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martes, abril 23, 2024

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Tauromaquia e ideología

El ámbito de las artes (escénicas, visuales, literarias, musicales, decorativas; el mundo ya inagotable de las imágenes en movimiento; el universo aún por explorar de las imágenes virtuales, el continente digital que parece poder consumirlas, o consumarlas, todas) ha sido y aún es, además de espacio de invención y belleza, un vasto descampado de furores ideológicos.

Nadie parece contestar el hecho de que las artes puedan incluir en sus estrategias de representación contenidos partisanos, panfletarios, doctrinales: se puede, y aún se discute si conviene una literatura de tema, un cine o un teatro ideológico, militante, propagandístico. Para ser justo hay de todo: el gran Gustav Klucis haciendo proselitismo de la revolución rusa produjo obras maravillosas, llevó el fotomontaje a insospechadas alturas estéticas y hoy podemos verlas como si fueran mudas lecciones maestras, seminales. Pero otros fueron menos afortunados o talentosos y en su estela abundan obras que nacieron muertas de tanto empujar una idea, a menudo en detrimento del resplandor de las formas.

A los propagandistas con talento, de Lina Von Riefensthal (ante cuyas obras nos olvidamos de Hitler) a Pablo Neruda, (que cantaba las glorias de Stalin) la audiencia les aplaude y no parece molestarse. Ante el arte como si fuese opinión, la política manifiesta una suerte de respeto por la brillantez de la elocuencia -o por la libertad de expresión- cuando no concede una forma de perdón menor, a nombre de mejores -y menos manipuladoras- obras firmadas por los mismos propagandistas. Las casas de los millonarios norteamericanos están plagadas de retratos de Mao Tsetung, firmados por Andy Warhol. Y pasemos a la mesa, que la cena está servida, con todos sus fastos, ante la mirada cínica del padre de la revolución cultural.

Todo muy bien si fuera sólo asunto de respeto a la opinión ajena.

Porque las artes parlanchinas, aquellas que resultan de la articulación de imágenes y lenguaje, pueden defenderse, eventualmente. Sin embargo la audiencia política -especialmente la nueva, inquisitorial, moralista, neotridentina, henchida de predicadores que abogan por la sanación del alma en veganismos o por la creación del  hombre nuevo– no parece perdonarle nada al arte de la tauromaquia que es a la vez escénico, visual, teatral, musical, cinético, ornamental, ceremonial. Especialmente no se le perdona a la tauromaquia que no pueda ser -y en ello de nuevo es única y prodigiosa- un arte ideológico.

Si bien el toreo ha sido inagotable fuente de imágenes y palabras no es un arte que se haga con ellas: estas son su resultado, su reliquia, su rastro. La tauromaquia es soberanamente muda y en sí misma no puede decirse -acaso como la danza- ni puede entonces presentarse como propaganda o panfleto. Se habrán empeñado algunos en ver en la verticalidad de Manolete un rezago de franquismo y en la astuta inteligencia de Domingo Ortega a un torero republicano. Pero todo ello no era más que musarañas de una sociedad fracturada, quebrada por la violencia de la guerra. Ni fué Manolete fascista, ni Domingo Ortega comunista. Eran toreros: pastores con espada, matadores de toros.

Sucede que no hay -ni puede haber- ideología en el toreo porque la tauromaquia es un arte cuyo meollo neurálgico consiste en transformar -o en transfigurar- la representación en pura presencia. Es, junto a la eucaristía de los cristianos, el único rito formal cuyo destino es producir presencia, hacer venir hasta el ahora el otrora en el que animales y animales humanos se diferenciaron para siempre: volver a presentar la escena de esa separación en el estado de su ser presente, nuevamente. Con ello, con poner en juego la vida y la muerte en instancia de presencia, la tauromaquia resulta insoportable para los mercaderes de la ideología: es, por definición, un arte an-ideológico, no cabe en ella el espejismo de la ideología, esa imagen invertida de la realidad, según ya dijo Marx cuando inventó el concepto.

Entiéndase: el toreo no habla, y aún cuando se trata en él de aprender a pensar lo impensable -pensar lo animal- tampoco en rigor el toreo piensa -se pudiera decir del toreo lo que Freud afirma del trabajo del sueño: que no piensa, que no juzga, que se limita a transformar. A diferencia de las artes -siempre menores- en las que se negocia con ideas, el toreo posee una verdadera dimensión sacramental, al introducir al animal absoluto que es el toro -ser vivo, ni salvaje ni doméstico- en el decurso de la duración humana, haciendo reinar así, con mando y lidia sobre la naturaleza surgente la lentitud de las eras imaginarias.

En cambio las artes charlatanas de la idea suelen, por regla general, querer hacerse con la realidad (o con lo que ellas llaman así), para conducirla, manipularla, representarla o pretender transformarla. Suelen ser estas artes muy esquemáticas, supeditadas a su plebeyo apostolado, como mercaderes ambulantes. Pero la realidad no se deja apropiar tan fácilmente. Ya lo decía Ramón Gaya, adelantándose décadas a las más sutiles constataciones de la mecánica cuántica: la realidad, cuando se siente estudiada, huye. Y añadía aquella distinción maravillosa entre el creador -obediente a los dictados de la realidad, como Velázquez- y el artista, la vana industriosidad del arte, el estéril postureo de la artesanía artística, con sus ínfulas de superioridad.

Un gran torero, como un creador, no puede encerrarse en un estilo –esa cárcel, dice Gaya, fabricada por el hombre cuando tiene miedo-: sólo le queda ante la desnudez originaria del animal encontrarse con la suya propia y obedecer a los dictados de aquella fuerza surgente que embiste y que él debe, al lidiar, conducir con elegancia y garbo hasta la muerte. El mundo instrumental y utilitario no soporta esta libertad, esta inmensa apertura ante la incertidumbre que requiere, cada vez, en cada corrida de toros, inventar el toreo nuevamente. El mundo de las ideas manipulables, de las ideas útiles, instrumentalizantes se ensaña entonces contra el arte del toreo por razones en las que retumba el trueno negro de esa mitología, el progresismo, y la espantosa certeza del hombre blanco que se cree, por ser de hoy, hombre sin ceremonias ni plegarias, superior a todo lo que lo ha precedido.

Victor Gómez Pin, en un libro reciente cuya lectura se me asoma urgente -La España que tanto quisimos– se ocupa del lugar del rito taurino en la contienda española de la actualidad. Recuerda a Ortega, que no era aficionado, pero quien hizo ‘su deber de intelectual’ al pensar el toreo. Quizás hay, entonces, otra razón turbia -otra sinrazón- por la cual los ideólogos -que son a la idea lo que los iconófilos fueron a la imagen, es decir oficiantes de un sospechoso fetichismo- se ensañan también contra el toreo: porque a diferencia de la idea-cosa, principista y ciega que les sirve a los moralistas y a los progresistas de cartela, en el toreo, donde no puede haber ideas para mercadear, lo que sí hay, como potencia, en la salvaguarda de la realidad que allí se hace ceremonialmente presente, es pensamiento. Pensamiento real y vivo del sitio, de los sitios, y por ende del mundo y de nuestro lugar en él, desde siempre.


Luis Pérez Oramas es Poeta e historiador del arte. Es autor de ocho libros de poesía, cuatro recopilaciones de ensayos y numerosos catálogos de exposiciones de arte. Ha colaborado en diversas revistas literarias y de arte en América Latina y Europa.

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