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sábado, abril 20, 2024

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El gran teatro del ruedo

Desde la andanada del 7, junto al amigo Talavera, contemplo la plaza y pienso en el sentido profundo y originario de la palabra Fiesta. La población reunida entorno a un círculo jubiloso para celebrar colectivamente el misterio de la vida mediante el recuerdo real de lo que a ninguna otra especie mortal le ha sido concedido por los dioses: la conciencia de la muerte. Y pienso en los orígenes de la antigua tragedia, en los ritos festivos en honor al dios Dionisos, en las voces exultantes de los coros profiriendo “Evohé”, tan emparentado con ese “Olé”que ahora resuena en el graderío ante los primeros pases del diestro, el primer actor de la ceremonia. Y al contemplar la exquisita y precisa maquinaria de la lidia, sus inveterados códigos, la impecable distribución de funciones de todos y cada uno de sus oficiantes -desde el arenero al chulo de toriles- me pregunto cómo es que los grandes nombres del teatro del siglo pasado (Brecht, Artaud…) al reivindicar el teatro del Extremo Oriente por su carácter simbólico y ceremonial, no repararon en el arte de la tauromaquia que les pillaba más cerca.

Desde la andanada del 7 diviso ahora a un actor, comprometido en extremo con una actuación donde pone en juego ni más ni menos que su propia vida; y me pasmo ante este acto de entrega absoluta; la suya y la de toda la cuadrilla pendiente de cada lance de la lidia. Y me embelesa el exquisito arte de vencer la indómita naturaleza mediante una refinada danza con el animal. La vida en juego, qué estremecedora consigna para un teatro que pretenda una conmoción verdadera, más allá del mero simulacro de peligrosidad.

Desde la andanada del 7 añoro un teatro que no esté resguardado detrás de la barrera de la representación, un teatro que recupere en el estricto marco de sus propias convenciones un inopinado espacio de imprevisión donde actores y público se entreguen a una porfiada ceremonia de exaltación y gratitud vital.

Desde la andana del 7 pienso en el drama y su estructura ternaria que en la lidia se reformula en tres partes canónicas: recibimiento (capote), nudo (muleta) y desenlace (la suerte máxima). El drama de dos fuerzas antagónicas y a la vez complementarias, esa paradójica unidad de opuestos que palpita siempre en el buen teatro; porque, así como el diestro no existe sin el toro de lidia, éste tampoco, literalmente, existiríasin la figura del torero. Mihura (el comediógrafo) echaba de menos poder escuchar al toro y al torero dialogando entre sí… cosas de don Miguel. Como si no bastara la elocuencia de ese encuentro arriesgado y mortal que establecen el protagonista y el antagonista en el ruedo. La palabra en el toreo se halla encapsulada en esos silencios que en ocasiones exhala la plaza hacia las alturas, así el sublime momento de entrar a matar donde las palabras se condensan en una acción definitiva: la suerte suprema. El hacha que, como los buenos libros, a decir de Kafka, son capaces de romper el mar helado que llevamos dentro.

Desde la andanada del 7 admiro a ese actor que sabe alternar con maestría la atención entre el astado y el respetable, un actor que más que comunicar, irradia; y su gesto, su figura, eso que las gentes de teatro llaman “presencia escénica” se proyecta deslumbrante hasta la grada más recóndita de la plaza tal que esa serie de naturales dedicados con gesto preciso y altanero al tendido donde nos hallamos los mortales; la encarnación del héroe que vence la muerte y nos redime.


Ernesto Caballero es un dramaturgo, director de escena, profesor y gestor de compañía teatral español.

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