiento con la propia animalidad y con la naturaleza mortal que nos caracteriza a todos, encerrando la idea de la muerte en un espacio de vergüenza y ocultación; en una época en la que la vida no gana viviendo la muerte, sino que se engaña a sí misma para prevalecer tratando de anular el envejecimiento a través de prácticas grotescas de cirugía estética; en una época en la que la tragedia griega es una pesadilla y la gente prefiere animar a los jugadores que exaltan los deportes donde solo cuenta el dinero; en una época como ésta, en la que el ritual ya no tiene sentido y el éxtasis animal provoca miedo en lugar de restaurar el coraje; en un momento como este, nada más sencillo que la única verdadera heredera de la antigua tragedia esté siendo juzgada e incluso haya llegado al punto de pedirse su abolición.

Traducción realizada por Vicente Royuela

Tauromachia e Tragedia Antica

La tauromachia nella sua forma moderna (quella formalizzata in Spagna nel XVIII secolo) è l’unica vera erede della tragedia antica.

La tragedia nacque in Grecia dal canto per il capro (tragos), il canto dionisiaco che celebra la vita e la morte, che esalta la finitezza della vita umana, dunque la mortalità degli uomini, perché la morte sia sconfitta in un atto di vitalismo. Un atto effimero e vano ma proprio per questo glorioso.

Centro della tragedia antica è il coro. Stando all’interpretazione di Friedrich Nietzsche in La nascita della tragedia dallo spirito della musica (1872), funzione del coro, prima della sua decadenza che fu definitiva con Euripide, era quella di spingere ogni spettatore, con la sua musica dionisiaca, a perdere il senso della propria individualità, abbandonandosi a una sorta di estasi in cui la parola (il logos) non aveva più valore. A dominare era l’animalità che accomuna gli esseri umani agli altri esseri, tutti caratterizzati da un’esistenza destinata a finire.

L’essere umano è distinto dagli altri animali perché dotato di logos, ossia parola e ragione (la definizione classica è “uomo animale razionale” perché ratio in latino traduce logos). Solo liberandosi del logos, in quell’ebbrezza estatica tutta musicale e dionisiaca, l’essere umano può perdere il senso della propria individualità (Il principium individuationis – diceva Nietzsche), abbandonarsi alla propria animalità, sentendo profondamente la propria finitezza, vivendo fino in fondo nel dominio della morte al punto da far vincere la vita.

Il cuore della tragedia antica rivive in maniera paradigmatica nell’incontro fra uomo e animale che è il centro della corrida. In scena, come sa chiunque abbia una minima dimestichezza con il rito tauromachico, c’è un essere umano e un animale che nella migliore rappresentazione si uniscono quasi fondendosi. L’uomo, il matador, perde via via il logos assimilandosi al toro. Il toro, modificando la sua carica animale da rettilinea a curvilinea, assume via via caratteri umani, assimilandosi all’uomo. I due attori si danno l’uno all’altro, respirando assieme, danzando, vincendo la morte. È la figura del Minotauro quella che si forma al centro dell’arena al termine di una tragedia ben riuscita, quando l’ultimo terzo della cerimonia spinge gli spettatori all’estasi, alle lacrime, alla perdita del senso della propria individualità, all’abbandono all’animalità. Sappiamo tutti, noi aficionados, come in quei momenti una tristezza profonda ci lacera il petto: è la morte a cui siamo tutti consegnati in quanto animali finiti. Eppure, assieme a quel dolore, c’è un vitalismo che ci spinge all’esaltazione. Abbiamo voglia di abbracciare chi è vicino a noi, chiunque sia – uomo, donna, vecchio, bambino – per sentirci uniti, noi tutti animali mortali. Non abbiamo parole per dire quel che proviamo. La parola, il logos, non serve più. Siamo tutti vicini, abbiamo visto in scena il Minotauro, ossia l’essere fantastico in cui noi umani ci specchiamo per ritrovare la nostra animalità. Abbiamo sentito l’eternità dell’effimero.

Fra le arti effimere, la tauromachia moderna è quella che meglio di qualsiasi altra rappresentazione riesce a dare l’idea dell’eterno. Anche in questo erede della tragedia antica, la corrida ci fa sentire che quell’esperienza volatile, non ripetibile, non agguantabile nonostante televisioni e video di ogni tipo, scardina a tal punto le coordinate spazio-temporali da farsi eterna. Perché gli esseri umani, detti “effimeri” dai poeti antichi greci, sono gli unici esseri eterni. Eterni perché sacri, perché superiori agli dèi proprio in quanto effimeri, perché le loro decisioni non sono replicabili, mentre quelle degli dèi – per via della loro immortalità – sì. La corrida mette in scena gesti effimeri, non replicabili, in cui la morte è dietro l’angolo e proprio per questo sono gesti eterni.

In un tempo in cui gli esseri umani sussurrano paroline di compassione a cagnolini e gattini, umanizzandoli, antropomorfizzandoli, dunque non rispettandone l’animalità e l’assenza di logos; in un tempo in cui gli esseri umani rifiutano il confronto con la propria animalità e con la natura mortale che tutti ci caratterizza, rinchiudendo l’idea della morte in uno spazio di vergogna e nascondimento; in un tempo in cui la vita non vince vivendo la morte, ma s’illude di prevalere tentando di annullare l’invecchiamento attraverso grottesche pratiche di chirurgia estetica; in un tempo in cui la tragedia greca è uno spauracchio e si preferisce tifare per giocatori che esaltano sport dove conta solo il denaro; in un tempo del genere, in cui il rito non ha più senso e l’estasi animale mette paura anziché restituire coraggio; in un tempo così, niente di più semplice che l’unica vera erede della tragedia antica sia sotto processo e si sia arrivati al punto di chiederne addirittura l’abolizione.

La miseria del especismo

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Hace muchos años Karl Popper escribió un libro para marcar las épocas. Se titulaba La miseria del historicismo y, básicamente, desmontaba con argumentos conclusivos el mito de la necesidad en la historia sobre el que se han construido tantos espejismos crueles, entre ellos la idea de que la historia humana es como un máquina, que posee un motor y que existe algo así como un espíritu del tiempo, superstición esta que sólo unos adivinos privilegiados saben encarnar para que otros la sufran, muchas veces hasta el despojo y la muerte.

Muy a pesar de la impecable lógica de Popper, los variopintos ‘progresismos’ siguen alimentándose, como hienas, de ese mito, en su impulsión por imponerle una sola versión al progreso, acusando a cuantos disientan de estar ‘fuera de la historia’. Es para echarse a llorar, como nos recuerda el gran Foldenyi que hizo Dostoievsky en Siberia al leer a Hegel, según quien Rusia estaba, por marginal, fuera de la historia.

Vengo de una región del mundo que ha estado incontables veces fuera de la historia, en el discurso de los privilegios eurocéntricos, y por ello el cuero lo llevo curado. Hace cuarenta años estoy defendiendo la razón de artistas que están fuera de la historia. Me siento coherente ahora que, escribiendo de toros, tenemos que defendernos de quienes nos señalan como parias en su versión progre y anti-especista de la historia.

Sucede que los argumentos más serios -aunque fallidos- contra la corrida de toros a la española provienen de las trincheras de aquellos que se oponen -dicen ellos- a la ideología especista en la que se afirma a lo humano como una especie superior, con derecho sobre toda otra especie. Estos abanderados del progresismo post-humano, adalides del antropoceno, padecen sin embargo de los mismos males que critican y comulgan, sin percatarse -porque no suelen pensar dos veces lo que dicen- de las mismas miserias del especismo que cuestionan. Es decir son, como quienes afirman la superioridad ontológica del hombre- unos esencialistas: creen que las especies son entidades absolutas.

Ignoran que la diferencia -porque obviamente existe una diferencia cualitativa entre el animal y el animal humano- no procede del ser como esencia sino del ser como reserva, es decir del ser como (aún) no-ser, del ser como potencia. Y sobre todo de la limitación absoluta que caracateriza al animal al no poder ser mas de lo que es, mientras los humanos podemos, siempre, aspirar a ser más, y sobre todo aspirar a ser otros.

He aquí un rasgo diferencial, definitorio: Ningún animal es capaz de ‘hacerse humano’ como el animal humano es capaz de ‘hacerse animal’, de ‘metamorfosearse’ en animal, de disfrazarse de animal para, entre otras cosas, invocar ceremonialmente su dominio simbólico sobre la naturaleza; ningún animal es capaz, como sí lo es el animal humano, de ceremonia.

Siguiendo las reflexiones de los filósofos modernos -de Heidegger a Agamben- podemos afirmar entonces que el animal no posee mundo, carece de mundo, porque sólo necesita de mundo un ser que no puede ser todo lo que es, y que para llegar a ser más de lo que es crea ese mundo, la coordenada dentro de la cual puede hacer realidad las potencias que lo lleven más allá de su programa orgánico: el animal humano.

El mundo es siempre mundo de lo suplementario y si los animales carecen de mundo es porque en su estricta, limitada, programada completud orgánica no requieren para sobrevivir más de lo que son. Los anti-especistas que se oponen a los toros en nombre de la igualdad de las especies son, con ello, además de esencialistas, utilitario simplones: ¿será que aspiran a vivir como animales, también, es decir sólo con lo necesario?

La invención del mundo, el otorgamiento de un mundo es elaboración parcial, crítica, incremental que acontece en ese intervalo dramático del ser humano, entre su no-ser, o su ser en reserva -su posibilidad- y su aspirar a ser más de lo que es, su aspirar a no-ser lo que es (incluso), su aspirar a ser-otro. Es por ello que todas las ceremonias vestimentales, todos los ornamentos, todos los disfraces y las máscaras poseen una significación especial, porque proceden y se inscriben en ese paréntesis ontológico entre carencia y mundo que marca la diferencia humana.

Esta diferencia implica un dominio -el espacio de un señorío.

El mundo no es, pues, con serlo, sólo un prodigio humano: el mundo es lo que el animal humano hace para reconciliar(se) con su devaneo, con su deriva por los eriales de la negatividad ontológica. Tal es la raiz del símbolo y con ello la razón de ser del humano como animal ceremonial, animal simbólico.

La muerte es inevitable protagonista de esa reconciliación incesante e inacabada con la negatividad, con la potencia de no-ser que, en lo más íntimo, alimenta la posibilidad humana de mundo, el otorgarse un mundo que es lo propio de lo humano, del animal humano. Ese mundo es el lugar de la soberanía, al cual el animal-animal sólo puede llegar por su fuerza bruta, por el impulso predador o sobreviviente de ser solo lo que es, y más nada.

Se entiende entonces que la miseria del especismo quiera confinarnos a ser una sola cosa, absolutamente, y que su imagen especular, utilitarista y complementaria, el anti-especismo quiera confinarnos a vivir sin mundo, sin suplemento, sin ceremonias, como animales.

Cuatro son los dominios de la soberanía humana en su reconciliación tentativa con el no-ser, en su intento de redención de la negatividad: el dominio del lenguaje (y sabemos que no existe un órgano para el lenguaje); el dominio de la líbido y el erotismo (y no hay, según lo recordaba Lacan, un órgano específico de la sexualidad humana, porque, a diferencia de la animal, siempre es más-que-genital); el dominio del símbolo estético y político; y por último el dominio de la escatología (es decir, la teología).

La forma como esos cuatro dominios soberanos se manifiestan es, siempre, la del suplemento, y en general la de la ceremonia: es en ese resto, en ese exceso ceremonial -siempre más allá de lo estrictamente necesario, más allá de lo que se es, siempre en el ámbito del no-ser-aún, que el animal humano se destaca como sujeto de soberanía. Entre las ceremonias, y entre las fundaciones ceremoniales de mundo, tienen particular importancia y necesidad en el ámbito humano aquellas relacionadas con la muerte, y notablemente las ceremonias de muerte animal.

Ya es parte del mundo -de ese mundo que los humanos creamos encima de nuestra animalidad, para llegar a ser otros-, ya es inevitable, una relación (ecológica), proporcional entre la vida del animal humano y la muerte del animal-animal. Esta relación puede, por supuesto, en todo momento modificarse, regularse, pero no será evitada salvo al precio de enormes, inconmensurables detrimentos para ambos, animales y humanos.

Precisamente porque el animal humano existe, en lo más irreductible de su ser, en relación con una negatividad posible, en relación, potencial o dramática con no-ser, con el erial del no-ser, o con el horizonte de ser-otro, el aninal humano es, acaso más que cualquier otro animal, capaz de generar desequilibrios ecológicos fundamentales, irremediables.

Pero como cualquier otro animal, y aún más como animal simbólico, los humanos podemos establecer con la muerte animal, necesaria o ceremonial, una relación ecológica, equilibrada, en beneficio del mundo. Es allí que se se inscribe perfectamente la ceremonia de muerte animal que encarna, desde hace tres siglos, la corrida de toros a la española, y toda la tauromaquia mediterránea y trasatlántica. Es allí que la miseria del anti-especismo se hace bulto, y sus razones de utilitarismo moralista, su negación obtusa, abstrusa del suplemento, su ceguez simbólica cae de su propio peso, revelándose  en su flaccidez sentimental.

Pudiéramos añadir: no existe posibilidad alguna de señalar ningún desequilibrio ecológico producido por la tauromaquia. Al contrario: lo opuesto sí que es posible. La aniquilación moralista y sentimental de la ceremonia taurina de muerte animal causará gravísimos desequilibrios ecológicos -en la ecología de la producción agrícola y pecuaria, en la ecología de la sustentación ambiental, en la ecología del trabajo notablemente rural, y en la ecología de la sobrevivencia animal, empezando por la extinción criminal de la sub-especie bovina, y patrimonial, del toro de lidia español: el toro -el auroch, uro- único rastro sobreviviente del bos taurus primigenius.

Toro

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Si consulto en Google la palabra Toro, encuentro la siguiente definición: Término que procede del vocablo latino taurus. Ejemplar adulto y macho que pertenece al grupo de los bóvidos. Se caracteriza por su cuerpo robusto, cubierto de pelo corto, y por sus cuernos. Los toros (machos) y las vacas (hembras) componen el ganado vacuno.

Me crié en un mundo agrícola y con una muy pequeña explotación ganadera, vacas, terneros y cerdos. Viví el cuidado y la atención que merecen los animales de corral, quizás por este aprendizaje cultural nunca comprendí cómo a un bobino se le pudo cambiar la dieta, por la maldita codicia, hasta enloquecerlo y contaminar a los consumidores.

Siento el sustantivo toro como una palabra de sonoridad potente,  que puede tener varios significados. Para un japonés o un amante del atún rojo, toro es una de las partes mas apreciadas, el corte de la ventresca con una grasa infiltrada valoradísima, un bocado de una textura gastronómicamente excepcional.

Toro en mi universo infantil, familiar y agrícola, significa también la potente máquina para nivelar terrenos de cultivo y asentar caminos.

Toro en mis recuerdos de salidas familiares, es una silueta en la cima de una colina de un paisaje, en el camino de un pequeño viaje.  Una imagen que me conducía a relacionarlo con uno de los brandys que vendíamos en la tienda familiar.

Toro en mis emociones artísticas, son impactantes y bellísimas imágenes de atletas cretenses, o dibujos y pinturas de Goya, Manet, Picasso, Miró, Dalí, Botero o Barceló. Obras artísticas que calaban en mí, y me preguntaba  cómo sería asistir al espectáculo de una corrida? En mi entorno familiar no hay ni una pizca de cultura taurina, nadie nunca me habló del mundo del toro. Pero mi profesión me ha conducido a conocer a verdaderos fans de la tauromaquia, y ellos despertaron mi interés por la experiencia taurina, mi curiosidad por llegar a entender esta pasión.

He asistido en mi vida solo a dos corridas, las dos en la plaza Monumental de Barcelona, las dos acompañada de amantes del mundo del toro, las dos con José Tomás en el cartel. Desde mi ignorancia taurina, he de confesarles que aquellas tardes viví emociones muy profundas. Viví la corrida como una danza, un ballet, un diálogo a muerte entre un toro y un torero. Nada de música, sólo el toro y el torero llenando el ruedo, el público percibiendo su sudor, su respiración, su encuentro, su lucha, su final.

Probablemente porque practico una alimentación variada y omnívora, y porque defiendo una calidad de vida para el devorado y para el devorador; por mi relación gastronómica con el mundo cárnico, comprendo las dificultades en pro de la calidad, de los ganaderos, de los carniceros, y puedo también entender las dificultades del mundo de la tauromaquia. Es tan difícil como intentar comprender la filosofía del cazador que es amante, defensor y cuidador de la naturaleza.

Carme Ruscalleda, primavera de 2021

El laberinto de las relaciones entre hombres y animales

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I.- La relación de las sociedades humanas con los animales siempre ha sido muy compleja, como se corresponde con la propia complejidad de la condición animal y la dificultad para encajarla en los habituales dualismos dentro de los que nos movemos las personas en nuestras filosofías cotidianas. Enfrentados a la oposición entre personas y objetos —que se puede formular de forma más académica a través de oposiciones clásicas como cultura/naturaleza o libertad/determinismo—, los animales no encuentran fácil acomodo en ninguno de los dos lados de la oposición. El rechazo a la consideración de que los animales son meros objetos mecánicos ha llevado en ocasiones a la defensa de que los animales han de ser considerados personas a todos los efectos —legales, morales, psicológicos—. Por otro lado, el rechazo a este tratamiento de los animales asimilándolos a los seres humanos ha podido terminar dando la impresión de que los animales no son más que objetos ante los que no cabe mayor consideración que la que se tendría ante otros recursos naturales de tipo vegetal o hídrico. Como se verá, ambas posturas son inadecuadas.

No es éste el único problema al que nos enfrentamos cuando nos preguntamos por la consideración que los animales deben tener en las sociedades humanas. La propia acotación del conjunto de seres a los que nos referimos es paradójica: por un lado, parece obvio que han de ser criterios zoológicos los que definan la condición animal —movilidad, desarrollo embrionario, carácter heterótrofo y tisular…—, pero, por otro, nadie piensa en insectos o arácnidos, en poríferos o cnidarios, cuando se discute la relación que han de mantener personas y animales, a pesar de que tales “animales pequeños y sin cara” suponen una mayoría abrumadora, superior al 95%, de los animales existentes, y poseen sistemas sensitivos delicados, nocicepción y organizaciones sociales complejas. El activista animalista enarbola argumentos que pretenden ser zoológicos y objetivos, a pesar de que, en la práctica, sus propuestas afectan sólo al 1% de animales: aquéllos a los que, por estar dados a escala operativa humana, se les puede atribuir más fácilmente una naturaleza humana. Tan animal es el mosquito como la vaca, pero la muerte de ésta en un matadero es tratada como un asesinato, mientras que la muerte de un mosquito no altera ni al militante más extremo del PACMA.

Por último, las relaciones entre los seres humanos y los animales se complican más aún dado el carácter conflictivo e irresoluble de las prácticas que los unos realizan sobre los otros. Así, en ocasiones, los humanos realizan explotaciones ganaderas en donde los animales son tratados como meros recursos industriales alimenticios —sea, por ejemplo, ganado vacuno o avicultura o piscifactorías—, mientras que, en otras ocasiones, los animales son revestidos de un tratamiento totémico, mitológico, atribuyéndoseles una condición sobrenatural o, al menos, relacionada con la divinidad de una forma todavía más cercana a la que le es propia a los seres humanos.

II. A tenor de lo expuesto hasta aquí, cabe considerar que la propia existencia de los animales supone un problema filosófico de primera categoría, y es en las relaciones hombres-animales donde se ve que éstos no pueden ser entendidos ni como naturaleza ni como cultura, ni como objetos ni como personas. Por un lado, son seres propositivos, volitivos, que operan sobre el mundo y lo transforman intencionadamente, por lo que no pueden ser considerados meros trastos mecánicos, como pudieran ser los ríos o los aludes. Pero, por otro, carecen de dimensión histórico-política, no son seres morales en tanto no se encuentran expuestos a conflictos de normas sociales que resuenan en su escala personal; al carecer de la complejidad generativa y representativa del lenguaje humano no cabe ninguna estructura política ni el desarrollo histórico de ésta a lo largo de los siglos, por lo que no pueden ser considerados jurídicamente como personas, sujetas a deberes y derechos que quepa cumplir o no, de los que se hayan dotado a ellos mismos en función de su organización social. Los animales superiores pueden compartir algunas características con los estadios iniciales del desarrollo humano —lo que en buena medida explica la simpatía que sentimos por ellos—, pero tal parecido es meramente coyuntural, justamente porque tales estadios de la primera infancia sólo adquieren sentido en el conjunto global del desarrollo humano.

Si no son cosas ni personas, ¿cómo entendemos a los animales? Se propone aquí que, en tanto realidad no zoológica sino social y antropológica, los animales funcionan como númenes o seres numinosos, es decir, sujetos de voluntad e inteligencia capaces de mantener relaciones de muchos tipos con los hombres, por ejemplo, laborales —los perros de los pastores—, emocionales —relaciones de amor, odio, recelo, miedo, alegría…—, de ocio y entretenimiento —los caballos en la hípica—. Las relaciones numinosas tienen una naturaleza protorreligiosa, y se entretejen con la vida humana a la propia escala de tal vida, por lo que ya pueden considerarse abiertamente culturales. No hay mejor ejemplo del carácter numinoso de un animal que el toro de lidia. Es mediante esta condición numinosa por la que unos poquísimos animales —si los comparamos con el total de especímenes de todo el reino animal— pasan a ser “los animales” para el urbanita del siglo XXI en su representación de lo que es el reino perdido de la naturaleza.

Finalmente, el animalismo se desvela como un movimiento religioso, pero una religión cortada a la medida de una sociedad individualista, hipersentimentalizada e infantilizada como la actual. El animalismo es una religión light, pop, leve, cándida, la religión del centro comercial, del teléfono movil, el yogur helado y el poliamor. No piden la prohibición de los insecticidas porque los insectos no son númenes. No realizan acciones clandestinas para medicar con antibióticos a las ratas de las alcantarillas, sino para liberar a las ratas de los laboratorios, ya que éstas son númenes, pero aquéllas, no.

En la retórica del animalista aparece constantemente la palabra “naturaleza”, pero su idea de naturaleza es un producto cultural y urbano puramente mitológico, propio de ciudades en donde el mundo salvaje ha quedado completamente evacuado y se reinventa su representación como un paraíso perdido idílico. En la ciudad, una vez que hemos vencido a la naturaleza y la hemos expulsado fuera de las murallas, ahora que no morimos devorados por depredadores y tenemos calor en invierno y luz por la noche, la conmemoramos con los jardines y las mascotas. Se intenta volver a lo que nunca existió. Los bisontes o los leones de la pintura rupestre ahora son los perretes en instagram, pero su función numinosa sigue siendo la misma.

III. Como conclusión de estos breves apuntes iniciales, cabe entender que, efectivamente, algunas relaciones entre los seres humanos y los animales han dotado a un reducidísimo grupo de éstos de un carácter peculiarísimo, no reductible a otras categorías más obvias de la actividad humana cotidiana, ya muy alejado de su materialidad zoológica y entretejido con la cultura y la trascendencia humana. Nótese la radicalidad de la tesis que vamos a defender y lo opuesta que se encuentra a la ideología dominante: los perros, los caballos, —cómo no, el toro de lidia—, han de recibir un tratamiento especial y han de ser objeto de reflexión ética justamente por ser cultura, no por ser naturaleza. Eso es lo que explica que los bomberos acudan al rescate de un gato atrapado en las alturas, pero no al rescate de los topos que morirán de frío en un monte tras una fuerte nevada.

Ahora bien, el trato ético hacia estos seres numinosos no ha de recortarse por el patrón propio del trato ético hacia los seres humanos. Cada vez que alguien declara que su mascota es un miembro más de su familia a todos los efectos, es inevitable preguntarse si ante un incendio en donde sólo se puede rescatar a un hermano o a un hamster, alguien podría tener dudas sobre quién sería el elegido. Tal trato ético deberá ajustarse a cada particularidad y estará derivado de la función por la que ha emergido esa consideración totémica cultural del animal. El buen trato hacia un cuadro no es el mismo que el buen trato hacia una sinfonía. Y el buen trato hacia un perro pastor no puede ser igual que el que reciba un caballo de carreras o un toro de lidia. Sería muy arduo realizar aquí un listado completo de todos los factores que deberían ser tenidos en cuenta en cada caso.

A pesar de la brevedad de este texto, se han intentado presentar unas consideraciones acerca del complejo tema de las relaciones entre hombres y animales en donde se huya de los simplismos y sentimentalismos cursis habituales, y se ofrezcan unas líneas conceptuales para trabajar y detallar en el futuro. Es un tema que cruza y deja huella a su paso por la filosofía, el arte o la ética, y que, inevitablemente, es pasto de la ideología de cada momento. Más allá de ser un asunto menor encapsulado en una temática muy específica, es un magnífico termómetro de los problemas que nos afectan globalmente como sociedad al que debemos prestar particular atención.

Corridas de toros en Hungría

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Finales del siglo XIX y principios del XX fueron la época dorada de las corridas de toros. La corrida floreció durante ese período no solo en España, sino que se expandió internacionalmente en áreas más allá de su hogar tradicional en el sur de Francia, América Latina y la Península Ibérica. Por ejemplo, se llevaron a cabo corridas de toros en Londres en 1870, París en 1889 y 1900, y St. Louis en 1904. Tuvieron lugar en salones agrícolas, ferias mundiales y espectáculos del Lejano Oeste. Aunque se encontraron con la oposición de las autoridades que los cerraron en ocasiones, junto con espectáculos teatrales como opereta, music hall, vodevil, cabaret, teatro de variedades y revistas musicales, así como espectáculos deportivos, competiciones atléticas, cricket, fútbol y boxeo, las corridas de toros españolas se convirtieron en parte de una cultura de entretenimiento transnacional que se extendió por todo el mundo, al tiempo que mezclaba diferentes elementos de las culturas populares nacionales.

Es notable y poco conocido que durante este período la corrida tuvo una de las trayectorias más largas en Budapest, la floreciente capital entre 1867 y 1918 de la mitad húngara de Austria-Hungría y, después de 1918, la de un estado húngaro independiente. Por ejemplo, casi una docena de corridas de toros se llevaron a cabo durante cinco semanas en 1904 en Budapest por una cuadrilla dirigida por Pouly II, un matador de Nimes. El evento se llevó a cabo en una gran plaza de toros de madera con capacidad para 15.000 personas que fue construida especialmente para ello. Todos los diarios de Budapest informaron sobre las corridas de toros y las hazañas de Pouly en la plaza de toros fueron la comidilla del día. Contando con este interés generalizado, los organizadores de las corridas habían querido convertir las corridas en un atractivo permanente y ofrecer corridas todos los veranos en Budapest. Aunque en 1904 no pudieron conseguir un permiso a largo plazo para ello, veinte años después, en 1924, otro grupo de toreros visitó la ciudad. Hicieron tres corridas en el estadio de un equipo de fútbol local que se convirtió temporalmente en una plaza de toros. Esta vez, la cuadrilla era española e incluía dos toreros, Pedro Basauri Paguaga (“Pedrucho”) y Francisco López Pareja (“Parejito”). Pedrucho, nacido en Eibar en 1893 y aprendiz de torero en Barcelona, había aparecido en varias películas tauromáquicas realizadas a principios de la década de 1920 en España, mientras que Parejito, nacido en Lucena, en la provincia de Córdoba en 1899, tras una breve carrera en España, adquirió fama internacional en las corridas de toros que se celebraron en 1923 en Roma y otras ciudades italianas.

Destacan las diferentes circunstancias en las que se organizaron estas corridas en Hungría en dos décadas de diferencia. En 1904, las corridas de toros formaban parte de otras actividades, como ferias industriales, parques de atracciones, fuegos artificiales nocturnos sobre el río Danubio y desfiles de automóviles decorados con flores, que los impulsores urbanos y las asociaciones turísticas habían organizado para convertir a Budapest en un importante destino turístico. Por el contrario, la corrida de 1924 estaba relacionada con los problemas económicos de Ferencváros, un club de fútbol de Budapest que quería recaudar fondos para la reconstrucción de su estadio, organizando en él corridas de toros y combates de boxeo. Sin embargo, debido a un conflicto entre el gobierno conservador húngaro (que otorgó a los inversores españoles e italianos el derecho a organizar las corridas de toros) y el municipio de derechas de Budapest (que con motivaciones en contra del gobierno, se volvió contra ellos), la corrida se trasladó a otro estadio y tuvo lugar en octubre de 1924 bajo el patrocinio de Újpest, un club de fútbol de una ciudad periurbana a las afueras de la jurisdicción administrativa del municipio de Budapest.

También es de destacar que en ambas ocasiones, los gobiernos húngaros de la época habían prohibido la muerte de los toros, permitiendo que la corrida solo siguiera las reglas portuguesas. A pesar de ello, lo que despertó el interés de las decenas de miles de espectadores que acudieron tanto en 1904 como en 1924 para ver estas corridas de toros fue la expectativa de que tanto Pouly como Pedrucho acabarían matando los toros. Durante la última corrida celebrada un domingo a mediados de julio de 1904 en Budapest, los improvisados aficionados húngaros animaron a Pouly a transgredir la prohibición. Animado, tomó su espada y se enfrentó al toro, pero finalmente un oficial de policía se apresuró a entrar en la arena y lo obligó a entregárselo en medio de los fuertes abucheos del público. Las corridas de toros de 1924 fueron diferentes, porque nunca se hizo tal intento de matar al toro. En cambio, la corrida procedió como un espectáculo que demostraba las habilidades de los toreros en el manejo de los toros que embestían. Lo que inicialmente confundió a los espectadores fue que estas corridas incluyeron elementos como el salto de la garrocha, con los que no estaban familiarizados, lo que asociaron con espectáculos circenses o de teatro de variedades más que lo que esperaban ver en una corrida de toros. Sin embargo, en la tercera corrida siguieron acaloradamente el espectáculo y vitorearon tanto a Pedrucho como a Parejito por sus hazañas en la arena.

Un legado importante de estas corridas de toros fue que familiarizaron a decenas de miles de espectadores húngaros con un espectáculo cruento del que habían sabido muy poco antes. También mediaron imágenes de España en el exterior a través de una cultura popular global que conectaba diferentes ciudades, países y regiones entre sí. Aunque los discursos de civilización versus barbarie y defensa de los derechos de los animales, que surgieron en ese momento con respecto a las corridas de toros en España y en otros lugares, fueron adoptados en Hungría también para cuestionar la legitimidad de las corridas de toros, fueron los nacionalistas húngaros en los 1900s y los extremos de izquierda y derecha en la década de 1920 quienes se convirtieron en sus oponentes más ruidosos. Los nacionalistas y los de extrema derecha veían las corridas de toros como un entretenimiento cosmopolita y comercial que ponía en peligro la preservación de las tradiciones nacionales y su capacidad para moldear la cultura urbana húngara de acuerdo con su propia visión, mientras que los opositores de izquierda a las corridas de toros los rechazaban porque eran en su mayoría un negocio con mentalidad empresarial que dañaba la economía húngara al desviar dinero a los bolsillos de inversores extranjeros. Por el contrario, quienes abrazaron y promovieron la corrida en ambas ocasiones fueron promotores urbanos, asociaciones turísticas, círculos empresariales, inversores y agentes deportivos, que vieron las corridas de toros como algo que podría elevar el perfil internacional de Budapest o mejorar su propio flujo de ingresos.

Aunque a pesar de los intentos de trasplantarlos a Hungría en 1904 y 1924, las corridas de toros no se convirtieron en un atractivo a largo plazo en Budapest, sí sirven como un buen ejemplo del alcance global que adquirieron a principios del siglo XX.

Toros y moda

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Toros y moda
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Somos lo que vestimos. El mundo de la moda ha mirado en numerosas ocasiones al del toreo para inspirarse en sus diseños. Del ruedo a la pasarela y del desfile al prêt-à-porter. Descubre como numerosos diseñadores (de la talla de John Galliano, Christian Lacroix, Lorenzo Caprile o Francis Montesinos, entre muchos otros) han incluído en sus creaciones elementos tan visualmente únicos y reconocibles como el traje de luces, una prenda que nace en los talleres de los sastres y que atraviesa fronteras por su diseño tan reconocible, hermoso y distintivo.Locutado por Victoria Collantes ha contado con la participación del maestro Justo Algaba, sastre de toreros; Leandro Cano, diseñador de moda; Alberto Espinosa, periodista e historiador de la moda; Fernando González Viñas, historiador y biógrafo de Manolete; maestro Antonio, sastre de toreros; maestra Nati, sastra de toreros; Francis Montesinos, diseñador de moda. Este episodio ha sido impulsado por la Fundación del Toro de Lidia, con la colaboración del Ministerio de Cultura y Deporte. 

  • Guion: Luis López
  • Producción: Lidia Cossío de la Iglesia.
  • Documentación: Guillermo Vellojín. 
  • Comité Editor: Robert Albiol, Raquel de la Iglesia, Mireia López

Notas: 

  • Cayetano Rivera se convierte en imagen del nuevo perfume de Loewe, Diario ABC, 02/04/2012
  • El Litri, el mejor vestido del mundo, Clara Ferrero, Revista Smoda, 07/08/2014
  • Ellis Miller, Lesley, Balenciaga: shaping fashion, V & A Publishing, Londres, 2017
  • La coleccón más flamenca de Dolce & Gabbana, Mónica Parga, El País, 24/12/2014
  • Lacroix, Christian; Saillard, Olivier y Mauriès,  Patrick, Christian Lacroix on fashion, Thames and Hudson Ltd, Londres, 2008
  • Made in Spain, reportaje revista VOGUE 23/11/2007
  • Montesinos, Francis, Carta de amor a Cristobal Balenciaga, Generalitat Valenciana, Valencia, 2002
  • Paz Gago, José María, De Elle a Kendall, semiótica de la moda. Estado de la cuestión y perspectivas de futuro, revista Designis, Universidad de Rosario
  • Picasso, Pablo, Toros y toreros, con textos de Luis Miguel Dominguín y un estudio de Georges Boudaille, Köln, 1980
  • Pizarroso, Alejandro, La liturgia taurina, Espasa, Madrid, 2000
  • Velasco Molpeceres, Ana, Historia de la moda en España: de la mantilla al bikini, Catarata, Madrid, 2021
  • VVAA, Arte de luces, Catálogo de exposición, Museo del Traje CIPE, comisariada por Elena Vázquez, 2010
  • VVAA, Moda. Una historia desde el siglo XVIII hasta el siglo XX, Vol I, Ediciones Taschen, 2003
  • VVAA, Moda. Una historia desde el siglo XVIII hasta el siglo XX, Vol II, Ediciones Taschen, 2003